Humberto García Larralde 24 de agosto de 2021
Como
toda dictadura, la venezolana descansa en militares dispuestos a emplear la
violencia para sostenerse en el poder, contrariando el ordenamiento
constitucional. Se ha dedicado a expoliar el país, destruyendo su economía.
Junto con las sanciones impuestas por violar derechos humanos, tráfico de
drogas y por otros ilícitos, necesita el apoyo externo de países cómplices para
mantener sus aparatos represivos. Asimismo, al haber desmantelado el marco
institucional sobre el que legitimó inicialmente su mandato, se arropa con una
narrativa “revolucionaria” para reducir su vulnerabilidad ante la crítica,
tanto interna como externa. Pero ante su desgaste en el poder, el chavismo se
vio en la necesidad de ir modificando su sentido. Para fines de exposición,
diremos que ha habido dos grandes momentos de la narrativa chavista: 1) un
momento inicial, de cosecha; y 2) un momento de atrincheramiento.
La
prédica de Chávez cumplió inicialmente con los fines clásicos de toda
ideología: aglutinar voluntades en torno a unos valores y sueños compartidos,
para avanzar objetivos políticos destinados a tomar y conservar el poder. Muy
probablemente, él y sus partidarios creyesen en lo que estaban pregonando. En
todo caso, su retórica cosechó valores y creencias que formaban parte de la
cultura política existente. Su discurso se alimentó de la misma matriz de
aspiraciones que habían sembrado AD y COPEI. Cabalgó sobre el PetroEstado
dispendioso para prometer que haría realidad lo que éstos habían ofrecido, pero
no cumplido. Siendo Venezuela un país bendecido por recursos naturales que le
deparaban una fabulosa renta, tal incumplimiento era señal de que los gobiernos
anteriores estaban al servicio de una oligarquía corrupta y no del “Pueblo”.
Chávez, redentor; acabaría con tales inconsecuencias.
En su
cruzada, introdujo tres elementos que alteraron la dinámica política existente:
1) se proyectó como un “outsider”, colmado de las mejores intenciones e
incontaminado por las triquiñuelas de los cogollos partidistas; 2) Se erigió en
auténtico heredero de Simón Bolívar, cuyo sueño para con Venezuela había sido
traicionado por la oligarquía que dominó la “cuarta república”, incluyendo a la
democracia representativa adeco-copeyana; y 3) Lo anterior lo tradujo en la
presencia de enemigos del “Pueblo” que él ofrecía combatir. Contaba con los
militares, supuestos “herederos del ejército libertador”. En fin, ofreció
refundar la república, rescatando sus propósitos originarios.
Chávez
desató una ofensiva populista contra la institucionalidad democrática que marcó
una ruptura con los gobiernos anteriores. Pero, al descansar su proyecto en un
Estado paternalista y protagónico, nutrido de rentas petroleras que él pensaba
inagotables, también hubo continuidad con éstos. A pesar del sesgo abiertamente
fascista de su prédica, repleta de proclamas patrioteras y militaristas,
invocaciones épicas, llamados al combate contra los enemigos y descalificación
de sus opositores como “apátridas”, su prédica tuvo acogida en un pueblo
acostumbrado a esperar todo del Estado rentista y formado en el culto a
Bolívar; el hombre providencial, salvador. Ello se facilitó, además, por una
historia oficial que, lamentablemente, siempre acentuó las batallas y no los
esfuerzos civiles por construir una república. Alimentó, así, una disposición a
poner nuestro destino en manos del hombre fuerte a caballo.
Chávez
encarnó un moralismo maniqueo y voluntarista. Para redimir al noble Pueblo
explotado por la oligarquía corrupta, debía desmantelar toda restricción
institucional que podía interponerse a estos fines. Asimismo, debía someter al
sector privado para que su accionar correspondiese con esta misión. Al sucumbir
al tutelaje depredador de Fidel Castro, las ansias de poder de Chávez
encontraron un asidero más aplastante en retóricas antiimperialistas
construidas en torno a la mitología comunista. Encontró eco en los delirios de
partidarios suyos izquierdosos de que estaban haciendo una “revolución”. Aun
cuando ello acentuó la ruptura con el discurso político tradicional, la
captación de enormes rentas por el alza en los precios mundiales del crudo le
permitió acompañar su prédica con un “socialismo de reparto” a través de las
misiones sociales, que impidió la erosión de su respaldo. No obstante, sus
intemperancias y atropellos dificultaban cosechar nuevos apoyos. Cobraban
fuerza opciones políticas opositoras.
La
sucesión de Chávez por un desangelado Maduro, privado en poco tiempo del
portentoso ingreso petrolero que había sostenido a aquél y heredero del
desastre económico y de las enormes deudas que había incubado bajo la
superficie de su socialismo redentor, obligó a cambiar la funcionalidad del
discurso “revolucionario”. Las penurias crecientes de la población llevan a
Maduro a apelar abiertamente a la represión, dificultando atraer a nuevos
adeptos con la narrativa preexistente, incapaz de competir provechosamente con
relatos alternativos de fuerzas pro-democracia. La ruptura del Estado de
Derecho dio paso a un régimen de expoliación, base de la complicidad de
militares corruptos con la destrucción del país, que había que “justificar”. La
ideología se va transformando en un instrumento de guerra que insta a sus
partidarios –cada vez más reducidos– a cerrar filas ciegamente detrás del
régimen y a absolver sus atropellos y estropicios. Es el momento del
atrincheramiento ideológico, que termina por blindar la acción oficial frente a
las críticas crecientes a su gestión, tanto domésticas como foráneas.
Chávez,
por supuesto, había avanzado mucho en este camino, acosando a periodistas y
medios de comunicación independientes y elevando su retórica de odio contra
quienes lo adversaban. Los simbolismos invocados y las categorías discursivas
empleadas terminaron construyendo una “realidad alterna”, refugio para el
contingente decreciente de partidarios de la “revolución”. Metidos en su
burbuja, devinieron en secta, inmunes a todo intento de interlocución con base
en razones y referentes del mundo externo. Esta retraída rompía, también, con
la distinción entre bien y mal que dimana de la ética de convivencia en una
sociedad liberal. Ahora privaría una “moral revolucionaria” según la cual lo
correcto sería todo aquello que hiciese avanzar los fines del chavismo, es
decir, una mayor concentración del poder para aplastar al enemigo. Los enormes
latrocinios cometidos, más la violación descarada de derechos humanos, solo
eran inventos del imperio y de la “ultraderecha” opositora. Se afianzó, así, la
“banalidad del mal”; la capacidad de cometer las mayores crueldades sin
pestañear.
El
espíritu de secta, atrincherado tras verdades reveladas, endurece al núcleo
madurista. Asume su misión como un apostolado, una tropa, dispuesta al combate
y obligada a creer los disparates que vocifera. La quintaesencia del fascismo.
Un asunto de fe. Habiendo conquistado a Venezuela, nadie se los va a quitar.
Por otro lado, los simbolismos y clichés blandidos suelen despertar, cual arco
reflejo, solidaridades automáticas en sectores académicos y políticos foráneos,
consustanciados con visiones primitivas de izquierda. Esa izquierda invertida
(¿pervertida?) –pues defiende todo lo que pregona combatir—tiene influencia
variada. Dependiendo del país que se trate, contribuye a obnubilar la verdadera
naturaleza criminal de regímenes como los de Maduro, Ortega y los Castro. Puede
llevar a quienes se han ofrecido como custodios de que la negociación sea
provechosa, a dejarse confundir por los intentos de trampear del fascismo.
El
éxito de un proceso negociador entre Maduro y la oposición democrática requiere
aislar a los fanáticos para poder identificar, con el oficialismo menos
alienado, posibilidades de acuerdo. Por tanto, la lucha por la democracia en
nuestro país requiere, también, desenmascarar la hipocresía de sus postulados,
ante la comunidad democrática y los sectores menos dañados del chavismo.
Humberto
García Larralde
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