Francisco Fernández-Carvajal 07 de noviembre de 2020
@hablarcondios
— Cristo es el esposo que llega.
— El juicio particular.
— Prepararnos cada día para el juicio: el examen de
conciencia.
I. La parábola que
leemos en el Evangelio de la Misa1 se
refiere a una escena ya familiar al auditorio que escucha a Jesús, porque de
una manera o de otra todos la habían presenciado o habían sido protagonistas
del suceso. El Señor no se detiene, por este motivo, en explicaciones
secundarias, conocidas por todos. Entre los hebreos, la mujer permanecía aún
unos meses en la casa de sus padres después de celebrados los desposorios. Más
tarde, el esposo se dirigía a la casa de la mujer, donde tenía lugar una
segunda ceremonia, más festiva y solemne; desde allí se dirigían al nuevo
hogar. En casa de la esposa, esta esperaba al esposo acompañada por otras
jóvenes no casadas. Cuando llegaba el esposo, las que habían acompañado a la
novia, junto con los demás invitados, entraban con ellos y, cerradas las
puertas, comenzaba la fiesta.
La parábola, y la liturgia de la Misa de hoy, se
centra en el esposo que llega a medianoche, en un momento inesperado, y en la
disposición con que encuentra a quienes han de participar con él en el banquete
de bodas. El esposo es Cristo, que llega a una hora desconocida; las vírgenes
representan a toda la humanidad: unos se encontrarán vigilantes, con buenas
obras; otros, descuidados, sin aceite para las lámparas. Lo anterior es la
vida; lo posterior –la llegada del esposo y la fiesta de bodas–, la
bienaventuranza compartida con Cristo2.
La parábola se centra, pues, en el instante en que llega Dios para cada alma:
el momento de la muerte. Después del juicio, unos entran con Él en la
bienaventuranza eterna y otros quedan tras una puerta para siempre cerrada, que
denota una situación definitiva, como Jesús había revelado también en otras
ocasiones3. Ya el Antiguo Testamento señala, a propósito de la
muerte: Si un árbol cae al sur o al norte, permanece en el lugar en que
ha caído4. La muerte fija al alma para la eternidad en sus buenas o
malas disposiciones.
Las diez vírgenes habían recibido un encargo de
confianza: aguardar al esposo, que podía llegar de un momento a otro. Cinco de
ellas fijaron todo su interés en lo importante, en la espera, y emplearon los
medios necesarios para no fallar: las lámparas encendidas con el aceite
necesario. Las otras cinco estuvieron quizá ajetreadas en otras cosas, pero se
olvidaron de lo principal que tenían que hacer aquella tarde, o lo dejaron en
segundo término. Para nosotros lo primero en la vida, lo verdaderamente
importante, es entrar en el banquete de bodas que Dios mismo nos ha preparado.
Todo lo demás es relativo y secundario: el éxito, la fama, la pobreza o la
riqueza, la salud o la enfermedad... Todo eso será bueno si nos ayuda a
mantener la lámpara encendida con una buena provisión de aceite, que son las
buenas obras, especialmente la caridad.
No debemos olvidarnos de lo esencial, de lo que hace
referencia al Señor, por lo secundario, que tiene menor importancia e incluso,
en ocasiones, ninguna. Como solía decir San Josemaría Escrivá, «hay olvidos que
no son falta de memoria, sino falta de amor»5;
significan más bien descuido y tibieza, apegamiento a lo temporal y terreno, y
desprecio, quizá no explícitamente formulado, de las cosas de Dios. «Cuando
lleguemos a la presencia de Dios, se nos preguntarán dos cosas: si estábamos en
la Iglesia y si trabajábamos en la Iglesia. Todo lo demás no tiene valor. Si
hemos sido ricos o pobres, si nos hemos ilustrado o no, si hemos sido dichosos
o desgraciados, si hemos estado enfermos o sanos, si hemos tenido buen nombre o
malo»6. Examinemos en la presencia del Señor qué es realmente lo
principal de nuestra vida en estos momentos. ¿Buscamos al Señor en todo lo que
hacemos, o nos buscamos a nosotros mismos? Si Cristo viniera hoy a nuestro
encuentro, ¿nos encontraría vigilantes, esperándole con las manos llenas de
buenas obras?
II. A
medianoche se oyó la voz: ¡Ya está ahí el esposo! ¡Salid a su encuentro!
Inmediatamente después de la muerte tendrá lugar el
juicio llamado particular, en el que el alma, con una luz recibida
de Dios, verá en un instante y con toda profundidad los méritos y las culpas de
su vida en la tierra, sus obras buenas y sus pecados. ¡Qué alegría nos darán
entonces las jaculatorias que hemos rezado al encontrar un Sagrario camino del
trabajo, las genuflexiones –verdaderos actos de adoración y de amor ante Jesús
presente en aquel Altar–, las horas de trabajo ofrecidas a Dios, la sonrisa que
tanto nos costó la tarde en que nos hallábamos tan cansados, los esfuerzos por
acercar a este amigo al sacramento de la Confesión, las obras de misericordia,
la ayuda económica y el tiempo empleado para sacar adelante aquella obra buena,
la prontitud con que nos arrepentimos de nuestros pecados y flaquezas, la
sinceridad en la Confesión...! ¡Qué dolor por las veces que ofendimos a Dios,
las horas de estudio o de trabajo que no merecieron llegar hasta el Señor, las
oportunidades perdidas para hablar de Dios en aquella visita a unos amigos, en
aquel viaje...! ¡Qué pena por tanta falta de generosidad y de correspondencia a
la gracia!, ¡qué pena por tanta omisión!
Será Cristo quien nos juzgue. Él ha sido
constituido por Dios como juez de vivos y muertos7.
San Pablo recordaba esta verdad de fe a los primeros cristianos de
Corinto: Todos debemos comparecer ante el tribunal de Cristo, para que
cada uno reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, bueno o malo8.
Siendo fieles cada día en lo pequeño, utilizando las obras más corrientes para
amar y servir a Cristo, no nos dará temor presentarnos ante Él; por el
contrario, tendremos un inmenso gozo y mucha paz: «Será gran cosa a la hora de
la muerte –escribía Santa Teresa de Jesús– ver que vamos a ser juzgadas por
quien hemos amado sobre todas las cosas. Seguras podemos ir con el pleito de
nuestras deudas. No será ir a tierra extraña, sino propia; pues es a la de
quien tanto amamos y nos ama»9.
Inmediatamente después de la muerte, el alma entrará
al banquete de bodas o se encontrará con las puertas cerradas para siempre. Los
méritos o la falta de ellos (los pecados, las omisiones, las manchas que han
quedado sin purificar...) son para las almas –enseña Santo Tomás de Aquino– lo
que la ligereza y el peso para los cuerpos, que les hace ocupar inmediatamente
su lugar propio10.
Meditemos hoy sobre el estado de nuestra alma y el
sentido que le estamos dando a los días, al trabajo..., y repitamos,
rectificando la intención de lo que no vaya según Dios, la oración que nos
propone el Salmo responsorial de la Misa: Mi alma está
sedienta de Ti, Señor, Dios mío. // Oh Dios, Tú eres mi Dios, por Ti madrugo,
// mi alma, está sedienta de Ti; mi carne tiene ansia de Ti, // como tierra
reseca, agostada, sin agua11.
Sé bien, Señor, que nada de lo que hago tiene sentido, si no me acerca a Ti.
III. «Hay
olvidos que no son falta de memoria, sino falta de amor». La persona que ama no
se olvida de la persona amada. Cuando el Señor es lo primero no nos olvidamos de
Él. Estamos entonces en actitud vigilante, no adormecidos, como nos pide Jesús
al final de la parábola: Vigilad, pues, porque no sabéis el día ni la
hora.
Para disponernos a ese encuentro con el Señor y no
experimentar sorpresas de última hora, debemos ir adquiriendo un conocimiento
más profundo de nosotros mismos, ahora que es tiempo de merecimiento y de
perdón. Porque si entrásemos en cuenta con nosotros mismos -escribe
San Pablo a los de Corinto-, ciertamente no seríamos juzgados12:
no se descubriría, con sorpresa, nada que ya antes no hubiésemos conocido y
reparado. Para eso necesitamos hacer bien el examen diario de
conciencia, que ponga ante nuestros ojos, con la luz divina, los motivos
últimos de nuestros pensamientos, obras y palabras, y poder aplicar con
prontitud los remedios oportunos. Cada día de nuestra vida es como una página
en blanco que el Señor nos concede para escribir algo bello que perdure en la
eternidad: «a veces recorro velozmente todas las hojas escritas y dejo volar
también las páginas blancas, esas sobre las cuales nada he escrito aún, porque
todavía no ha llegado el momento. Y siempre, misteriosamente, se me quedan
algunas entre las manos, esas mismas que no sé si llegaré a escribir, porque no
sé cuándo me pondrá el Señor por última vez ese libro ante los ojos»13.
Nosotros no sabemos por cuánto tiempo aún podremos
repasar, corregir y rectificar las páginas que ya hemos escrito, y cada noche
nuestro examen de conciencia personal –valiente, sincero, delicado, profundo–
nos servirá para pedir perdón por lo que en ese día no hemos hecho según el
querer divino, y procuraremos encontrar los remedios para el futuro. Lo normal
será que este examen diario nos permita preparar con hondura la Confesión. La
consideración de las verdades eternas nos ayudará a que el examen sea sincero,
sin engañarnos a nosotros mismos, sin ocultar o disimular lo que nos avergüenza
o humilla nuestra soberbia y nuestra vanidad.
El examen de conciencia bien hecho en la presencia del
Señor «te dará un gran conocimiento de ti mismo, y de tu carácter y de tu vida.
Te enseñará a amar a Dios y a concretar en propósitos claros y eficaces el
deseo de aprovechar bien tus días... Amigo, coge en tus manos el libro de tu
vida y vuelve cada día sus páginas, para que no te sorprenda su lectura el día
del juicio particular y no hayas de avergonzarte de su publicación el día del
juicio universal»14.
El Señor llama necias a estas vírgenes que no supieron
preparar su llegada. No hay una necedad mayor.
Acudamos, al terminar este rato de oración, a Nuestra
Señora, Reina y Madre de misericordia, vida y dulzura, esperanza
nuestra, para que nos ayude a purificar nuestra vida y a llenarla de
frutos. Acudamos también al Ángel Custodio, quien «nos acompaña siempre como
testigo de mayor excepción. Él será quien, en tu juicio particular, recordará
las delicadezas que hayas tenido con Nuestro Señor, a lo largo de tu vida. Más:
cuando te sientas perdido por las terribles acusaciones del enemigo, tu Ángel
presentará aquellas corazonadas íntimas –quizá olvidadas por ti mismo–,
aquellas muestras de amor que hayas dedicado a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios
Espíritu Santo.
»Por eso, no olvides nunca a tu Custodio, y ese
Príncipe del Cielo no te abandonará ahora, ni en el momento decisivo»15.
1 Mt 25,
1-13. —
2 Cfr. F.
Prat, Jesucristo, Jus, México 1946, vol. II, p. 241.
—
3 Cfr. Lc 13,
25; Mt 7, 23. —
4 Eccl 11,
3. —
5 Cit.
por F. Suárez, Después, p. 121. —
6 Card.
J. H. Newman, Sermón para el Domingo de Septuagésima: el juicio.
—
7 Hech 10,
42 —
8 2
Cor 5, 10. —
9 Santa
Teresa, Camino de perfección, 40, 8. —
10 Santo
Tomás, Suma Teológica, Suppl., q. 69. a. 1. —
11 Salmo
responsorial. Sal 62, 2. —
12 1
Cor 11, 31. —
13 S.
Canals, Ascética meditada, p. 137. —
14 Ibídem,
p. 140. —
15 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 693.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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