Francisco Fernández-Carvajal 05 de abril de 2022
@hablarcondios
—
Jesucristo nos redimió y liberó del pecado, raíz de todos los males. Valor de
corredención del dolor sufrido por amor a Cristo.
—
Jesucristo ha venido a traernos la salvación. Todos los demás bienes han de
ordenarse a la vida eterna.
— A
cada hombre se le aplican los méritos que Cristo nos alcanzó en la Cruz.
Necesidad de corresponder. La Redención se actualiza de modo singular en la
Santa Misa. Corredentores con Cristo.
I. Nos
ha trasladado Dios al reino de su Hijo querido, por cuya Sangre hemos recibido
la redención, el perdón de los pecados1.
Redimir significa liberar por medio de un rescate. Redimir a un cautivo era pagar un rescate por él, para devolverle la libertad. Os aseguro –son palabras de Jesucristo, en el Evangelio de la Misa de hoy– que quien comete pecado es esclavo del pecado2. Nosotros, después del pecado original, estábamos como en una cárcel, éramos esclavos del pecado y del demonio, y no podíamos alcanzar el Cielo. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, pagó el rescate con su Sangre, derramada en la Cruz. Satisfizo sobreabundantemente la deuda contraída por Adán al cometer el pecado original y la de todos los pecados personales cometidos por los hombres y que se habrían de cometer hasta el fin de los tiempos. Es nuestro Redentor y su obra se llama Redención y Liberación, pues verdaderamente Él nos ha ganado la libertad de hijos de Dios3.
Jesucristo
nos liberó del pecado, y así sanó la raíz de todos los males; de esa forma hizo
posible la liberación integral del hombre. Ahora cobran su sentido pleno las
palabras del Salmo que hoy reza la Iglesia en la liturgia de las Horas: «Dominus
illuminatio mea et salus mea, quem timebo?, el Señor es mi luz y mi
salvación, ¿a quién temeré? (...) Si un ejército acampa contra mí, mi corazón
no tiembla; si me declaran la guerra, me siento tranquilo»4.
Si no se hubiera curado el mal en su raíz, que es el pecado, el hombre jamás
habría podido ser verdaderamente libre y sentirse fuerte ante el mal. Jesús
mismo quiso padecer voluntariamente el dolor y vivir pobre para mostrarnos que
el mal físico y la carencia de bienes materiales no son verdaderos males. Solo
existe un mal verdadero, que hemos de temer y rechazar con la gracia de Dios:
el pecado5; esa es la esclavitud más honda, es la única desgracia para
toda la humanidad y para cada hombre en concreto.
Los
demás males que aquejan al hombre solo es posible vencerlos –parcialmente en
esta vida y totalmente en la otra– a partir de la liberación del pecado. Más
aún, los males físicos –el dolor, la enfermedad, el cansancio–, si se llevan
por Cristo, se convierten en verdaderos tesoros para el hombre. Esta es la
mayor revolución obrada por Cristo, que solo se puede entender en la oración,
con la luz que da la fe. «Yo te voy a decir cuáles son los tesoros del hombre
en la tierra para que no los desperdicies; hambre, sed, calor, frío, dolor,
deshonra, pobreza, soledad, traición, calumnia, cárcel...»6.
Por
eso hoy podemos examinar si de verdad consideramos el dolor, físico o moral,
como un tesoro que nos une a Cristo. ¿Hemos aprendido a santificarlo o, por el
contrario, nos quejamos? ¿Sabemos ofrecer a Dios con prontitud y serenidad las
pequeñas mortificaciones previstas y las que surjan a lo largo del día?
II. La
liturgia de las Horas hoy proclama: Vultum tuum, Domine, requiram:
Tu rostro buscaré, Señor7.
La contemplación de Dios saciará nuestras ansias de felicidad. Y esto tendrá
lugar al despertar, porque la vida es como un sueño... Así la compara muchas
veces San Pablo8.
Mi
reino no es de este mundo, había dicho el Señor. Por esto, cuando
declaró: Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia9,
no se refería a una vida terrena cómoda y sin dificultades, sino a la vida
eterna, que se incoa ya en esta. Vino a liberarnos principalmente de lo que nos
impide alcanzar la felicidad definitiva: del pecado, único mal absoluto, y de
la condenación a la que el pecado conduce. Si el Hijo os hace libres
seréis realmente libres, nos dice el Señor en el Evangelio de hoy10.
Nos dio también así la posibilidad de vencer las otras consecuencias del
pecado: la opresión, las injusticias, las diferencias económicas desorbitadas,
la envidia, el odio..., o padecerlas por Dios con alegría cuando no se pueden
evitar.
Es de
tal valor la vida que Cristo nos ha ganado que todos los bienes terrenos deben
estarle subordinados. De ninguna manera quiere decir esto que los cristianos
debamos quedar pasivos ante el dolor y la injusticia; por el contrario, toca a
cada uno, manteniendo esa subordinación de todos los demás bienes al bien
absoluto del hombre, asumir el compromiso, nacido de la caridad y en ocasiones
de la justicia, de hacer un mundo más humano y más justo, comenzando por la
empresa en que trabajamos, en el barrio de la gran ciudad o en el pueblo en el
que nos encontramos.
El
precio que Cristo pagó por nuestro rescate fue su propia vida. Así nos mostró
la gravedad del pecado, y cuánto vale nuestra salvación eterna y los medios
para alcanzarla. San Pablo también nos recuerda: Habéis sido comprados
a gran precio; y a continuación añade, como consecuencia: glorificad
a Dios y llevadle en vuestro cuerpo11.
Pero sobre todo, quiso el Señor llegar tan lejos para demostrarnos su amor,
pues nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos12,
porque la vida es lo más que puede dar el hombre. Esto hizo Cristo por
nosotros. No se conformó con hacerse uno de nosotros, sino que quiso dar su
vida como rescate para salvarnos. Nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros13.
«Nos ha trasladado Dios al reino de su Hijo querido, por cuya Sangre hemos
recibido la redención, el perdón de los pecados»14.
Cualquier hombre puede decir: El Hijo de Dios me amó y se entregó por
mí15.
¿Cómo
aprecio la vida de la gracia que me consiguió Cristo en el Calvario?, nos
podemos preguntar hoy cada uno de nosotros. ¿Pongo los medios para aumentarla:
sacramentos, oración, buenas obras? ¿Evito las ocasiones de pecar, manteniendo
una lucha decidida contra la sensualidad, la soberbia, la pereza...? Os
aseguro que quien comete pecado, es esclavo del pecado...
III. El
aparente «fracaso» de Cristo en la Cruz se vuelve redención gozosa para todos
los hombres, cuando estos quieren. Nosotros estamos ahora recibiendo
copiosamente los frutos de aquel amor de Jesús en la Cruz. «En la misma
historia humana que es el escenario del mal, se va tejiendo la obra de la
salvación eterna»16,
en medio de nuestros olvidos y negaciones, y de nuestra correspondencia llena
de amor.
La
Cuaresma es un buen momento para recordar que la Redención se sigue haciendo
día a día y para detenernos a considerar los momentos en que se hace más
patente: «Cada vez que se celebra en el altar el sacrificio de la Cruz, por el
que se inmoló Cristo nuestra Pascua, se realiza la obra de nuestra redención»17.
Cada Misa posee un valor infinito; los frutos en cada fiel dependen de las
disposiciones personales. Con San Agustín podemos decir, aplicándolo a la Misa,
que «no está permitido querer con amor menguado (...), pues debéis llevar
grabado en vuestro corazón al que por vosotros murió clavado en la Cruz»18.
La Redención se realizó una sola vez mediante la Pasión, Muerte y Resurrección
de Jesucristo, y se actualiza ahora en cada hombre, de un modo particularmente
intenso, cuando participa íntimamente del Sacrificio de la Misa.
Se
realiza también la redención, de modo distinto a lo dicho anteriormente sobre
la Misa, en cada una de nuestras conversiones interiores, cuando hacemos una
buena Confesión, cuando recibimos con piedad los sacramentos, que son como
«canales de la gracia». El dolor ofrecido en reparación de nuestros pecados
–que merecían un castigo mucho mayor–, por nuestra salvación eterna y la de
todo el mundo, nos hace también corredentores con Cristo. Lo que era inútil y
destructivo se convierte en algo de valor incalculable. Un enfermo en un hospital,
la madre de familia que se enfrenta a problemas que aparentemente la superan,
la noticia de una desgracia que nos hiere profundamente, los obstáculos con los
que cada día tropezamos, las mortificaciones que hacemos sirven para la
Redención del mundo si las ponemos en la patena, junto al pan que el sacerdote
ofrece en la Santa Misa. Nos puede parecer que son cosas muy pequeñas, de poco
peso, como las gotas de agua que el sacerdote añade al vino en el Ofertorio.
Sin embargo, del mismo modo que esas gotas de agua se unen al vino que se
convertirá en la Sangre de Cristo, también nuestras acciones así ofrecidas
alcanzarán un valor inmenso a los ojos de Dios, porque las hemos unido al
Sacrificio de Jesucristo. «El pecador perdonado es capaz de unir su propia mortificación
física y espiritual, buscada o al menos aceptada, a la Pasión de Jesús que le
ha obtenido el perdón»19.
Nos hacemos así corredentores con Cristo.
Acudimos
a la Virgen para que nos enseñe a vivir nuestra vocación de corredentores con
Cristo en medio de nuestra vida ordinaria. «¿Qué sentiste, Señora, al ver así a
tu Hijo? –le preguntamos en la intimidad de nuestra oración–. Te miro, y no
encuentro palabras para hablar de tu dolor. Pero sí entiendo que al ver a tu
Hijo que lo necesita, al comprender que tus hijos lo necesitamos, aceptas todo
sin vacilar. Es un nuevo “hágase” en tu vida. Un nuevo modo de aceptar la
corredención. ¡Gracias, Madre mía! Dame esa actitud decidida de entrega, de
olvido absoluto de mí mismo. Que frente a las almas, al aprender de ti lo que
exige el corredimir, todo me parezca poco. Pero acuérdate de salir a mi
encuentro, en el camino, porque solo no sabré ir adelante»20.
1 Antífona
de comunión. Col 1, 13-14. —
2 Jn 8,
34. —
3 Cfr. Gal 4,
31. —
4 Sal
26. —
5 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 386. —
6 Ibídem,
n. 194. —
7 Sal 26.
—
8 Cfr. 1
Tes 4, 14. —
9 Jn 10,
10. —
10 Jn 8,
36. —
11 1
Cor 6, 20. —
12 Jn 15,
13. —
13 Cfr. Ef 5,
2. —
14 Antífona
de comunión. Gal 1, 13-14. —
15 Gal 2,
20. —
16 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 186. —
17 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 3. —
18 San
Agustín, Sobre la santa virginidad, 55. —
19 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Reconciliatio et Paenitentia, 31.
—
20 M.
Montenegro, Vía Crucis, Palabra, 3ª ed., Madrid 1976, IV.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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