Francisco Fernández-Carvajal 26 de agosto de 2021
@hablarcondios
— El
aceite que mantiene encendida la luz de la caridad es la intimidad con Jesús.
— El
brillo de las buenas obras.
— Ser
luz para los demás.
I. El
Evangelio de la Misa1 nos
relata una costumbre judía; el Señor la emplea para darnos una enseñanza acerca
de la vigilancia que hemos de tener sobre nosotros mismos y sobre los demás.
Nos dice Jesús: El Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes,
que tomando sus lámparas salieron a recibir al esposo... Estas
vírgenes son las jóvenes no casadas, damas de honor de la novia, que esperan en
casa de esta al esposo. La enseñanza se centra en la actitud que se ha de tener
a la llegada del Señor. Él viene a nosotros, y debemos aguardarle con espíritu
vigilante, despierto el amor, pues –dice San Gregorio Magno comentando esta
parábola– «dormir es morir»2.
Cinco
de estas vírgenes –leemos en la parábola– eran necias, pues no
llevaron consigo el aceite necesario, por si tardaba en llegar el esposo. Las
otras cinco fueron previsoras, prudentes, y junto con las
lámparas llevaron aceite en sus alcuzas. Unas y otras se durmieron, pues la
espera fue larga. Pero cuando a medianoche se oyó la voz: Ya está ahí
el esposo, solo las que habían llevado el aceite se encontraron preparadas
y pudieron participar en las bodas. Las otras, a pesar de sus esfuerzos,
quedaron fuera.
El
Espíritu Santo nos enseña que no basta haber iniciado el camino que nos lleva a
Cristo: es preciso mantenernos en él con un alerta continuo, porque la
tendencia de todo hombre, de toda mujer, es la de suavizar la entrega que lleva
consigo la vocación cristiana. Casi sin darnos cuenta, se introduce en el alma
el deseo de hacer compatible el seguir de cerca a Cristo con un ambiente
aburguesado. Es necesario estar atentos porque puede ser muy fuerte la presión
de un ambiente que tiene como norma de vida la búsqueda insaciable del confort
y de la comodidad. Entonces seríamos semejantes a esas vírgenes, inicialmente
llenas de buen espíritu, pero que se cansan pronto y no pueden salir a recibir
al Esposo, para lo que se habían estado preparando toda la jornada.
Si no estuviéramos alerta, el Señor nos encontraría sin el brillo de las buenas
obras, dormidos, con la lámpara apagada. ¡Qué pena si un cristiano, después de
años y años de lucha, se encontrara al final de su vida con que sus actos
carecieron de valor sobrenatural porque les faltó el aceite del amor y de la
caridad! No olvidemos que la luz de la caridad debe informar las relaciones
familiares, sociales..., el trato con los amigos, con los clientes, con esas
personas que encontramos ocasionalmente.
La
virtud teologal de la caridad debe alumbrar siempre nuestros actos, en toda
circunstancia, en todo momento: cuando nos encontramos bien y en la enfermedad,
y en el cansancio, y en el fracaso; entre personas de trato amable y con
quienes la convivencia resulta más áspera o difícil; en el trabajo, en la
familia..., siempre. «En el alma bien dispuesta hay siempre un vivo, firme y
decidido propósito de perdonar, sufrir, ayudar y una actitud que mueve siempre
a realizar actos de caridad. Si en el alma ha arraigado este deseo de amar y
este ideal de amar desinteresadamente, tendrá con ello la prueba más
convincente de que sus comuniones, confesiones, meditaciones y toda su vida de
oración están en orden y son sinceras y fecundas»3.
El
aceite que mantiene encendida la caridad es la oración cuidada y llena de amor:
la intimidad con Jesús. No es difícil observar que la caridad no se vive
frecuentemente, incluso entre muchos que tienen el nombre de cristianos. «Pero,
considerando las cosas con sentido sobrenatural, descubrirás también la raíz de
esa esterilidad: la ausencia de un trato intenso y continuo, de tú a Tú, con
Nuestro Señor Jesucristo; y el desconocimiento de la obra del Espíritu Santo en
el alma, cuyo primer fruto es precisamente la caridad»4.
II. El
seguimiento de Cristo nace del Amor y en el Amor encuentra su alimento. El
aburguesamiento constituye un fracaso de esos deseos grandes de seguir al
Maestro; tenemos que ser muy sinceros con Dios y con nosotros mismos, para
estar siempre abiertos a sus requerimientos, combatiendo el egoísmo. Quien se
apega a una vida cómoda, quien rehúye la abnegación y el sacrificio o se deja
llevar solo por ansias de satisfacciones personales, no encontrará las fuerzas
necesarias para darse a Dios y a los demás con todo el corazón y con toda el
alma.
«Hay
también otros que afligen su cuerpo con la abstinencia, pero de esa misma
abstinencia suya solicitan favores humanos; se dedican a enseñar, dan muchas
cosas a los indigentes; pero en realidad son vírgenes necias,
porque solo buscan la retribución de la alabanza pasajera»5.
Son aquellos a quienes falta rectitud de intención: sus obras quedan vacías.
El
Señor nos pide perseverancia en el amor, que ha de ir creciendo siempre,
sintiendo en cada época y situación la alegría de servir a Cristo. Esforzaos
y fortaleced vuestro corazón todos los que esperáis en Yahvé6,
nos aconseja el Espíritu Santo. Sin desánimos, perseverantes en el esfuerzo
diario, para que el Amor nos encuentre preparados cuando venga. «¿Acaso no son
estas vírgenes prudentes –comenta San Agustín– las que perseveran hasta el fin?
Por ninguna otra causa, por ninguna otra razón se las habría dejado entrar sino
por haber perseverado hasta el final... Y porque sus lámparas arden hasta el
último momento, se les abren de par en par las puertas y se les dice que
entren»7: han alcanzado el fin de sus vidas.
Cuando
el cristiano pierde esa actitud atenta, cuando cede al pecado venial y deja que
se enfríe el trato de amistad con Cristo, se queda a oscuras; sin luz para sí
mismo y para los demás, que tenían derecho al influjo de su buen ejemplo.
Cuando se va dejando a un lado el espíritu de mortificación y se descuida la
oración..., la luz languidece y acaba por apagarse, «y después de tantos
trabajos, después de tantos sudores, después de aquella valiente lucha y de las
victorias conseguidas contra las malas inclinaciones de la naturaleza, las
vírgenes fatuas hubieron de retirarse avergonzadas, con sus lámparas apagadas y
la cabeza baja»8. No está el amor a Dios en haber comenzado –incluso con mucho
ímpetu–, sino en perseverar, en recomenzar una y otra vez.
Las
fatuas «no es que hayan permanecido inactivas: han intentado algo... Pero
escucharon la voz que les responde con dureza: no os conozco (Mt 25,
12). No supieron o no quisieron prepararse con la solicitud debida, y se
olvidaron de tomar la razonable precaución de adquirir a su hora el aceite. Les
faltó generosidad para cumplir acabadamente lo poco que tenían encomendado.
Quedaban en efecto muchas horas, pero las desaprovecharon.
»Pensemos
valientemente en nuestra vida. ¿Por qué no encontramos a veces esos minutos,
para terminar amorosamente el trabajo que nos atañe y que es el medio de nuestra
santificación? ¿Por qué descuidamos las obligaciones familiares? ¿Por qué se
mete la precipitación en el momento de rezar, de asistir al Santo Sacrificio de
la Misa? ¿Por qué nos faltan la serenidad y la calma, para cumplir los deberes
del propio estado, y nos entretenemos sin ninguna prisa en ir detrás de los
caprichos personales? Me podéis responder: son pequeñeces. Sí, verdaderamente:
pero esas pequeñeces son el aceite, nuestro aceite, que mantiene viva la llama
y encendida la luz»9.
El
deseo de amar siempre más a Cristo, la lucha contra los defectos y flaquezas,
recomenzando una y otra vez, es lo que mantiene encendida la llama, es el
aceite de la vasija, que no permite que se apague el brillo de la caridad. El
Señor nos espera en el trabajo, en la familia, en la diversión... Somos todo de
Él, en cualquier situación en la que nos hallemos. El brillo de la caridad debe
lucir siempre.
III. De
esa actitud vigilante que el Señor desea que mantengamos en el corazón han de
beneficiarse quienes están más cerca. Es mucho lo que pesa en ocasiones un
ambiente movido por una concepción puramente material de la vida y los malos
ejemplos de quienes tendrían que ser señales indicadoras; es mucha, a veces, la
inclinación de las pasiones «que tiran para abajo»..., pero puede más la fuerza
de la caridad bien vivida. Frater qui adiuvatur a fratre, quasi civitas
firma10, el hermano ayudado por su hermano es tan fuerte corno una
ciudad amurallada, que el enemigo no puede asaltar. Es mayor el poder del bien
que el del mal. De aquí la importancia de nuestra vida: es necesario que seamos
como lámparas encendidas, que alumbren el camino de muchos.
Debemos
amparar y proteger a esas personas con las que el Señor ha querido que tengamos
unos vínculos más estrechos y un trato particular..., y a la humanidad entera,
con los cuidados de una fraternidad bien vivida: ayudándoles diariamente con la
oración, avisándoles oportuna y delicadamente a través de la corrección
fraterna cuando nos demos cuenta de que en su vivir se están introduciendo
modos y costumbres que desdicen de un buen cristiano, con un consejo que les ayuda
a mejorar su vida familiar o profesional, con una palabra de aliento en
momentos de desánimo, comprendiendo sus errores y defectos y ayudándoles a
superarlos... Hasta con el saludo podemos hacerles bien, pues «el saludo –dice
Santo Tomás– es cierta especie de oración»11:
en él deseamos la paz de su alma, que Dios esté con ellos...
Frater
qui adiuvatur a fratre quasi civitas firma, el hermano ayudado
por su hermano es tan fuerte como una ciudad amurallada. Si nos dejamos ayudar
y nos damos de verdad a quienes están a nuestro lado podremos esperar a Cristo
que llega y nos introducirá en el banquete de bodas, en el Amor sin
medida y sin fin.
1 Mt 25,
1-13. —
2 San
Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 12, 2.
—
3 B.
Baur, En la intimidad con Dios, p. 247. —
4 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 236. —
5 San
Gregorio Magno, o. c., 12, 1. —
6 Sal 30,
25. —
7 San
Agustín, Sermón 93, 6. —
8 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre los Evangelios, 78, 2.
—
9 San
Josemaría Escrivá, o. c., 41 —
10 Cfr. Liturgia
de las Horas, II, p. 221. Preces Visperae. Prov 18,
19. —
11 Santo
Tomás, Catena Aurea, vol. I, p. 334.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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