Nicolás Álvarez de las Asturias 05 de diciembre de 2020
La
relación con Dios en nuestra oración está íntimamente unida a todas nuestras
acciones en la vida cotidiana. Lo señaló Jesús en su predicación y lo recordaba
siempre san Josemaría.
Al final del año 57, san Pablo escribe una carta a los
cristianos que viven en Corinto. El apóstol es consciente de que en aquella
comunidad algunos no le conocen, otros se habían dejado llevar por habladurías
que lo desacreditaban, así que en gran parte del texto expone las
características que debe tener quien es portador del Evangelio de Jesús.
Sabemos también que, por aquella misma razón, había prometido volver a
visitarles pronto pero, hasta ese momento, no había podido hacerlo. En este
contexto encontramos una de las frases más bonitas de sus escritos. Pablo se
pregunta, de manera retórica, si necesita enviar alguna carta de recomendación
para que la comunidad lo conozca mejor, para ganarse nuevamente su estima. Y
responde, lleno de fe en la acción de Dios en las personas, que su verdadera
carta de recomendación es el corazón de cada uno de los cristianos de Corinto;
afirma que es el mismo Espíritu Santo quien la escribe en sus almas, valiéndose
de lo que san Pablo les había transmitido: «Es notorio que sois una carta de
Cristo» (2 Co 3,3).
¿Cómo nos convertimos en esa «carta de Cristo»? ¿Cómo
hace Dios para transformarnos poco a poco? «Todos nosotros, que con el rostro
descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, vamos siendo
transformados en su misma imagen, cada vez más gloriosos, conforme obra en
nosotros el Espíritu del Señor» (2 Co 3,18). Estas palabras de san Pablo
desvelan el método del Espíritu Santo en nosotros. Se trata de
hacernos gloriosamente semejantes a Cristo de modo progresivo,
contando con el tiempo: esta es la dinámica propia de la vida espiritual.
Querer lo mismo que Jesús
Se comprende muy bien que una de las mayores preocupaciones
de Jesús fuera que la oración, al ser un medio privilegiado para cultivar
nuestra relación con Dios, no quedase como un elemento aislado en medio de las
demás tareas, con poca fuerza para transformar la vida. Por eso Cristo, para
insistir sobre esta necesidad de unir oración con transformación de la propia
vida, en el Sermón de la Montaña dijo: «No todo el que me dice: "Señor,
Señor", entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de
mi Padre, que está en los cielos. Muchos me dirán aquel día: "Señor,
Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y hemos expulsado los demonios en tu
nombre, y hemos hecho prodigios en tu nombre?" Entonces yo declararé ante
ellos: "Jamás os he conocido (…)"» (Mt 7,21-23). Son unas palabras
fuertes. No basta haberle seguido, ni siquiera haber hecho cosas grandes en
nombre de Jesús. Se trata de algo mucho más profundo: saber conformarse a la
voluntad de Dios.
No nos resulta difícil entender esas palabras de
nuestro Señor. Si la oración es camino y expresión de una relación de amistad,
entonces debe seguir las características propias de un amor de ese tipo. Entre
los amigos se llega, como recuerdan los clásicos, al idem velle, idem
nolle, a querer lo mismo y a rechazar lo mismo. La oración cambia nuestra
vida porque nos lleva a sintonizar con los deseos del corazón de Cristo, a
vibrar con su afán de almas, a buscar con ilusión agradar a nuestro Padre
celestial. Si no fuese así, si la oración no nos llevara a esa gloriosa
semejanza de la que hablaba san Pablo, sin darnos cuenta nuestra
oración se podría transformar en algo similar a una terapia de autoayuda, con
la finalidad de mantener en paz nuestro espíritu o de garantizarnos un espacio
de soledad. En ese caso, aunque se traten de objetivos que pueden ser positivos,
la oración no cumpliría su función principal: dar cauce a una auténtica
relación de amistad con Cristo, llamada a transformar la vida.
Esta importante enseñanza de Jesús nos ofrece una
pista para revisar la situación de nuestra oración. El criterio
no será ya el sentimiento o el gusto espiritual que encuentro en mis ratos de
oración; tampoco el número de propósitos que soy capaz de plantearme; ni
siquiera el grado de concentración que he alcanzado. La oración, en cambio,
podrá ser revisada a la luz del grado de transformación que trae a nuestra
vida, a la luz de la progresiva superación de las incoherencias que se dan
entre lo creemos y lo que, en último término, logramos vivir.
Una identificación que se da en el tiempo
El mismo san Pablo, que recibió la gracia de
encontrarse con Jesús resucitado en el camino de Damasco, pone de manifiesto en
otros textos cómo los primeros cristianos eran muy conscientes de que la meta
de la oración era la identificación con Cristo. Así, exhortaba a los cristianos
de Filipos a tener «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5) y
afirmaba con sencillez a los de Corinto que «nosotros tenemos la mente de
Cristo» (1 Co 2,16). Ahora bien, tener los mismos sentimientos y
la misma mente del Hijo de Dios es algo que no se puede
conseguir solamente como fruto del esfuerzo personal o de la aplicación de unas
técnicas de aprendizaje. Se trata de algo que es consecuencia, ciertamente, de
la propia lucha por hacer el bien de la manera que lo haría Jesús, pero dentro
de una experiencia de comunión, la propia del amor de amistad; así, mediante la
gracia, nos abrimos a una asimilación de lo propio de Cristo.
En la medida en que es el efecto propio de una
relación de amistad, la identificación con Cristo, fruto de la oración, es
progresiva, requiere tiempo. Por eso recordaba san Josemaría que Dios lleva a
las almas como por un plano inclinado, trabajando poco a poco en su interior y
dándoles deseos y fuerzas de corresponder cada vez mejor a su amor: «En este
torneo de amor no deben entristecernos las caídas, ni aun las caídas graves, si
acudimos a Dios con dolor y buen propósito en el sacramento de la Penitencia.
El cristiano no es un maníaco coleccionista de una hoja de servicios
inmaculada. Jesucristo Nuestro Señor se conmueve tanto con la inocencia y la
fidelidad de Juan y, después de la caída de Pedro, se enternece con su
arrepentimiento. Comprende Jesús nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a
través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de
subir un poco, día a día»[1]. Saber que las
propias miserias –incluso las que más nos humillan– no son un obstáculo
insuperable en el amor a Dios y en nuestro camino de identificación completa
con él, nos llena de esperanza. Y nos llena también de estupor: ¿cómo es
posible que sea verdad ese grito —una vez más de san Pablo— que asegura que
nada «podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor
nuestro» (Rm 8,39)?
La respuesta, que solo la oración nos permite percibir
de modo completo, se encuentra en la primacía de la iniciativa divina: es Dios
quien nos busca y nos atrae. El apóstol Juan, ya en los últimos años de su
vida, lo recordaba con emoción: «En esto consiste el amor: no en que nosotros
hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como
víctima de propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10). Hacer oración es,
pues, hacerse conscientes de que estamos en buenas manos y que nuestro amor
–siempre imperfecto— es solo correspondencia al amor de Dios que nos precede,
nos acompaña y nos sigue. La contemplación de ese amor es el mayor estímulo
para recorrer ese plano inclinado de la identificación profunda con Jesucristo.
Para crecer siempre en el amor
Normalmente, en la vida cristiana, el paso del tiempo
va unido al crecimiento personal. Por ello, la correspondencia al amor de Dios
que ansiamos en la oración se suele manifestar en deseos de mejora, en un
anhelo firme de apartar de nosotros lo que nos aparte de Cristo. De ahí que,
quizá con relativa frecuencia, se nos haya enseñado a hacer oración de
examen, pidiendo luz para detectar lo que no es propio de nuestra condición
de hijos de Dios; hemos aprendido a formular propósitos concretos para
–contando siempre con la ayuda de la gracia– aspirar a agradar al Señor,
superando aspectos de nuestra vida que nos apartan aunque sea poco de él.
Sabemos muy bien que ese examen y
esos propósitos no son un modo de querer conquistar las cosas
por nuestra cuenta, sino que se trata de la manera verdaderamente humana de
amar: quien desea agradar en todo a la persona amada se esfuerza por alcanzar
la mejor versión de sí mismo. Sabiendo que Dios nos quiere como somos, deseamos
amarle como él merece. Por eso buscamos, con una saludable tensión, luchar cada
día un poco. No queremos caer en la tentación –¡tan fácil!– de justificar
nuestras debilidades, olvidando que con su muerte y resurrección Cristo nos ha
obtenido la gracia suficiente para vencer nuestros pecados[2].
Cuando san Josemaría era un joven sacerdote, muchos
obispos le pedían que predicara durante días de retiro espiritual o ejercicios
espirituales. Entonces, algunos le acusaron de predicar «ejercicios de vida y
no de muerte»[3]. Estaban
acostumbrados a que, en aquellas jornadas, se reflexionase sobre todo en el
destino eterno de cada uno y se sorprendían de que san Josemaría hablase
también muy ampliamente sobre cómo vivir coherentemente la propia vocación.
Esto pone de manifiesto una importante característica de la misión del Opus
Dei: enseñar a materializar la vida espiritual, evitando que la
oración se convierta en una dimensión independiente y aislada en la vida de las
personas; o, como dice san Josemaría, «apartarlos así de la tentación, tan
frecuente entonces y ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la
vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la
vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas»[4].
Aunque en nuestros ratos de oración no siempre
experimentemos sensiblemente el amor de Dios –algunas veces sí que lo haremos–
en realidad está allí siempre presente y operante. Si a ese amor sumamos la
lucha en lo que el Señor nos vaya indicando, nuestra vida –nuestros
pensamientos, nuestros deseos, nuestras intenciones, nuestras obras– se
transformará progresivamente. Llegaremos a ser para los demás Cristo
que pasa, ipse Christus.
Amarle en el prójimo
En una ocasión, un escriba preguntó a Jesús: «Maestro,
¿cuál es el mandamiento principal de la ley?». Recordamos muy bien su
respuesta: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y
con toda tu mente. Este es el mayor y primer mandamiento. El segundo es como
este: amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen
toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,36-38).De esta manera, con pocas palabras,
Jesús explicó para siempre la unión del amor a Dios con el amor al prójimo. Y
se trata de una enseñanza que el Señor quiso seguir insistiendo hasta los
últimos instantes antes de subir definitivamente al cielo. Incluso cuando, ya
resucitado, se encuentra con Pedro a orillas del mar de Galilea, Jesús responde
a las promesas de amor de quien fuera el primer Papa con un invariable:
«Apacienta mis ovejas» (cf. Jn 21,15-17).
El motivo último de la unión de ambos mandamientos y,
por tanto, de la necesidad de aprender a amar a Cristo en los demás, la
encontramos explicado por el mismo Jesús con gran fuerza en la descripción que
hace del juicio final. Allí pone de manifiesto que la razón se encuentra en la
unión profunda que él ha establecido con cada hombre: «Tuve hambre y me disteis
de comer, tuve sed y me disteis de beber» (Mt 25,35). En efecto, como enseña el
Concilio Vaticano II, «el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en
cierto modo, con todo hombre»[5]. Es imposible
amarle sin amar también al prójimo, sin aprender a amarle también en el
prójimo.
La oración, cuando es auténtica, nos lleva a
preocuparnos de los demás; de los que tenemos más cerca y de los que más
sufren. Nos lleva a saber convivir con todos y a dar cabida en nuestro corazón
también a los que no piensan como nosotros, procurando siempre su bien, con
frecuentes detalles de servicio. En ella encontramos fuerzas para perdonar y
luces para amar cada vez mejor y de modo más concreto a todos, saliendo de
nuestros egoísmos y comodidades, sin temor a complicarnos santamente la vida.
Como nos recuerda el papa Francisco, «el mejor modo de discernir si nuestro
camino de oración es auténtico será mirar en qué medida nuestra vida se va
transformando a la luz de la misericordia»[6]. Adquirir un
corazón compasivo y misericordioso, como el de Jesús —imagen perfecta del
corazón del Padre— es el fruto último de nuestra vida de oración, señal cierta
de nuestra identificación con Cristo.
[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa,
n. 75
[2] Cf. san Juan Pablo II, Enc. Veritatis
splendor, nn. 102-103.
[3] Cf. Andrés Vázquez de Prada, El Fundador
del Opus Dei, vol. 2, pp. 675-680.
[4] San Josemaría, Conversaciones, n.
114.
[5] Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium
et spes, n. 22.
[6] Francisco, Ex. Ap. Gaudete et exsultate,
n. 105.
Tomado de: https://opusdei.org/es-ve/document/conocerle-y-conocerte-xi-sois-una-carta-de-cristo/
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