Juan Guerrero 26 de agosto de 2021
@camilodeasis
Esa
tarde no nos esperábamos la llegada de la enfermera. Una señorita uniformada
que venía de la Sanidad. Ella tenía una forma muy particular de tocar a la
puerta, caminar y saludar. Con su falda a medio paso, marrón, su blusa blanca
manga corta y sus zapatos marrones de tacón corto y medias de nylon, entraba
sosteniendo una bandeja de metal y saludándonos con su sonrisita un tanto
sarcástica. –Buenas tardes, cómo están ustedes. Acto seguido, nuestra maestra
con su voz segura y de tono firme, ordenaba: -Niños, de pie. –Saluden a la
señorita. Todos al unísono, respondíamos: -Buenas tardes, señorita.
Pero
como ya era tradicional en nosotros, de inmediato dirigíamos nuestras miradas a
quien sería el primero de la lista, Acosta Villar, Freddy. Era un negrito
carbón que pelaba los ojos mientras todos lo seguíamos mirando con burla y
también con curiosidad. Nos relajábamos cruzando los brazos y dejándolos caer
en el pupitre, donde apoyábamos la cabeza como queriendo desaparecer por debajo
del mueble.
Eran
los tiempos de las vacunas. Tantas, que ya hasta nos habíamos acostumbrado a
ellas. También a montarnos en el viejo autobús amarillo de la Malariología,
donde nos llevaban a la medicatura para los exámenes de sangre, revisarnos la
piel y los dientes. Eran tiempos de limpieza general, del aseo y la revisión
higiénica que comenzaba siempre a las 7 de la mañana, después de entonar el himno
nacional y del estado Zulia.
La
maestra, Josefa de Morles, se colocaba frente a la entrada del salón y ordenaba
dos filas. Primero entraban las niñas y luego, los varones. Teníamos que
extender los brazos frente a ella, doblar y mostrar las palmas de las manos,
también los dedos y dejar al descubierto las uñas, abrir la boca y sacar la
lengua, ladear la cabeza de un lado y luego del otro, mientras ella se acercaba
y miraba las orejas y nos olía, cual can husmeando entre nuestras axilas.
Pero
ahí seguíamos contemplando a la señorita enfermera mientras ordenaba los
frasquitos, jeringas, algodones y el oloroso alcohol. Ellas conversaban y
nosotros rogábamos que se alargara la tertulia deseando que algún milagro
ocurriera. Mirábamos a Freddy mientras se iba transformando, emblanqueciendo de
tanto nervio y angustia. El tiempo se detenía, como ahora, y de repente las dos
mujeres, como siguiendo un ritual previamente acordado, una alzaba el frasquito
y con la mano derecha, pinchaba con la jeringa, mientras la maestra, sacudía la
carpeta de asistencia y lanzaba por los aires a nuestro conejillo de indias:
-Acosta Villar, Freddy.
Como
un autómata se paró y de inmediato, frente a la enfermera, desnudó su brazo
izquierdo. –No mi corazón, dijo la enfermera. –Esta es diferente. Tienes que
desabotonarte la camisa, y te pones un poco inclinado bajando la cabecita,
mientras yo te alzo por detrás la camisa y la franelilla hasta arriba. Acto
seguido, le clavó la jeringa en la espalda y nuestro héroe hizo solo un respiro
tan hondo, que se le marcó todo el costillar cual perro callejero.
Esa
tarde todos en el salón lloramos, otros gritaron, otros sollozaron, pero al
final, la maestra sentenció, junto con la enfermera: -Se han portado muy bien,
¡felicitaciones!
En el
recreo nadie dijo nada. Nadie preguntó, como por estos tiempos: ‘Para qué era
esa vacuna’, ‘de qué laboratorio es’, ‘qué efecto tiene’, ‘qué país la
fabricó’. Nada de nada. La maestra y la enfermera, solas, tomaban la decisión y
¡zas!, te pinchaban y listo. No había caricias, ni ‘pobrecito’, ni si ‘es
posible para mañana, o el otro día, o tengo tos’. Nada. Tampoco en la casa. Uno
llegaba y apenas le decía a la mamá, o al hermano: -Me pusieron la vacuna (así,
en la pura generalidad), y luego escuchabas: -Ajá. ¿Y te dolió? Luego, la
respuesta era un encogerse de hombros y seguir al cuarto o al patio, a
lamentarse en la soledad de uno con uno mismo, y nada más.
Ahora,
no. Ahora es un puje tras puje. Una criticadera, una duda, una preguntadera
generalizada. Lo viví hace poco. Yo mismo me vi entre una larga fila de
preguntones: -¿Será que esa vacuna china sirve? ¿O mejor esperamos la rusa?
Mientras la mujer en la medicatura seguía con su cara bien lavada y
descubierta, llamando y ordenando a la gente para el pinchazo.
Total,
escucho a alguien a mi lado murmurar: -Es que el porcentaje de efectividad de
esta vacuna es inferior a las que existen en otros países. Lo observo, apenas
si sabe manipular su costoso teléfono de última generación. La gente se
desordena, tanto por la espera como por tanto infiltrado que llega de último y
lo pasan de primero.
Después
de tres horas, en medio de una lluvia mañanera y con hambre de perro, da igual
la que nos pongan. Pienso en mis tiempos de cuando era niño. Había orden y la
maestra y la enfermera disponían de nuestro mundo y nosotros, a fin de cuentas,
confiábamos en ellas y en las vacunas.
Juan
Guerrero
@camilodeasis
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