Opus Dei 09 de octubre de 2021
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Comentario
del domingo de la 28° semana del tiempo ordinario (Ciclo B). “Jesús fijó en él
su mirada y quedó prendado de él”. Dios nos ama tanto que a veces nos cuesta
creerlo. Sus gestos, son los gestos de un enamorado. El Señor no tiene prisa
con nosotros, siempre tiene tiempo de fijar en cada uno su mirada.
Evangelio
(Mc 10, 17-30)
En
aquel tiempo, cuando salía para ponerse en camino, vino uno corriendo y,
arrodillado ante él, le preguntó:
-Maestro
bueno, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?
Jesús
le dijo:
-¿Por
qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino uno solo: Dios. Ya conoces los
mandamientos: “no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falso
testimonio”, no defraudarás a nadie”, honra a tu padre y a tu madre”.
-Maestro,
todo esto lo he guardado desde mi adolescencia -respondió él.
Y
Jesús fijó en él su mirada y quedó prendado de él. Y le dijo:
-Una
cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás
un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme.
Pero
él, afligido por estas palabras, se marchó triste, porque tenía muchas
posesiones.
Jesús,
mirando a su alrededor, les dijo a sus discípulos:
-¡Qué
difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas!
Los
discípulos se quedaron impresionados por sus palabras. Y hablándoles de nuevo,
dijo:
-Hijos,
¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil a un camello pasar por
el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios.
Y
ellos se quedaron aún más asombrados diciéndose unos a otros:
-Entonces,
¿quién puede salvarse?
Jesús,
con la mirada fija en ellos, les dijo:
-Para
los hombres es imposible, pero para Dios no; porque para Dios todo es posible.
Comenzó
Pedro a decirle:
-Ya
ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.
Jesús
respondió:
-En
verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa, hermanos o hermanas,
madre o padre, o hijos o campos por mí y por el Evangelio, que no reciba en
este mundo cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos,
con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna.
Comentario
El
pasaje del Evangelio que nos presenta la liturgia de este domingo es de una
altísima carga dramática. Nos topamos, en pocos versículos, con la desesperada
búsqueda de felicidad que compartimos todos los seres humanos, esa sed de
sentido que anida en cada corazón y que anhelamos por todos los medios
satisfacer.
La
urgencia de esa necesidad la podemos notar en el primer gesto del joven rico:
vino a Jesús corriendo. Sabía que estaba delante de una
oportunidad única de resolver sus más profundas inquietudes y por eso no quiere
dejar pasar ese tren. Una carrera en la que nos vemos reflejados todos.
Después, se arrodilló delante del Señor, añadiendo a esa prisa
de su llegada ese gesto propio de los que suplican.
Sin
embargo, aunque ese joven sea un reflejo en el que todos podemos vernos
proyectados, esta vez podemos fijarnos más concretamente en la actitud de
Jesús, para que sea su imagen la que ilumine esa búsqueda de la que venimos
hablando. En concreto, llama la atención y remueve el corazón leer esa
expresión escueta pero llena de contenido que nos ofrece san Marcos: Jesús
fijó en él su mirada y quedó prendado de él.
Por
desgracia, muchas personas siguen pensando que hace falta correr detrás de la
felicidad hasta alcanzarla, y no se dan cuenta de que no hace falta
perseguirla: la felicidad ha venido hasta nosotros, es ella la que corre detrás
de cada uno y simplemente espera que nos giremos y nos dejemos abrazar por
ella. Porque la felicidad se encarnó y se hizo Hombre: “La felicidad que
buscáis, la felicidad que tenéis derecho de saborear, tiene un nombre, un
rostro: el de Jesús de Nazaret”[1].
Dios
nos ama tanto que a veces nos cuesta creerlo. Pero los gestos de Cristo en este
pasaje evangélico no dejan lugar a dudas: son los gestos de un enamorado.
El Señor
no tiene prisa con nosotros: tiene tiempo de fijar su mirada. Nosotros,
en cambio, tantas veces, tratamos a Jesús con prisa, porque estamos demasiado
ocupados buscando la felicidad allí donde no se encuentra.
El
Señor se deleita en nosotros: hasta el punto de que los testigos oculares de
esta escena reconocen en su mirada que quedó prendado de ese
joven anhelante de un sentido para su vida. El testimonio de la Sagrada
Escritura y de los santos es unánime en ese sentido: las delicias del Señor son
estar entre los hijos de los hombres, nos dice el libro de los Proverbios[2]; y san
Josemaría no duda en afirmar que la Trinidad se ha enamorado del hombre[3].
Sabemos
que el desenlace de este pasaje es triste. El joven se fue tan rápido como
vino, tan pronto el Señor le dijo lo mismo que nos dice a nosotros: “Dame, hijo
mío, tu corazón”[4]. La felicidad
ha venido a buscarnos: depende de nosotros darnos cuenta de que “es muy poco lo
que se me pide, para lo mucho que se me da”[5]. De aceptar la
llamada de Jesús, hasta el fondo y sin miedo, dependerá que nuestra vida sea
feliz y eterna como la de los santos, o pase al olvido como este joven del que
no quedó registrado ni siquiera el nombre.
[1] Benedicto
XVI, discurso durante la JMJ de Colonia, 18 de agosto de 2005.
[2] Cfr.
Proverbios 8, 31.
[3] Cfr. Es
Cristo que pasa, n. 84.
[4] Proverbios
23, 26.
[5] San
Josemaría, Surco, n. 5.
Tomado
de: https://opusdei.org/es-ve/gospel/evangelio-vigesimoctavo-domingo-ordinario-ciclo-b/
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