Francisco Fernández-Carvajal 14 de enero de 2022
@hablarcondios
— Un
cristiano no puede estar encerrado en sí mismo, despreocupado y ajeno a lo que
pasa a su alrededor. Jesucristo, modelo de convivencia.
— La
virtud humana de la afabilidad.
—
Otras virtudes necesarias para la convivencia diaria: gratitud, cordialidad,
amistad, alegría, optimismo, respeto mutuo...
I. Después de responder a la llamada del Señor, Mateo dio un banquete al que asistieron Jesús, sus discípulos y otras gentes. Entre estos, había muchos publicanos y pecadores, todos amigos de Mateo. Los fariseos se sorprenden al ver a Jesús sentarse a comer con esta clase de personas, y por eso dicen a sus discípulos: ¿Por qué come con publicanos y pecadores?1.
Pero
Jesús se encuentra bien entre gentes tan diferentes. Se siente bien con todo el
mundo, porque ha venido a salvar a todos. No tienen necesidad de médico
los sanos, sino los enfermos. Y como todos somos pecadores y nos sentimos
algo enfermos, Jesús no se separa de nosotros. En esta escena contemplamos cómo
el Señor no rehúye el trato social; más bien lo busca. Se entiende Jesús con
los tipos humanos y los caracteres más variados: con un ladrón convicto, con
los niños llenos de inocencia y de sencillez, con hombres cultos y pudientes
como Nicodemo y José de Arimatea, con mendigos, con leprosos, con familias...
Este interés manifiesta el afán salvador de Jesús, que se extiende a todas las
criaturas de cualquier clase y condición.
El
Señor tuvo amigos, como los de Betania, donde es invitado o se invita en
diversas ocasiones. Lázaro es nuestro amigo2.
Tiene amigos en Jerusalén que le prestan una sala para celebrar la Pascua con
sus discípulos, y conoce tan bien al que le prestará el pollino para su entrada
solemne en Jerusalén que los discípulos pueden tomarlo directamente3.
Jesús
mostró un gran aprecio a la familia, donde se ha de ejercer en primer término
la convivencia, con las virtudes que esta requiere, y donde tiene lugar el
primero y principal trato social. Así nos lo muestran aquellos años de vida
oculta en Nazaret, de los que el Evangelista resalta, por delante de otros
muchos pequeños sucesos que nos podría haber dejado, que Jesús Niño estaba
sujeto a sus padres4.
Debió de ser uno de los recuerdos imborrables de María en aquellos años. Para
ilustrar el amor de Dios Padre con los hombres se sirve del amor de un padre
para con su hijo (que no le da una piedra si pide pan, o una serpiente si le
pide un pez)5. Resucita al hijo de una viuda en Naím6 porque
se compadece de su soledad (era hijo único) y de su pena. Y Él mismo, en medio
de los sufrimientos de la cruz, vela por su Madre confiándola a Juan7.
Así lo entendió el Apóstol: y el discípulo, desde aquel instante, la
recibió en su casa8.
Jesús
es un ejemplo vivo para nosotros porque debemos aprender a convivir con todos,
por encima de sus defectos, ideas y modos de ser. Debemos aprender de Él a ser
personas abiertas, con capacidad de amistad, dispuestos siempre a comprender y
a disculpar. Un cristiano, si de veras sigue a Cristo, no puede estar encerrado
en sí mismo, despreocupado y ajeno a lo que pasa a su alrededor.
II. Una
buena parte de nuestra vida se compone de pequeños encuentros con personas que
vemos en el ascensor, en la cola de un autobús, en la sala de espera del
médico, en medio del tráfico de la gran ciudad o en la única farmacia del
pequeño pueblo donde vivimos... Y aunque son momentos esporádicos y a veces
fugaces, son muchos en un día e incontables a lo largo de una vida. Para un
cristiano son importantes, pues son ocasiones que Dios nos da para rezar por
ellos y mostrarles nuestro aprecio, como corresponde a hijos de un mismo Padre.
Y lo hacemos normalmente a través de esas muestras de educación y de cortesía,
que se convierten fácilmente en vehículos de la virtud sobrenatural de la
caridad. Son personas muy diferentes, pero todas esperan algo del cristiano: lo
que Cristo hubiera hecho en nuestro lugar.
También
tratamos a personas muy distintas en la propia familia, en el trabajo, en el
vecindario..., con caracteres, formación cultural y humana y modos de ser muy
diversos. Es necesario que nos ejercitemos en la convivencia con todos. Santo
Tomás señala la importancia de esa virtud particular –que encierra en sí otras
muchas–, que ordena «las relaciones de los hombres con sus semejantes, tanto en
los hechos como en las palabras»9.
Esta virtud particular es la afabilidad, que nos lleva a hacer la
vida más grata a quienes vemos todos los días.
Esta
virtud, que debe formar como el entramado de la convivencia, no causa quizá una
gran admiración; sin embargo, cuando falta se echa mucho de menos, se vuelven
tensas las relaciones entre los hombres y se falta frecuentemente a la caridad;
a veces, este trato se torna difícil o quizá imposible. La afabilidad y las
otras virtudes con las que se relaciona hacen amable la vida cotidiana: la
familia, el trabajo, el tráfico, la vecindad... Son opuestas, por su misma
naturaleza, al egoísmo, al gesto destemplado, al malhumor, a la falta de
educación, al desorden, al vivir sin tener en cuenta los gustos, preocupaciones
e intereses de los demás. «De estas virtudes –escribía San Francisco de Sales–
es necesario tener una gran provisión y muy a mano, pues se han de estar usando
casi de continuo»10.
El
cristiano sabrá convertir los múltiples detalles de la virtud humana de
la afabilidad en otros actos de la virtud de la caridad, al
hacerlos también por amor a Dios. La caridad hace entonces de la misma
afabilidad una virtud más fuerte, más rica en contenido y con un horizonte
mucho más elevado. Debe practicarse también cuando es necesario tomar una
actitud firme y continua: «Tienes que aprender a disentir –cuando sea preciso–
de los demás, con caridad, sin hacerte antipático»11.
El
cristiano, mediante la fe y la caridad, sabe ver hijos de Dios en sus hermanos
los hombres, que siempre merecen el mayor respeto y las mejores muestras de
atención y consideración12.
Por eso, debemos estar atentos a las mil oportunidades que ofrece un día.
III. Todo
el Evangelio es una continua muestra del respeto con que Jesús trataba a todos:
sanos, enfermos, ricos, pobres, niños, mayores, mendigos, pecadores... Tiene el
Señor un corazón grande, divino y humano; no se detiene en los defectos y
deficiencias de estos hombres que se le acercan, o con los que Él se hace el
encontradizo. Es esencial que nosotros, sus discípulos, queramos imitarle,
aunque a veces se nos haga difícil.
Son
muchas las virtudes que facilitan y hacen posible la convivencia: la benignidad y
la indulgencia, que nos llevan a juzgar a las personas y sus
actuaciones de forma favorable, sin detenernos mucho en sus defectos y errores;
la gratitud, que es ese recuerdo afectuoso de un beneficio
recibido, con el deseo de corresponder de alguna manera. En muchas ocasiones
solo podremos decir gracias, o algo parecido; cuesta muy poco ser
agradecidos, y es mucho el bien que se hace. Si estamos pendientes de quienes
están a nuestro alrededor, notaremos qué grande es el número de personas que
nos prestan favores diversos.
Ayudan
mucho en la convivencia diaria la cortesía y la amistad.
¡Qué formidable sería que pudiéramos llamar amigos a las
personas con quienes trabajamos o estudiamos, a los padres, a los hijos, a
aquellas personas con las que convivimos o nos relacionamos!: amigos,
y no solo colegas o compañeros. Esto será señal de que nos hemos esforzado en
muchas virtudes humanas que fomentan y hacen posible la amistad: el desinterés,
la comprensión, el espíritu de colaboración, el optimismo, la lealtad. Amistad
particularmente honda dentro de la propia familia: entre hermanos, con los
hijos, con los padres. La amistad resiste bien las diferencias de edad, cuando
está vivificada por el ejemplo de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre,
que ejercitó las virtudes humanas acabadamente, en plenitud.
En la convivencia
diaria, la alegría, manifestada en la sonrisa oportuna o en un
pequeño gesto amable, abre la puerta de muchas almas que estaban a punto de
cerrarse al diálogo o a la comprensión. La alegría anima y ayuda al trabajo y a
superar las numerosas contradicciones que a veces trae la vida. Una persona que
se dejara llevar habitualmente de la tristeza y del pesimismo, que no luchara
por salir de ese estado enseguida, sería un lastre, un pequeño cáncer para los
demás. La alegría enriquece a los otros, porque es expresión de una riqueza
interior que no se improvisa, porque nace de la convicción profunda de ser y
sentirnos hijos de Dios. Muchas personas han encontrado a Dios en la alegría y
en la paz del cristiano.
Virtud
de convivencia es el respeto mutuo, que nos mueve a mirar a los
demás como imágenes irrepetibles de Dios. En la relación personal con el Señor,
el cristiano aprende a «venerar (...) la imagen de Dios que hay en cada hombre»13.
También la de aquellos que por alguna razón nos parecen menos amables,
simpáticos y divertidos. La convivencia nos enseña también a respetar las cosas
porque son bienes de Dios y están al servicio del hombre. El respeto es
condición para contribuir a la mejora de los demás, porque cuando se avasalla a
otro se hace ineficaz el consejo, la corrección o la advertencia.
El
ejemplo de Jesús nos inclina a vivir amablemente abiertos hacia los demás;
a comprenderlos, a mirarlos con una simpatía inicial y siempre
creciente, que nos lleva a aceptar con optimismo la trama de virtudes y
defectos que existen en la vida de todo hombre. Es una mirada que alcanza las
profundidades del corazón y sabe encontrar la parte de bondad que existe en
todos. Una persona comprendida abre con facilidad su alma y se deja ayudar.
Quien vive la virtud de la caridad comprende con facilidad a las personas,
porque tiene como norma no juzgar nunca las intenciones íntimas, que solo Dios
conoce.
Muy
cercana a la comprensión está la capacidad para disculpar con
prontitud. Mal viviríamos nuestra vida cristiana si al menor roce se enfriase
nuestra caridad y nos sintiéramos separados de las personas de la familia o con
quienes trabajamos. El cristiano debe hacer examen para ver cómo son sus
reacciones ante las molestias que toda convivencia diaria suele llevar consigo.
Hoy, sábado, podemos terminar la oración formulando el propósito de cuidar con
esmero, en honor de Santa María, estos detalles de fina caridad con el prójimo.
1 Mc 2,
13-17. —
2 Jn 11,
11. —
3 Cfr. Mc 11,
3. —
4 Cfr. Lc 2,
51. —
5 Cfr. Mt 9,
7. —
6 Cfr. Lc 7,
11. —
7 Cfr. Jn 19,
26-27. —
8 Jn 19,
26-27. —
9 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 114, a. 1. —
10 San
Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III, 1.
—
11 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 429. —
12 Cfr. F.
Fernández-Carvajal, Antología de textos, Palabra, 13ª
edición actualizada y ampliada, Madrid 2003, voz Afabilidad.
—
13 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 230.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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