Carlos Ayxelá 31 de octubre de 2020
@AyxelaCarlos
Este
editorial trata de las obras de misericordia corporales, que sugirió
Jesucristo. Un cristiano no puede desentenderse de las necesidades de los
demás, también de los desconocidos, porque en ellos es Cristo quien nos reclama
ayuda.
Nuestro
Dios no se ha limitado a decir que nos quiere. Él mismo nos modeló a partir del
polvo de la tierra[1]; «fueron las manos de Dios las que nos
crearon: el Dios artesano»[2]. Nos creó a su imagen y semejanza, y aun
quiso hacerse «uno de los nuestros»[3]: el Verbo se hizo carne, trabajó con sus
manos, cargó sobre sus espaldas toda la miseria de los siglos, y quiso
conservar por toda la eternidad las llagas de su pasión, como un signo
permanente de su amor fiel Por todo eso los cristianos no solo nos llamamos
hijos de Dios, sino que lo somos[4]: para Dios, y para sus hijos, el amor
«nunca podrá ser una palabra abstracta. Por su misma naturaleza es vida
concreta: intenciones, actitudes, comportamientos que se verifican en el vivir
cotidiano»[5]. San Josemaría prevenía así ante «la
mentalidad de quienes ven el cristianismo como un conjunto de prácticas o actos
de piedad, sin percibir su relación con las situaciones de la vida corriente,
con la urgencia de atender las necesidades de los demás y de esforzarse por
remediar las injusticias. Diría que quien tiene esa mentalidad no ha
comprendido todavía lo que significa que el Hijo de Dios se haya encarnado, que
haya tomado cuerpo, alma y voz de hombre, que haya participado en nuestro
destino hasta experimentar el desgarramiento supremo de la muerte»[6].
Llamados a la misericordia
En la escena del juicio final que Jesús presenta en el
Evangelio, tanto los justos como los injustos se preguntan perplejos, y
preguntan al Señor, cuándo le vieron hambriento, desnudo,
enfermo, y le auxiliaron, o dejaron de hacerlo[7]. Y el Señor les responde: «En verdad os
digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo
hicisteis» (Mt 25,40). No es un modo bonito de decir, como si el
Señor solo nos animara a acordarnos de Él, y a seguir su ejemplo de
misericordia; Jesús dice con solemnidad: «en verdad os digo… a mí me lo
hicisteis». Él «se ha unido, en cierto modo, con todo hombre»[8], porque ha llevado el amor hasta el
final: «nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15,13)
Ser cristianos significa entrar en esa incondicionalidad del amor de Dios,
dejarse cautivar por «el amor siempre más grande de Dios»[9].
En este pasaje del Evangelio, el Señor habla de
hambre, sed, peregrinaje, desnudez, enfermedad y cárcel[10]. Las obras de misericordia siguen esta
misma pauta; los Padres de la Iglesia las comentaron con frecuencia, e
iniciaron su desdoblamiento en obras corporales y espirituales, obviamente sin
ánimo de abarcar todas las situaciones de indigencia. Con el correr de los
siglos, se añadió a las primeras el deber de dar sepultura a los difuntos, con
la correspondiente obra espiritual: la oración por vivos y difuntos. En los
próximos dos editoriales vamos a recorrer estas obras en las que la sabiduría
cristiana ha sintetizado nuestra vocación a la misericordia. Porque de vocación
se trata –y vocación universal–, cuando el Señor dice a sus discípulos de todos
los tiempos: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36).
Las obras de misericordia despliegan ante nosotros esa llamada. «Sería bonito
que os las aprendierais de memoria –sugería recientemente el Papa–, ¡así es más
fácil hacerlas!»[11].
Solidaridad en directo
Cuando, al repasar las obras de misericordia
corporales, miramos a nuestro alrededor, en bastantes partes del mundo
constataremos quizá en un primer momento que no son frecuentes las situaciones
para ejercerlas. Siglos atrás la vida humana estaba mucho más expuesta a las
fuerzas de la naturaleza, a la arbitrariedad de los hombres, y a la fragilidad
del cuerpo; hoy, en cambio, hay muchos países en los que raramente se
presentará –salvo en el caso de emergencias o catástrofes naturales– la
necesidad inmediata de dar sepultura a un difunto, o de dar cobijo a alguien
sin techo, porque la propia organización de los Estados provee este servicio.
Y, sin embargo, no son pocos los lugares de la tierra en los que cada una de
estas obras de misericordia está a la orden del día. E, incluso en los países
más desarrollados, junto a la provisión de servicios de la asistencia social
existen muchas situaciones de gran precariedad material –el así llamado cuarto
mundo–.
A todos nos corresponde tomar conciencia de estas
realidades y pensar en qué medida podemos contribuir a remediarlas. «Hay
que abrir los ojos, hay que saber mirar a nuestro alrededor y reconocer esas
llamadas que Dios nos dirige a través de quienes nos rodean. No podemos vivir
de espaldas a la muchedumbre, encerrados en nuestro pequeño mundo. No fue así
como vivió Jesús. Los Evangelios nos hablan muchas veces de su misericordia, de
su capacidad de participar en el dolor y en las necesidades de los demás»[12].
Un primer movimiento de las obras de misericordia
corporales es la solidaridad con todos los que sufren, aunque no les
conozcamos: «No solo nos preocupan los problemas de cada uno, sino que nos
solidarizamos plenamente con los otros ciudadanos en las calamidades y
desgracias públicas, que nos afectan del mismo modo»[13]. A primera vista podría parecer que esta
actitud es un sentimiento loable, pero inútil. Y sin embargo esta solidaridad
es el humus en el que puede crecer con fuerza la misericordia.
Del latín solidum, solidaridad denota la
convicción de pertenecer a un todo, de modo que percibimos como propias las
vicisitudes de los demás. Aunque el término tiene sentido ya a nivel meramente
humano, para un cristiano adquiere toda su fuerza. «Ya no os pertenecéis», dice
san Pablo a los Corintios (1 Cor 6,19). La afirmación podría
inquietar al hombre contemporáneo, como una amenaza a su autonomía. Y, sin
embargo, lo que nos dice es simplemente, en expresión frecuente entre los
últimos pontífices, que la humanidad, y en particular la Iglesia, es una «gran
familia»[14]
«Mantened el amor fraterno… Acordaos de los
encarcelados, como si estuvierais en prisión con ellos, y de los que sufren,
pues también vosotros vivís en un cuerpo» (Hb 13,1-3).
Aunque no sea posible estar al corriente de las dolencias de cada hombre, ni
remediar materialmente todos esos problemas, un cristiano no se desentiende de
ellos, porque los ama con el corazón de Dios: Él «es más grande que nuestro
corazón y conoce todo» (1 Jn 3,20). Cuando en la Santa Misa pedimos
al Padre que «fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su
Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu»[15], miramos a la plenitud de lo que ya es
una realidad que crece silenciosamente, «como un bosque, donde los árboles
buenos aportan solidaridad, comunión, confianza, apoyo, seguridad, sobriedad
feliz, amistad»[16].
La solidaridad en cristiano se
concreta, pues, en primer lugar en la oración por los que sufren, aunque no les
conozcamos. La mayor parte de las veces no veremos los frutos de esa oración,
hecha también de trabajo y sacrificio, pero estamos convencidos de que «todo
eso da vueltas por el mundo como una fuerza de vida»[17]. Por este mismo motivo, el Misal romano
recoge un gran número de Misas por varias necesidades, que atienden a los
motivos de todas las obras de misericordia. La oración de los fieles, al final
de la liturgia de la Palabra, despierta también en nosotros «el desvelo por
todas las iglesias» y por todos los hombres, de modo que podamos llegar a decir
con san Pablo: «¿Quién desfallece sin que yo desfallezca? ¿Quién tiene un
tropiezo sin que yo me abrase de dolor?» (2 Co 12,28-29).
La solidaridad también se despliega en «simples gestos
cotidianos donde rompemos la lógica de la violencia, del aprovechamiento, del
egoísmo», frente al «mundo del consumo exacerbado», que es a la vez «el mundo
del maltrato de la vida en todas sus formas»[18]. Antiguamente era costumbre en muchas
familias besar el pan cuando caía al suelo; se reconocía así el trabajo que
suponía lograr el alimento, y se agradecía la posibilidad de tener algo que
llevarse a la boca. «Dar de comer al hambriento» se puede concretar, pues, en
comer lo que nos ponen, en evitar caprichos innecesarios, en aprovechar con
creatividad las sobras de comida; «dar de beber al sediento» quizá nos llevará
a evitar el derroche innecesario del agua, que en tantos lugares es un bien
escasísimo[19]; «vestir al desnudo» se concretará
también en cuidar la ropa, heredarla de unos hermanos a otros,
sobreponerse a veces al dernier cri en moda, etc. De esas
pequeñas –o no tan pequeñas– renuncias podrán salir limosnas para dar alegrías
a los más necesitados, como enseñaba san Josemaría a los chicos de san Rafael;
o también donativos para salir al encuentro de emergencias humanitarias. Meses
atrás el Papa nos decía a propósito que, «si el jubileo no llega a los
bolsillos, no es un verdadero jubileo»[20].
Hospitalidad: no abandonar al débil
Los padres, en primer lugar con su ejemplo, pueden
hacer mucho por «enseñar a vivir así a sus hijos (…); enseñarles a superar el
egoísmo y a emplear parte de su tiempo con generosidad en servicio de los menos
afortunados, participando en tareas, adecuadas a su edad, en las que se ponga
de manifiesto un afán de solidaridad humana y divina»[21]. Como la caridad es ordenada –porque
sería falsa la de quien se volcara en quienes viven lejos y se desentendiera de
quienes le rodean–, esa superación del egoísmo empieza habitualmente en el
propio hogar. Todos, pequeños y mayores, tenemos que aprender a levantar la
mirada para descubrir las menudas indigencias cotidianas de quienes viven con
nosotros. En particular, es necesario acompañar a los familiares y amigos que
sufren enfermedades, sin considerar sus dolencias como una distorsión para la
que habría que encontrar soluciones meramente técnicas «“No me rechaces ahora
en la vejez, me van faltando las fuerzas, no me abandones” (Sal 71,9).
Es el clamor del anciano, que teme el olvido y el desprecio»[22]. Son muchos los avances de la ciencia
que permiten mejorar las condiciones de los enfermos, pero ninguno de ellos
puede reemplazar la cercanía humana de quien, en lugar de ver en ellos un peso,
adivina a «Cristo que pasa», Cristo que necesita que le cuidemos. «Los enfermos
son Él»[23], escribió san Josemaría, en expresión
audaz, que refleja la llamada exigente del Señor: «en verdad os digo… a mí me
lo hicisteis» (Mt 25,40).
«¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos a
verte?». En ocasiones, puede costar ver a Dios detrás de la persona que sufre,
porque esté de mal humor o disgustado, o porque muestre exigencias o egoísmos.
Pero la persona enferma, precisamente por su debilidad, se hace aún más
merecedora de ese amor. Un resplandor divino ilumina los rasgos del hombre
enfermo que se asemeja a Cristo doliente, tan desfigurado que «no hay en él
parecer ni hermosura que atraiga nuestra mirada, ni belleza que nos agrade de
él» (Is 53,2).
La atención de los enfermos, de los ancianos, de los
moribundos, requiere por eso buenas dosis de paciencia, y de generosidad con
nuestro tiempo, especialmente cuando se trata de enfermedades que se prolongan
en el tiempo. El buen Samaritano «igualmente tenía sus compromisos y sus cosas
que hacer»[24]. Pero quienes, como él, hacen de esa
atención una tarea ineludible, sin refugiarse en la frialdad de soluciones que
a fin de cuentas consisten en descartar a quienes ya humanamente pueden aportar
poco, el Señor les dice: «si comprendéis esto y lo hacéis, seréis
bienaventurados» (Jn 13,17). A quienes han sabido cuidar de los
débiles, Dios les reserva una bienvenida llena de ternura: «venid, benditos de
mi Padre» (Mt 25,34).
«La grandeza de la humanidad –escribió Benedicto XVI–
está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que
sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una
sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir
mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado
también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana»[25]. Por eso, los enfermos nos devuelven la
humanidad que se lleva a veces por delante el ritmo agitado del mundo: nos
recuerdan que las personas son más importantes que las cosas, el ser que la
función.
Algunas personas, porque Dios les ha llevado por ese
camino, o porque lo han escogido para sí, acaban dedicando una parte importante
de sus días a cuidar de quienes sufren, sin esperar que nadie reconozca su
tarea. Aunque no salen en las guías de viajes, ellos son parte del
auténtico patrimonio de la humanidad, porque nos enseñan a todos
que estamos en el mundo para cuidar[26]: ese es el sentido perenne de la
hospitalidad, de la acogida.
Raramente nos tocará enterrar a un difunto, pero
podemos acompañarle a él y a sus familiares en sus últimos momentos. Por eso la
participación en un funeral es siempre más que un cumplido social. Si vamos al
fondo de esos gestos, veremos que guardan el pulso de la genuina humanidad, que
se abre a la eternidad. «También aquí la misericordia da la paz a quien parte y
a quien permanece, haciéndonos sentir que Dios es más grande que la muerte, y
que permaneciendo en Él incluso la última separación es un “hasta la vista”»[27].
Creatividad: trabajar con lo que hay
Familias que emigran huyendo de la guerra, personas en
desempleo, «prisioneros de las nuevas esclavitudes de la sociedad moderna»[28] como la drogadicción, el hedonismo,
la ludopatía... Son muchas las necesidades materiales que podemos detectar a
nuestro alrededor. Uno podría no saber por dónde o cómo empezar. Y sin embargo
la experiencia demuestra que muchas pequeñas iniciativas, dirigidas a resolver
alguna carencia de nuestro entorno más inmediato, empezadas con lo que se
tiene, y con quien puede –la mayor parte de las veces con más buen humor y
creatividad que tiempo, recursos económicos o facilidades de los entes
públicos–, acaban haciendo mucho bien, porque la gratuidad genera un
agradecimiento que es motor de nuevas iniciativas: la misericordia encuentra
misericordia[29], la contagia. Se cumple la parábola
evangélica del grano de mostaza: «es, sin duda, la más pequeña de todas las
semillas, pero cuando ha crecido es la mayor de las hortalizas, y llega a
hacerse como un árbol, hasta el punto de que los pájaros del cielo acuden a
anidar en sus ramas» (Mt 13,32)
Las necesidades de cada lugar y las posibilidades de
cada uno son muy variadas. Lo mejor es apostar por algo que esté al alcance de
la mano, y ponerse a trabajar. Con el tiempo, muchas veces menos de lo que
pensaríamos, se abrirán puertas que parecía que iban a permanecer cerradas. Y
se llega entonces a los encarcelados, a los cautivos de tantas otras
adicciones, que están abandonados como en la alcantarilla de un mundo que les ha
descartado cuando se han roto.
Hay quien, por ejemplo, está desbordado de trabajo, y
aunque creía no tener tiempo para estas labores, descubre el modo de redirigir
parte de sus esfuerzos hacia realidades que ocupen a otros y les saquen del
bache de quien está en la vida sin un rumbo. Surgen sinergias: uno pone poco
tiempo pero capacidad de gestión y relaciones... otro, con menos capacidad de
organizar, pone horas de trabajo. Para los jubilados, por ejemplo, se abre así
el panorama de una segunda juventud, en la que pueden transmitir mucho de su
experiencia de la vida: «independientemente de su grado de instrucción o de
riqueza, todas las personas tienen algo para aportar en la construcción de una
civilización más justa y fraterna. De modo concreto, creo que todos pueden
aprender mucho del ejemplo de generosidad y de solidaridad de las personas más
sencillas; esa sabiduría generosa que sabe “añadir más agua a los frijoles”, de
la cual nuestro mundo está tan necesitado»[30].
* * *
Evocando sus primeros años de sacerdote en Madrid,
nuestro Padre recordaba cómo iba por aquellos descampados «a
enjugar lágrimas, a ayudar a los que necesitaban ayuda, a tratar con cariño a
los niños, a los viejos, a los enfermos; y recibía mucha correspondencia de
afecto..., y alguna que otra pedrada»[31] Y pensaba en las iniciativas que
hoy, junto a tantas promovidas por los cristianos y por otras personas, son una
realidad en muchos lugares del mundo; y que tienen que seguir creciendo «quasi
fluvium pacis, como un río de paz»[32]: «Hoy para mí esto es un sueño, un sueño
bendito, que vivo en tantos barrios extremos de ciudades grandes, donde
tratamos a la gente con cariño, mirando a los ojos, de frente, porque todos
somos iguales»[33]
[1] Cfr. Gn 3,7; Sb 7,1.
[2] Francisco, Homilía en Santa Marta, 12-XI-2013.
[3] Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes (7-XII-1965),
22.
[4] Cfr. 1 Jn 3,1.
[5] Francisco, Bula Misericordiae vultus (11-IV-2015),
9.
[6] San Josemaría, Es Cristo que pasa,
236.
[7] Cfr. Mt 25,36.44
[8] Conc. Vat. II, Gaudium et spes, 22.
[9] Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium (24-XI-2013),
6; Cfr. San Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis (4-III-1979),
9.
[10] Cfr. Mt 25,35-36.
[11] Francisco, Angelus, 13-III-2016.
[12] Es Cristo que pasa, 146.
[13] Carta 14-II-1950, 20; citado por
Burkhart, E.; López, J., Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de
San Josemaría, II, Rialp, Madrid 2011, p. 314.
[14] Cfr. por ejemplo, Beato Pablo VI, Mensaje a la
Asamblea general de las Naciones Unidas, 24-V-1978; San Juan Pablo II,
Enc. Dives in misericordia (30-XI-1980) 4, 12; Benedicto XVI,
Mensaje para la XLI Jornada mundial de la paz, 8-XII-2007.
[15] Misal Romano, Plegaria Eucarística III.
[16] Francisco, Discurso, 28-XI-2014.
[17] Francisco, Evangelii gaudium, 279
[18] Francisco, Enc. Laudato si’ (24-V-2015),
230.
[19] Cfr. ibidem, 27-31.
[20] Francisco, Audiencia, 10-II-2016.
[21] Conversaciones, 111.
[22] Francisco, Ex. Ap. Amoris laetitia (19-III-2016),
191.
[23] San Josemaría, Camino, 419.
[24] Francisco, Audiencia, 27-IV-2016.
[25] Benedicto XVI, Enc. Spe salvi (30-XI-2007),
38
[26] Cfr. Francisco, Evangelii gaudium,
209.
[27] Francisco, Audiencia, 10-IX-2014.
[28] Francisco, Misericordiae vultus, 16.
[29] Cfr. Mt 5,7.
[30] Francisco, Videomensaje, 1-I-2015.
[31] San Josemaría, Notas de una reunión familiar,
1-X-1967 (citado en S. Bernal, Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer.
Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei; Rialp, Madrid 1980, 6ª
ed., p. 191).
[32] Is 66,12 (Vulg)
[33] San Josemaría, Notas de una reunión familiar,
1-X-1967.
Tomado de: https://www.opusdei.org/es-es/document/a-mi-me-lo-hicisteis-las-obras-de-misericordia-cor/
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