Marta de la Vega 12 de octubre de 2021
Esta afirmación es válida en Venezuela y a escala internacional en un triple sentido. Miseria material o económica. Miseria espiritual o moral. Miseria política o de gestión pública. Hay una relación inversamente proporcional entre la solidez de las instituciones democráticas y la agudización y extensión del fenómeno, que golpea a muchos países de África, América y Asia, pero también a algunos países de Europa. Esto se explica porque la democracia, en sus diversos regímenes de gobierno, además de sistema político, es un modo ético de convivencia pacífica cuyos valores tienen alcance universal. Todo lo que degrade la dignidad humana es éticamente inaceptable. Una democracia sólida implica el respeto irrestricto de los derechos humanos.
A la
vez la naturaleza misma de las relaciones internacionales ha cambiado. No es
solo porque la época tecnotrónica que vivimos facilita la difusión planetaria
de noticias y nos enteramos en forma casi simultánea de lo que ocurre en las
antípodas de nuestro continente sino porque hoy las relaciones no son
únicamente entre Estados.
La
globalización ha facilitado, más allá de los monopolios gubernamentales de
poder, la integración, en todas las latitudes, de “archipiélagos de poder”,
como los ha llamado Eric Liu. También lo que pasa en China, en Turquía, en
Siria, Irán, Mali, Etiopía, Rusia o Filipinas, como ciudadanos, nos afecta;
nada de lo que sufren estas sociedades nos resulta ajeno. Tampoco lo que sucede
en nuestro hemisferio, en Nicaragua, en Cuba, en Venezuela, en Haití.
La
miseria estructural es un fenómeno típico de las autocracias o regímenes
dictatoriales; también de países cuyos sistemas políticos no son autoritarios o
tiránicos, pero no alcanzan a constituirse como democracias maduras. Violación
sistemática de derechos humanos, prácticas policiales o parapoliciales de
terrorismo de Estado, políticas de exterminio, irrespeto a los derechos y
libertades civiles, ausencia de división y falta de contrapesos entre los
poderes públicos, disolución del Estado de Derecho, interpretación acomodaticia
del texto constitucional en función de fines particulares o de una parcialidad
política; persecución, cárcel, tortura o muerte para quienes disienten o elevan
su voz, emigración forzada o exilio, para citar algunos de los aspectos propios
de regímenes que destruyen la dignidad de las personas o someten a la población
a la miseria con tal de aferrarse al poder a cualquier precio.
No
caben en este texto los numerosos ejemplos que nos vienen a la mente sobre esta
realidad dolorosa en muchas sociedades de Occidente del siglo XXI. Escojamos un
ejemplo de cada una de ellas, no forzosamente de Venezuela, aunque es preciso
destacar que las tres modalidades están presentes hoy en el país.
En
cuanto a la primera, consiste en la carencia de condiciones básicas para la
existencia. No hay acceso a bienes de primera necesidad, comida o medicinas, ni
se cuenta con atención primaria de salud o con servicios fundamentales como el
agua o la electricidad, ni tampoco existen condiciones higiénicas que aseguren
una subsistencia mínima.
La
encuesta de Encovi, “Condiciones de vida de los venezolanos: entre emergencia
humanitaria y pandemia” de 2021, que publicó el 5 de octubre la Universidad
Católica Andrés Bello de Caracas, comprueba la gravedad de la crisis
humanitaria compleja. Son trágicos los datos del deterioro: A 94.5% se elevó el
índice de pobreza y la pobreza extrema alcanzó al 76.6 % de la población, que
vive con menos de 1.2 dólares al día. Según Pedro A. Palma, en 2012 la pobreza
estaba en 32.6% y la extrema en 9.3%. Entre 2014 y 2020 la caída del PIB
(Producto Interno Bruto) fue de 74%; en el mismo lapso, se redujo el empleo
formal en 21.8% mientras que el país se redujo demográficamente a 28.7 millones
de habitantes. El éxodo ha sido de más de 5 millones de personas.
Esta
situación se amplifica con la indiferencia gubernamental, la retórica
demagógica y efectista de Maduro y la falta de escrúpulos de la camarilla
militar y civil que controla las instituciones venezolanas y domina por el
miedo, el hambre y la indefensión, en especial de los más vulnerables. No
importa por qué medios: terrorismo de Estado, amedrentamiento o coacción
económica, corrupción en todos los niveles como mecanismo de participación,
negocios ilícitos y contrabando, cleptocracia y discrecionalidad en el
ejercicio del poder. Así extienden su dominación a costa del sufrimiento y
desamparo de la mayoría de la población.
La miseria
moral se expresa en los individuos en un pragmatismo utilitario, sin
solidaridad ni confianza en el otro, que convierte en consigna ética el “vale
todo” y desemboca en la anomia moral. En el plano social, en las relaciones
entre gobernantes y gobernados es la sordera del Estado frente a sus
obligaciones con los ciudadanos.
La
muerte por inanición o por desatención médica de niños y adultos en Venezuela;
el irrespeto en Colombia del presidente Santos, por ganarse el Premio Nobel, al
rechazo mayoritario, no del proceso de paz sino de los acuerdos firmados en La
Habana en 2016, que ha descalabrado principios y valores democráticos y el
orden jurídico constitucional, con secuelas como criminales de lesa humanidad
que legislan en el Congreso de la República y víctimas que no han sido
resarcidas.
Por
último, miseria política e injusticia las del presidente turco Erdogan ante la
muerte, después de 238 días de huelga de hambre, de la abogada kurda de Dersim,
Ebru Timtik. No la única, porque otros tres abogados del grupo penal, Ibrahim,
Helin y Mustafá, defensores de los detenidos por presunto terrorismo, también
murieron después de 300 días de ayuno.
La
miseria cunde ¿cabe la esperanza?
Marta
de la Vega
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