Carolina Gómez-Ávila 22 de agosto de 2021
Asia
siempre me pareció incomprensible y no pretendo descifrarla. Pero la humanidad
comparte un momento histórico y, quienes mantenemos una aspiración de
ciudadanía, volteamos hacia cualquier rincón del planeta que viva conflictos
que nos recuerden al nuestro.
Creo
que lo hacemos para intentar aprender de aquella situación y ver qué podemos
traer a la nuestra. Comparamos métodos, imaginamos soluciones. Como mujer,
estoy especialmente preocupada e interesada en la reacción de las afganas. Sus
vidas están en riesgo y la amenaza es cruel.
Pashtana
Durrani es una mujer afgana, directora ejecutiva de una oenegé dedicada a la
educación de mujeres y niñas. No sabía de su existencia hasta hace tres o
cuatro días cuando la escuché en una entrevista:
«Si
los talibanes se enfrentan a mí, prohibiendo el acceso de niñas a colegios, yo
me enfrentaré a ellos poniendo antenas para que tengan internet gratis y daré
mis clases a través de Facebook. Si limitan lo que se puede enseñar, subiré más
libros a mi biblioteca en línea. Si limitan el acceso a internet mandaré libros
a las casas, si limitan a los profesores, empezaré una escuela clandestina.
Tengo respuestas a sus «soluciones», así que veremos qué pasa».
Durrani
nos explica de qué se trata la resistencia, en primer lugar. Y de qué está
hecho el feminismo, en segundo.
Me
interesé en saber más de ella. No encontré una declaración suya que moviera a
lástima, que inspirara compasión, que nos reblandeciera. La vi pedir
solidaridad, nunca empatía y pensé, una vez más, en lo confundidos que están
estos conceptos en Venezuela.
La
solidaridad implica desprendernos de algo para dárselo a otros —dinero, bienes,
trabajo— sin esperar nada a cambio. La empatía implica ponerse en el lugar del
otro y hacer propio el sufrimiento ajeno reaccionando a él. Se puede ser
solidario sin ser empático y viceversa. De hecho, pasa a menudo.
Volviendo
al asunto, ya tengo algunos días viendo, escuchando y leyendo a varias afganas
que me parecieron como Durrani. Ninguna insultaba a los talibanes ni mostraba
fotos de niños muertos, huérfanos o de los juguetes abandonados por los niños
forzados a huir. Tampoco noté que los periodistas hicieran énfasis en esos
detalles sino en el riesgo que corrían sus vidas y en lo perentorio que era
actuar para evitar agravar la situación.
Pero
sí las vi, leí y escuché protestando desafiantes en las calles —en algunos
casos, acompañadas por hombres solidarizados con la protesta— o anunciando las
próximas acciones destinadas a defender sus derechos y a dar vida a sus
ideales. Enfocadas en el futuro inmediato, determinadas a continuar incluso en
un entorno muy peligroso.
Para
no idealizar a nadie, Durrani recibe apoyo de la fundación de Malala Yousafzai,
la joven pakistaní a quien recordamos por el Nobel de la Paz que recibió en
2014 con apenas 17 años y quien, por cierto, el año pasado se graduó de
licenciada en filosofía, política y economía en la Universidad de Oxford.
Durrani
obtuvo la solidaridad de Yousafzai. Esto significa que recibió dinero de
alguien que entendió que debía ayudar a otra que no conocía, independientemente
de su nacionalidad y simpatías en función de un interés superior compartido.
Cabría
preguntarse si encontraron tanta fuerza en su fe. Creo que profesar una fe
ayuda a fortalecer el espíritu. Como he sabido de católicas, protestantes y
judías con igual fuerza, carácter y determinación, pienso que sí, que la fe las
puede ayudar pero que no es relevante cuál de ellas profesen.
Lo que
sí es definitorio es que todas renunciaron a refocilarse en su desgracia. No
cayeron en la tentación de la autocompasión y no perdieron tiempo en lamerse
las heridas mutuamente. Seguramente parezcan inexpresivas y distantes pero son
útiles. Quizás estén curadas de espanto y por eso valoren más la solidaridad
que la empatía.
En
tiempos desdichados, este es el único coraje productivo y, si no podemos
ayudarlas solidariamente, nos corresponde aprender de ellas:
«Estoy
dispuesta a ponerme de pie, creo que ha llegado la hora. No puedo esperar a que
venga otro hombre blanco a rescatar a las mujeres de Afganistán y no son ellos
los que nos tienen que rescatar. Es nuestro momento, es nuestro país y nosotras
somos las que deberíamos demostrarlo. Yo quiero demostrarlo».
Carolina
Gómez-Ávila
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico