Opus Dei 01 de enero de 2022
@OpusDeiVE
Comentario
del 2.º domingo después de Navidad. “Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre
nosotros, y hemos visto su gloria”. El Verbo eterno, sin dejar de ser Dios, se
hizo hombre, como cada uno de nosotros. No es un ser lejano, que contempla
indiferente a los hombres: se encarnó para salvarnos, para que le amemos
siempre.
Evangelio
(Jn 1,1-18)
En el
principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era
Dios.
Él
estaba en el principio junto a Dios.
Todo
se hizo por él, y sin él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho.
En él
estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
Y la
luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron.
Hubo
un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan.
Éste
vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él
todos creyeran.
No era
él la luz, sino el que debía dar testimonio de la luz.
El
Verbo era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre, que viene a
este mundo.
En el
mundo estaba, y el mundo se hizo por él, y el mundo no le conoció.
Vino a
los suyos, y los suyos no le recibieron.
Pero a
cuantos le recibieron les dio la potestad de ser hijos de Dios, a los
que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la
voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios.
Y el
Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su
gloria,
gloria
como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan
da testimonio de él y clama:
“Éste
era de quien yo dije: ‘El que viene después de mí ha sido antepuesto a
mí, porque existía antes que yo’”.
Pues
de su plenitud todos hemos recibido, y gracia por gracia.
Porque
la Ley fue dada por Moisés; la gracia y la verdad vinieron por
Jesucristo.
A Dios
nadie lo ha visto jamás; el Unigénito, Dios, el que está en el seno
del Padre, él mismo lo dio a conocer.
Comentario
En
estas fiestas de Navidad estamos meditando con gozo los relatos, llenos de
colorido, con que los Evangelios nos hablan del nacimiento de Jesús. Pero
también se presentan a nuestra consideración textos como el de hoy, que nos
invita a elevarnos por encima de los detalles anecdóticos y pintorescos, para
contemplar lo que implica el misterio del Nacimiento de Jesucristo y comprender
mejor su significado y las consecuencias que tiene para nuestra vida. Estamos
ante un texto admirable, donde se sintetizan armónicamente los fundamentos de
nuestra fe.
“En el
principio existía el Verbo”: El Verbo (o la Palabra) no es una criatura, sino
alguien que existía desde toda la eternidad. “Y el Verbo estaba junto a Dios (ho
Theós)”: se trata, pues, de una persona distinta de aquella a la que en el
texto griego se denomina ho Theós, con artículo, y que se refiere
al Padre, origen de todo. Pero esa persona, distinta del Padre, también desde
el principio “era Dios” (v. 1), compartía su misma naturaleza. El texto del
Evangelio nos va introduciendo así en la intimidad de la Trinidad: una única
naturaleza divina, en la que hay una distinción de personas. De momento, se nos
habla de aquella de la que todo procede (ho Theós), y del Verbo.
A
continuación, rememorando el capítulo primero del libro del Génesis, el relato
de la creación del mundo en siete días, se explicita lo que allí se decía de
modo sencillo, pero muy profundo. En ese relato, cada uno de los días se inicia
así: “Dijo Dios… (haya luz, haya firmamento, brote la tierra hierba verde,
etc.)”, y lo que Dios dice, inmediatamente se hace: “y así fue”. Es decir, Dios
crea todo cuanto existe articulando su Palabra, mediante su Verbo. Por eso
ahora se indica que “todo se hizo por él (por el Verbo), y sin él no se hizo
nada de cuanto ha sido hecho” (v.3).
Pues
bien, y aquí está lo más grandioso de lo que Dios quiso hacer en la plenitud de
los tiempos, la novedad sorprendente e inaudita, “el Verbo se hizo carne, y
habitó entre nosotros” (v. 14a). Esa persona divina que es el Verbo asumió una
naturaleza humana, de modo que, sin dejar de ser Dios, se hizo hombre, como
cada uno nosotros. Se encarnó en una persona concreta y tangible: Jesús. Las
palabras del evangelio de Juan tienen toda la fuerza del testigo ocular: “hemos
visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de
verdad” (v.14b). “No es la palabra erudita de un rabino o de un doctor de la
ley –señala Benedicto XVI–, sino el testimonio apasionado de un humilde
pescador que, atraído en su juventud por Jesús de Nazaret, en los tres años de
vida común con él y con los demás Apóstoles, experimentó su amor –hasta el
punto de definirse a sí mismo ‘el discípulo al que Jesús amaba’–, lo vio morir
en la cruz y aparecerse resucitado, y junto con los demás recibió su Espíritu.
De toda esta experiencia, meditada en su corazón, san Juan sacó una certeza
íntima: Jesús es la Sabiduría de Dios encarnada, es su Palabra eterna, que se
hizo hombre mortal”[1].
Todo
esto nos muestra, como lo hace notar san Josemaría, que “el Dios de nuestra fe
no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus
afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el
extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que,
encarnándose, muera por nosotros y nos redima”[2].
En
todos los momentos de su vida, también como niño en el pesebre de Belén, Jesús
nos da a conocer la bondad, sabiduría, misericordia, ternura y grandeza de
Dios. “A Dios nadie lo ha visto jamás; el Unigénito, Dios, el que está en el
seno del Padre, él mismo lo dio a conocer” (v. 18).
[1] Benedicto
XVI, Ángelus 4 de enero de 2009
[2] San
Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 84.
Tomado
de: https://opusdei.org/es-ve/gospel/2022-01-02/
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico