Lucas Buch 07 de noviembre de 2020
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San
Josemaría hablaba de un "quid divinum" -algo divino- que podemos
descubrir a nuestro alrededor y en las cosas que hacemos. Entonces, se nos abre
una nueva dimensión en la que compartimos todo con Dios.
«Cada día veo más claro lo cerca que está
Jesús de mí en todos los momentos, le contaría detalles pequeñitos pero
constantes, que ya ni me asombran, sino que se los agradezco y los espero
constantemente»[1]. La carta de
la beata Guadalupe a la que pertenece el anterior fragmento, en su sencillez,
debió de suponer una gran alegría para su destinatario, san Josemaría. Aunque
Guadalupe llevaba apenas dos años en el Opus Dei, aquellas líneas son un
testimonio de cómo la vida de piedad que había emprendido miraba precisamente a
facilitar una continua presencia de Dios, para «hacer de nuestra vida corriente
una continua oración»[2].
La doctrina es evangélica. Jesús habló a sus
discípulos en distintos modos sobre «la necesidad de orar siempre y no
desfallecer» (Lc 18,1). En muchas ocasiones le vemos dirigirse a su Padre a lo
largo del día, como ante la tumba de Lázaro (cfr. Jn 11,41-42) o cuando los
apóstoles regresaron de su primera misión llenos de alegría (cfr. Mt 11,25-26).
Ya resucitado, el Señor se acerca a sus discípulos en muy variadas
circunstancias: cuando se alejan llenos de tristeza, camino de Emaús; cuando
están llenos de miedo, en el Cenáculo; cuando vuelven al trabajo, en el mar de
Galilea… E incluso durante los instantes antes de volver junto a su Padre,
Jesús les aseguró: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo» (Mt 28,20).
Los primeros cristianos eran muy conscientes de esa
cercanía. Aprendieron a hacerlo todo para la gloria de Dios, como escribía san
Pablo a los romanos: «Si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos
para el Señor; porque vivamos o muramos, somos del Señor» (Rm 14,8-10; cfr. 1Co
10,31). ¿Y nosotros? En un mundo tan acelerado como el nuestro, tan lleno de
cosas por hacer, de fechas de entrega, de tráfico y de ruido, ¿es posible
mantener constantemente nuestra «conversación en los cielos»[3]?
Por el motivo adecuado
Hay conversaciones silenciosas, como la de los amigos
que caminan juntos, o la de los enamorados que se miran a los ojos. No
necesitan palabras para compartir lo que llevan en el corazón. Sin embargo, no
existe conversación sin atención a la persona que tenemos delante. Los
teléfonos móviles han introducido en nuestra vida el extraño fenómeno de estar
hablando con alguien y, a pesar de eso, pensar que quizá está más pendiente
de otras conversaciones…
El diálogo con Dios al que estamos llamados tiene que
ver precisamente con esa atención. Una atención que no es excluyente, en cuanto
podemos descubrir a Dios en muchas circunstancias y actividades que,
aparentemente, tienen poco que ver con él. Algo similar hacían aquellos
canteros que veían, tras las piedras que picaban, cosas tan distintas como la
servidumbre del trabajo manual, el alimento de su familia o el esplendor de una
catedral. Por eso, san Josemaría hablaba de la necesidad de «ejercitar las
virtudes teologales y cardinales en el mundo, y llegar de esta manera a ser
almas contemplativas»[4]. No se trata
solamente de obrar de modo correcto, sino también de
obrar por el motivo adecuado, que en este caso es buscar, amar
y servir a Dios. Precisamente eso hace posible la presencia del Espíritu Santo
en nuestras almas, vivificándola con las virtudes teologales. Así, en las mil y
una elecciones de cada día podemos permanecer atentos a Dios y mantener viva
nuestra conversación con él.
Al ir a trabajar por la mañana o al despertarnos para
ir a clase; al llevar a los hijos al colegio o al atender a un cliente podemos
preguntarnos: ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué me mueve a hacerlo bien? La
respuesta que brotará enseguida será más o menos profunda, pero en todo caso
puede ser una buena ocasión para añadir: Gracias, Señor, por contar
conmigo. Quisiera servirte con esta actividad, y hacer presente en este mundo
tu luz y tu alegría. Entonces, verdaderamente, nuestro trabajo nacerá del
amor, manifestará el amor y se ordenará al amor[5].
Mirar con los ojos de Dios
«Se podrían enumerar muchos problemas que existen en
la actualidad y que es preciso resolver, pero todos ellos solo se pueden
resolver si se pone a Dios en el centro, si Dios resulta de nuevo visible en el
mundo, si llega a ser decisivo en nuestra vida y si entra también en el mundo
de un modo decisivo a través de nosotros»[6]. Ser
contemplativos en medio del mundo significa que Dios ocupe el centro de nuestra
existencia, en torno al cual gire todo lo demás. En otras palabras, que él sea
el tesoro en que esté siempre fijo nuestro corazón, porque todo lo demás nos
interesa solamente si nos une a él (cfr. Mt 6,21).
De este modo, nuestro trabajo será oración, porque
sabremos ver en él la tarea que Dios nos ha confiado para cuidar y embellecer
su creación, y para servir a los demás. Nuestra vida familiar será oración,
porque veremos en nuestro cónyuge y en nuestros hijos (o en nuestros padres) un
don que el mismo Dios nos ha hecho para que nos entreguemos a ellos,
recordándoles siempre su valor infinito y ayudándoles a crecer. A fin de
cuentas, eso mismo es lo que haría Jesús en Nazaret. ¿Con qué ojos vería su
trabajo diario en el taller de José? ¿Qué sentido ocultaría para él esa labor
cotidiana? ¿Y las mil pequeñas ocupaciones de la vida doméstica? ¿Y todo lo que
hacía en común con sus vecinos?
Mirar las cosas con los ojos de la fe, descubrir el
amor de Dios en nuestra vida, no quiere decir que dejen de afectarnos las
contrariedades: el cansancio, los contratiempos, un dolor de cabeza, las malas
jugadas que puedan ocasionarnos otras personas… No es que todo eso vaya a
desaparecer. Lo que sucede es que, si vivimos centrados en Dios, sabremos unir
todas esas realidades a la cruz de Cristo, donde encuentran su sentido al
servicio de la redención. Una humillación puede ser oración si nos sirve para
unirnos a Jesús y se convierte así en una ocasión de purificación. Lo mismo se
puede decir de una enfermedad o de un fracaso profesional. En todo podemos
encontrar a Dios, que es Señor de la historia, y en todo podemos abrazar la
seguridad de que Dios abre siempre posibilidades de futuro, porque «todas las
cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28). Incluso un
pequeño contratiempo como un atasco de tráfico de vuelta a casa puede ser
oración, si lo convertimos en ocasión para poner en manos de Dios nuestro
tiempo… y para interceder ante él por quienes comparten nuestra suerte.
Para alcanzar la contemplación en la vida corriente no
debemos esperar lo extraordinario. «Muchas veces tenemos la tentación de pensar
que la santidad está reservada solo a quienes tienen la posibilidad de tomar
distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo a la
oración. No es así. Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y
ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada
uno se encuentra»[7]. La mirada de
la fe hace posible y convierte, por la caridad, nuestra vida entera en una
continua conversación con Dios. Una mirada que nos permite vivir con un hondo
realismo, pues nos descubre esa cuarta dimensión que es la
del quid divinum –el algo divino– que existe
en todo lo real.
La caldera y la conexión
«Cuando el hombre está completamente ocupado con su
mundo, con las cosas materiales, con lo que puede hacer, con todo lo que es
factible y le lleva al éxito, (…) entonces su capacidad de percibir a Dios se
debilita, el órgano para ver a Dios se atrofia, resulta incapaz de percibir y
se vuelve insensible. Ya no percibe lo divino, porque el órgano correspondiente
se ha atrofiado en él, no se ha desarrollado»[8]. También es
verdad lo contrario: la capacidad de mirar la realidad con los ojos de la fe se
puede cultivar. Lo hacemos, en primer lugar, cuando pedimos esa luz, como los
apóstoles: «¡Auméntanos la fe!» (Lc 17,5). Y lo hacemos también cuando nos
detenemos, a lo largo de la jornada, a poner nuestra vida ante el Señor. Así
pues, aunque deba ocupar el día entero, «la vida de oración ha de fundamentarse
además en algunos ratos diarios, dedicados exclusivamente al trato con Dios»[9]. En
definitiva, para tener nuestra atención habitualmente fija en Dios, necesitamos
dedicar unos ratos a atender exclusivamente a él.
En una ocasión, san Josemaría explicó esta necesidad
con el ejemplo de la calefacción de una casa: «Si tenemos un radiador, quiere
decir que habrá calefacción. Pero sólo se caldeará el ambiente si está
encendida la caldera... Luego necesitamos el radiador en cada momento, y además
la caldera bien encendida. ¿De acuerdo? Los ratos de oración, bien hechos: son
la caldera. Y además, el radiador en cada instante, en cada habitación, en cada
lugar, en cada trabajo: la presencia de Dios»[10]. Tan
importante es la caldera como los radiadores. Para que el calor de Dios llene
nuestro día entero, necesitamos dedicar unos tiempos a encender y alimentar el
fuego de su amor en nuestro corazón.
Otra imagen que puede servirnos es la de la conexión a
internet. A menudo habremos contemplado los esfuerzos que hacen muchos por
buscar cobertura cuando van de excursión o cuando están pasando un fin de
semana en el campo. Igualmente, nos preocupamos de que esté activado el wifi en
el teléfono móvil, con la esperanza de que se conecte tan pronto como detecte
una red conocida. Ahora bien, que el teléfono esté abierto a recibir la señal
no quiere decir que automáticamente la tenga, o que reciba todo tipo de
mensajes. La señal llega a lo largo del día, cuando nos acercamos a esta red o
a aquella, y los mensajes entran cuando alguien los envía. Nosotros ponemos lo
que está de nuestra parte activando nuestro teléfono y luego esperamos que
lleguen los mensajes.
De modo análogo, en los ratos de oración activamos
el wifi de nuestra alma; le decimos a Dios: «Habla, Señor, que tu
siervo escucha» (1S 3,9). A veces nos hablará en esos ratos; otras veces
reconoceremos su voz en mil detalles de nuestra jornada. En todo caso, esos
tiempos de oración son una buena ocasión para poner en sus manos todo lo que
hemos hecho o lo que vamos a hacer, aunque tal vez en el instante mismo de
ponerlo por obra no hayamos levantado los ojos a Dios. Además, haber dedicado
un tiempo exclusivo a Dios es la mejor muestra de que, efectivamente, tenemos
el deseo de escucharle.
Ahora bien, a diferencia de lo que sucede con el
teléfono, abrir el corazón no es algo que se puede dar por supuesto, que se
hace una vez y queda así para siempre: es preciso disponerse a diario a
escuchar a Dios, porque «lo encontramos en el presente, ni ayer ni mañana, sino
hoy: “¡Ojalá oyerais hoy su voz!: No endurezcáis vuestro
corazón” (Sal 95,7-8)»[11]. Si
mantenemos este empeño cotidiano, Dios puede concedernos una maravillosa
facilidad para vivir nuestro día a día en su presencia. Otras veces se nos hará
más difícil. Pero, en cualquier caso, de aquellos momentos sacaremos fuerza y
esperanza abundantes para proseguir con alegría nuestra lucha cotidiana,
nuestro diario esfuerzo por encender el fuego, por abrir la conexión.
En todo lo que nos sucede
Son conocidas las palabras de san Josemaría en
la homilía del campus: «Hijos míos, allí donde están vuestras
aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro
encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la
tierra donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres»[12]. Y enseguida
añadía: «En un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en
la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar
de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día»[13]. En las mil
actividades que llenan nuestra jornada nos espera Dios, para mantener con
nosotros una conversación encantadora y para llevar a cabo su misión en el
mundo. Pero, ¿cómo se puede entender eso?, ¿Cómo se vive?
Dios nos espera cada día para conversar tranquilamente
sobre lo que llena nuestra vida, al igual que un padre o una madre que escucha
las largas peroratas de su hijo de pocos años. Un niño pequeño cuenta lo que
les ha sucedido en el colegio prácticamente a tiempo real. Parece que quisiera
exprimir al máximo la maravillosa capacidad de recordar y expresar lo que ha
vivido, contando los sucesos más nimios con todo lujo de detalles. Y sus padres
le escuchan, y le preguntan cómo sucedió esto o aquello, qué dijo aquel otro
niño…
De modo análogo, a Dios le interesa todo lo que nos
sucede, con la peculiaridad de que, a diferencia de los padres de la tierra, él
nunca se cansa de escucharnos, nunca se acostumbra a que le hablemos. Más bien
somos nosotros los que a veces nos cansamos de dirigirnos a él, de buscar su
presencia. Sin embargo, si mantenemos vivo ese deseo, «todo –personas, cosas,
tareas– nos ofrece la ocasión y el tema para una continua conversación con el
Señor»[14]. Todo puede
convertirse en tema de conversación para hablar con Dios. Todo, absolutamente
todo, podemos compartirlo con él.
Por otra parte, Dios nos espera en nuestro trabajo
para seguir realizando en el mundo la obra de la redención, esto es, para
seguir atrayendo el mundo hacia él. No se trata de yuxtaponer actividades
piadosas a nuestro quehacer diario, sino de procurar conducir hacia Dios todos
los ambientes de nuestro mundo: la familia, la política, la cultura, el
deporte… todo. Para hacerlo necesitamos, en primer lugar, descubrir su
presencia en todos esos lugares. Se trata, en definitiva, de ver nuestro
trabajo como un don de Dios, como el modo concreto en que ponemos por obra su
mandato de cuidar, de cultivar el mundo y de anunciar la buena nueva de que
Dios nos quiere y nos ofrece su amor. Desde ese descubrimiento, procuraremos
que todas nuestras acciones se conviertan en un servicio a los demás, en un
amor como el que Jesús nos muestra y nos entrega cada día en la santa Misa. Al
vivir de este modo, uniendo todas nuestras acciones al sacrificio de Cristo,
realizamos plenamente la misión que el Señor quiso comunicarnos antes de volver
junto al Padre (cfr. Jn 20,21).
***
En una entrevista, poco antes de la beatificación de
Guadalupe Ortiz de Landázuri, preguntaron al Padre cuál era la fórmula
de la santidad de aquella mujer. Lo resumió en pocas líneas: «La
santidad no es llegar al final de la vida siendo perfectos, como ángeles, sino
alcanzar la plenitud del amor. Como san Josemaría decía, se trataba de la lucha
por transformar el trabajo, la vida ordinaria, en un encuentro con Jesucristo y
en un servicio a los demás»[15]. La fórmula
de la santidad se condensa, pues, en que todo responda a una misma motivación,
en que todo tenga una misma meta: vivir con Cristo en medio del mundo llevando,
con él, el mundo al Padre. Y eso es posible porque Jesús está muy cerca.
[1] Guadalupe Ortiz de Landázuri, Carta a san
Josemaría, 1-IV-1946.
[2] San Josemaría, Carta 24-III-1930
[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n.
300.
[4] San Josemaría, Carta 8-XII-1949, n.
26.
[5] Cfr. san Josemaría, Es Cristo que Pasa,
n. 48.
[6] Benedicto XVI, Homilía, 7-XI-2006.
[7] Francisco, ex. ap. Gaudete et Exsultate,
n. 14.
[8] Benedicto XVI, Homilía, 7-XI-2006. En el texto,
el Papa retoma un texto de san Gregorio Magno.
[9] San Josemaría, Es Cristo que pasa,
n. 119.
[10] San Josemaría, Apuntes de la predicación,
28-IX-1973.
[11] Catecismo de la Iglesia Católica, n.
2659.
[12] San Josemaría, Conversaciones, n.
113.
[13] Ibid., n. 114.
[14] San
Josemaría, Carta 11-III-1940, n. 15.
[15] Mons. Fernando Ocáriz, entrevista 13-V-2019.
Tomado de: https://opusdei.org/es-ve/document/conocerle-y-conocerte-x-jesus-esta-muy-cerca/
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