Juan Guerrero 08 de noviembre de 2020
@camilodeasis
Debo confesar que he perdido la noción del valor de
las cosas, no sé a ciencia cierta si un litro de leche de larga duración, con
el precio marcado, es caro o barato. No lo sé. Cuando voy a realizar las
compras, procuro acercarme a los anaqueles para verificar el precio, trato de
buscar esas comas y luego los céntimos, pero eso no existe. En Venezuela hace
varios años desaparecieron las monedas, y con ello el término se evaporó,
‘quedó en desuso’, así se dice en lingüística.
Algunas veces paso tiempo buscando esa expresión de
los céntimos. Ya eso no se refleja en los productos. Me parece tan extraño, tan
triste haber perdido esa noción del valor de los productos, de los alimentos de
primera necesidad. Aquellos productos adquiridos en 0,25 (cero veinticinco céntimos
de bolívares). Ese ‘medio’ que tanto nos rendía, fuente de disputas en el
colegio. Ni decir de la emblemática moneda de doce céntimos y medio (la locha),
así llamada y deseada.
Porque no es tanto perder el uso de las monedas, es
quizás lo más trascendente, quedarnos huérfanos de su pronunciación, de su
expresión en números o letras. También que ya es tan extraño no cargarlas en
nuestros bolsillos, sonarlas mientras conversamos, sacarlas para cancelar un
caramelo. Esto que indico se traduce en lenguaje, palabras ya olvidadas,
términos que han caído en el olvido, arcaísmos en el tiempo. Un tiempo que nos
encierra en su único momento: el eterno presente del aquí y el ahora. Porque en
el territorio que habito no existe futuro y el pasado, oficialmente, está
siendo alterado, mutilado y sesgado por el poder.
Este es un tiempo sin movimiento, como casi siempre le
indico a mi esposa cuando me pregunta qué día es hoy. –Domingo, le respondo.
Todos los días en Venezuela son domingos, no precisamente de descanso. Es que
todos los días se repiten y cuesta salir a realizar alguna actividad.
Los tiempos verbales tienen, obvio, movimiento. Pero
existe una sociedad, la venezolana, donde se ha logrado entrar en el ‘no
movimiento verbal’, eso que los pensadores del lenguaje, los llamados
formalistas rusos, allá por inicios del siglo pasado, llamaron ‘verboides’, una
serie de formas verbales sin mayor movimiento, como el gerundio, por ejemplo.
En
Venezuela vivimos ‘pelando’ todo el tiempo. Es decir; su tiempo y acción son
continuos, no tienen fin. Y este verbo no se crea que es para ejercer la acción
de quitarle la piel a las frutas, como cualquier hablante del español pueda
creer. En la Venezuela del siglo XXI, cuando usted indica que ‘está pelando’
queda sobreentendido de inmediato, que está en situación socioeconómica
precaria, delicada.
Pero es que además de estar pelando, la inmensa
cantidad de venezolanos andamos, también, ‘ladrando’. No queda de otra, porque
ni agua potable tenemos para mitigar la sed. Y esto no es cuento ni un chiste
cruel, ni tampoco sarcasmo, ni humor negro. Es la pura y cruel realidad.
Apenas estas dos palabras nos dicen hasta qué punto
nuestras vidas, y nuestro lenguaje, se han erosionado, degradado y paralizado
en la incertidumbre de un mínimo movimiento y, por lo tanto, uso de términos
que, sin darnos cuenta, nos señalan un tiempo sin destino, sin futuro y con el
constante acecho de un pasado mutilado.
Hace varios años le decía a uno de mis vecinos, Luis,
que de seguir encareciéndose la vida llegaría un momento donde nada costaría
decena de bolívares (diez bolívares), ni cien, ni mil, ni cien mil, sino de
millones en adelante. Bueno, en no más de ocho años llegamos a ese tiempo.
Tengo varios años sin usar dinero en efectivo. Como lo
indiqué, hace cerca de diez-doce años dejó de existir el dinero en monedas.
Hace un par de años los billetes de esos llamados ‘bolívares soberanos’
entraron, en la práctica, en desuso. De hecho, en la actualidad, además de
escasos, sólo funcionan los de cincuenta mil (50.000,00) y eso, para una
propina por estacionar en sitio público.
Un apreciado amigo, que ahora vive fuera del
territorio, de manera genial ha calificado esto que vivimos, diciendo que
‘Venezuela es un llanto en gerundio’ y ahora esa expresión me parece tan
certera, tan dolorosamente verdad. Porque uno anda por algún centro de venta de
alimentos y evita verse las caras, -quizás el uso de esos bozales ayude-,
porque sabe, intuye que el Otro tiene, como uno, los ojos enrojecidos, la piel
envejecida, los labios secos, las manos encallecidas, y entonces prefiere
hacerse el desprevenido, el ajeno, el solitario.
Es tan difícil, y a la vez tan fácil decirlo, pero tal
vez nos queda todavía un poco de coraje, de valentía para continuar –sin saber
por qué- mientras modelamos en nuestra lengua esa necesaria y humana palabra
tan solidaria, que da tanta paz y sosiego: piedad.
Juan Guerrero
@camilodeasis
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