Francisco Fernández-Carvajal 10 de diciembre de 2020
@hablarcondios
— El amor al Señor y el peligro de la tibieza.
— Causas de la tibieza.
— Remedios contra esta grave enfermedad del alma.
I. El que
te sigue, Señor, tendrá la luz de la vida. Será como un árbol plantado al borde
de la acequia: da fruto en su sazón, no se marchitan sus hojas1.
Nuestra vida no tiene sentido si no es junto al
Señor. ¿A dónde iremos, Señor? Solo Tú tienes palabras de vida eterna2.
Nuestros éxitos, la felicidad humana que podamos acaparar es paja que
arrebata el viento3.
Verdaderamente, podemos decirle al Señor en nuestra oración personal: «Quédate
con nosotros, porque nos rodean en el alma las tinieblas y solo Tú eres luz,
solo Tú puedes calmar esta ansia que nos consume. Porque entre todas las cosas
hermosas y honestas no ignoramos cuál es la primera: poseerte siempre a Ti,
Señor»4.
Él viene a traernos un amor que lo penetra todo como
el fuego y a darle sentido a nuestra vida sin sentido. Amor exigente es el del
Señor, que pide siempre más y nos lleva a crecer en finura del alma con Dios y
a dar muchos frutos.
Todo cristiano lleno de amor a Dios es el árbol
frondoso del que nos habla el salmo responsorial, que no se seca
jamás. Cristo mismo es quien le da vida. Pero si el cristiano deja que el amor
se enfríe, que penetre en su alma el aburguesamiento, vendrá esa grave
enfermedad interior que le dejará como paja que arrebata el viento:
es la tibieza, que vuelve la vida desamorada y sin sentido, aunque externamente
pueda parecer que nada ha cambiado. Cristo queda como oscurecido, por descuido
culpable, en la mente y en el corazón: no se le ve ni se le oye. Queda entonces
en el alma un vacío de Dios que se intentará llenar de otras cosas, que no son
Dios y no llenan, y un especial y característico desaliento impregna toda la
vida de piedad. Se pierde la prontitud y la alegría de la entrega, y la fe
queda adormecida, precisamente porque se ha enfriado el amor.
Si en algún momento notáramos que nuestra vida íntima
se aleja de Dios, hemos de saber que, si ponemos los medios, todas las
enfermedades del alma tienen curación. Las enfermedades del amor, también.
Siempre se puede volver a descubrir aquel tesoro escondido, Cristo, que una vez
dio sentido a la vida. Más fácil en los comienzos de la enfermedad, pero
también más adelante, como en el caso de aquel leproso de que nos habla San
Lucas5, que estaba cubierto de lepra, totalmente enfermo.
Pero un día decidió acercarse de verdad y humildemente a Cristo y encontró la
curación.
«Preguntaron al Amigo que cuál era la fuente del amor.
Respondió que aquella en donde el Amado nos ha limpiado de nuestras culpas, y
en la cual da de balde el agua viva, de la cual, quien bebe, logra la vida
eterna en amor sin fin»6.
En la oración abierta y franca y en los sacramentos nos espera siempre el
Señor.
II. Como
paja que arrebata el viento. Sin peso y sin frutos. Por faltas aisladas no
se cae necesariamente en la tibieza. Esta enfermedad del alma «se caracteriza
por no tomar en serio, de un modo más o menos consciente, los pecados veniales,
un estado sin celo por parte de la voluntad. No es tibieza el sentirse y
hallarse en estado de sequedad, de desconsuelo y de repugnancia de sentimientos
contra lo religioso y lo divino, porque, a pesar de todos estos estados, puede
subsistir el celo de la voluntad, el querer sincero. Tampoco es tibieza el
incurrir con frecuencia en pecados veniales, con tal de que se arrepienta uno
seriamente de ellos y los combata. Tibieza es el estado de una falta de celo
consciente y querida, una especie de negligencia duradera o de vida de piedad a
medias, fundada en ciertas ideas erróneas: que no debe ser uno minucioso, que
Dios es demasiado grande para ser tan exigente en las cosas pequeñas, que otros
también lo practican así, y excusas semejantes»7.
La tibieza nace de una dejadez prolongada en la vida
interior. Suele ir precedida siempre de un conjunto de pequeñas infidelidades,
cuya culpa –no zanjada– está influyendo en las relaciones de esa alma con Dios.
La dejadez se expresa en el descuido habitual de las
cosas pequeñas, en la falta de contrición ante los errores personales, en la
falta de metas concretas en el trato con el Señor. Se vive sin verdaderos
objetivos en la vida interior que atraigan e ilusionen. «Se va tirando». Se ha
dejado de luchar por ser mejores, o se lleva una lucha ficticia o ineficaz8.
Se abandona la mortificación, y «con el cuerpo pesado y harto de mantenimiento,
muy mal aparejado está el ánimo para volar a lo alto»9.
El estado de tibieza se parece a una pendiente
inclinada que cada vez va separando más de Dios. Casi insensiblemente nace una
cierta preocupación por no excederse, por quedarse en el límite, en lo
suficiente para no caer en el pecado mortal, aunque se descuida y se acepta sin
dificultad el venial.
El alma tibia justifica esta actitud de poca lucha y
de falta de exigencia personal con razones de naturalidad, de eficacia, de
trabajo, de salud, etc., que ayudan al tibio a ser indulgente con sus pequeños
afectos desordenados, apegos a personas o cosas, comodidades que llegan a
presentarse como una necesidad subjetiva. Las fuerzas del alma se van
debilitando cada vez más.
Cuando hay tibieza, falta un verdadero culto interno a
Dios en la Santa Misa; las Comuniones suelen estar acompañadas de una gran
frialdad por falta de amor y de preparación. La oración suele ser vaga, difusa,
dispersa: no hay un verdadero trato personal con el Señor. El examen
–consecuencia de una especial sensibilidad– queda ahora abandonado, bien porque
se deja de hacer, o porque se hace de modo rutinario, sin fruto.
En ese triste estado, el tibio pierde el deseo de un
acercamiento profundo a Dios (que prácticamente se da por imposible): «Me duele
ver el peligro de tibieza en que te encuentras –se dice en Camino–
cuando no te veo ir seriamente a la perfección dentro de tu estado»10.
En resumen: «Eres tibio si haces perezosamente y de
mala gana las cosas que se refieren al Señor; si buscas con cálculo o
“cuquería” el modo de disminuir tus deberes; si no piensas más que en ti y en
tu comodidad; si tus conversaciones son ociosas y vanas; si no aborreces el
pecado venial; si obras por motivos humanos»11.
Luchemos para no caer jamás en esa enfermedad del
alma, estemos alerta para percibir los primeros síntomas, acudamos con
prontitud a Santa María. Ella aumenta siempre nuestra esperanza, y nos trae la
alegría del nacimiento de Jesús: Alégrate y goza, hija de Jerusalén:
mira a tu Rey que viene; no temas, Sión, tu salvación está cerca12.
Nuestra Señora, cuando acudimos a Ella, nos lleva a su
Hijo.
III.
Fomentar el espíritu de lucha, nos llevará a cuidar cada día el examen de
conciencia. De ahí sacaremos frecuentemente un punto en el que mejorar para el
día siguiente y un acto de contrición por las cosas en que aquel día no fuimos
del todo fieles al Señor. Este amor vigilante, deseo eficaz de buscar al Señor
a lo largo del día, es el polo opuesto a la tibieza, que es dejadez, falta de
interés, pereza y tristeza en nuestras obligaciones de piedad para con Él.
Este deseo de lucha no nos llevará siempre a la
victoria: habrá fracasos, pero el desagravio y la contrición nos acercarán más
a Dios. La contrición rejuvenece el alma.
«Ante nuestras miserias y nuestros pecados, ante
nuestros errores –aunque, por la gracia divina, sean de poca monta–, vayamos a
la oración y digamos a nuestro Padre: ¡Señor, en mi pobreza, en mi fragilidad,
en este pobre barro mío de vasija rota, Señor, colócame unas lañas y –con mi
dolor y con tu perdón– seré más fuerte y más gracioso que antes! Una oración
consoladora, para que la repitamos cuando se destroce este pobre barro nuestro»13.
Y, de nuevo, cerca de Cristo. Con una alegría nueva,
con una humildad nueva. Humildad, sinceridad, arrepentimiento... y volver a
empezar. Hay que saber empezar una vez más; todas cuantas veces haga falta.
Dios cuenta con nuestra fragilidad.
Dios perdona siempre, pero es preciso levantarse,
arrepentirse, ir a la Confesión cuando sea necesario. Hay una alegría profunda,
incomparable, cada vez que recomenzamos. A lo largo de nuestra vida hemos de
hacerlo muchas veces, porque faltas las habrá siempre y tendremos deficiencias,
fragilidades, pecados. Quizá este rato de oración nos puede servir para
recomenzar una vez más. El Señor cuenta con nuestros fracasos, pero también
espera de nosotros muchas pequeñas victorias a lo largo de nuestros días. Así
no caeremos en el aburguesamiento, en la dejadez, en el desamor.
1 Salmo
responsorial de la Misa, Sal 1, 1-4. —
2 Cfr. Jn 6,
68. —
3 Salmo
responsorial. —
4 San
Gregorio Nacianceno, Epístola, 212. —
5 Cfr. Lc 5,
12-13. —
6 R.
Llull, Libro del Amigo y del Amado, 115. —
7 B.
Baur, La confesión frecuente, p. 103.
—
8 Cfr. F.
Fernández Carvajal, La tibieza, pp. 28-42. —
9 San
Pedro de Alcántara, Trat. de la oración y meditación, 2, 3.
—
10 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 326. —
11 Ibídem,
n. 331. —
12 Antífona
2 de las lecturas del Oficio divino. —
13 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 95.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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