Por Enrique Krauze, 07/11/2012
El populismo en Iberoamérica ha adoptado
una desconcertante amalgama de posturas ideológicas. Izquierdas y derechas
podrían reivindicar para sí la paternidad del populismo, todas al conjuro de la
palabra mágica “pueblo”.
Populista quintaesencial fue el general
Juan Domingo Perón, quien había atestiguado directamente el ascenso del
fascismo italiano y admiraba a Mussolini al grado de querer “erigirle un
monumento en cada esquina”. Populista posmoderno es el comandante Hugo Chávez,
quien venera a Castro hasta buscar convertir a Venezuela en una colonia
experimental del “nuevo socialismo”. Los extremos se tocan, son cara y cruz de
un mismo fenómeno político cuya caracterización, por tanto, no debe intentarse
por la vía de su contenido ideológico sino de su funcionamiento. Propongo diez
rasgos específicos.
1 El populismo
exalta al líder carismático. No hay populismo sin la figura del hombre
providencial que resolverá, de una buena vez y para siempre, los problemas del
pueblo. “La entrega al carisma del profeta, del caudillo en la guerra o del
gran demagogo ¬recuerda Max Weber¬ no ocurre porque lo mande la costumbre o la
norma legal, sino porque los hombres creen en él. Y él mismo, si no es un
mezquino advenedizo efímero y presuntuoso, `vive para su obra’. Pero es a su
persona y a sus cualidades a las que se entrega el discipulado, el séquito, el
partido”.
2 El populista no
sólo usa y abusa de la palabra: se apodera de ella. La palabra es el vehículo
específico de su carisma. El populista se siente el intérprete supremo de la
verdad general y también la agencia de noticias del pueblo. Habla con el
público de manera constante, atiza sus pasiones, “alumbra el camino”, y hace
todo ello sin limitaciones ni intermediarios.
Weber apunta que el caudillaje político
surge primero en las ciudades-Estado del Mediterráneo en la figura del
“demagogo”.
Aristóteles (Política, V) sostiene que la
demagogia es la causa principal de “las revoluciones en las democracias”, y advierte
una convergencia entre el poder militar y el poder de la retórica que parece
una prefiguración de Perón y Chávez: “En los tiempos antiguos, cuando el
demagogo era también general, la democracia se transformaba en tiranía; la
mayoría de los antiguos tiranos fueron demagogos”. Más tarde se desarrolló la
habilidad retórica y llegó la hora de los demagogos puros: “Ahora quienes
dirigen al pueblo son los que saben hablar”.
Hace 25 siglos esa distorsión de la verdad
pública (tan lejana de la democracia como la sofística de la filosofía) se
desplegaba en el ágora real; en el siglo XX lo hace en el ágora virtual de las
ondas sonoras y visuales: de Mussolini (y de Goebbels), Perón aprendió la
importancia política de la radio, que Evita y él utilizarían para hipnotizar a
las masas. Chávez, por su parte, ha superado a su mentor Castro en utilizar
hasta el paroxismo la oratoria televisiva.
3 El populismo
fabrica la verdad. Los populistas llevan hasta sus últimas consecuencias el
proverbio latino “Vox populi, vox dei”. Pero como Dios no se manifiesta todos
los días y el pueblo no tiene una sola voz, el gobierno “popular” interpreta la
voz del pueblo, eleva esa versión al rango de verdad oficial, y sueña con
decretar la verdad única. Como es natural, los populistas abominan de la
libertad de expresión. Confunden la crítica con la enemistad militante, por eso
buscan desprestigiarla, controlarla, acallarla. En la Argentina peronista, los
diarios oficiales y nacionalistas ¬incluido un órgano nazi¬ contaban con
generosas franquicias, pero la prensa libre estuvo a un paso de desaparecer. La
situación venezolana, con la “ley mordaza” pendiendo como una espada sobre la
libertad de expresión, apunta en el mismo sentido; terminará aplastándola.
4 El populista
utiliza de modo discrecional los fondos públicos. No tiene paciencia con las
sutilezas de la economía y las finanzas. El erario es su patrimonio privado,
que puede utilizar para enriquecerse o para embarcarse en proyectos que
considere importantes o gloriosos, o para ambas cosas, sin tomar en cuenta los
costos.
El populista tiene un concepto mágico de la
economía: para él, todo gasto es inversión. La ignorancia o incomprensión de
los gobiernos populistas en materia económica se ha traducido en desastres
descomunales de los que los países tardan decenios en recobrarse.
5 El populista
reparte directamente la riqueza. Lo cual no es criticable en sí mismo (sobre
todo en países pobres, donde hay argumentos sumamente serios para repartir en
efectivo una parte del ingreso, al margen de las costosas burocracias estatales
y previniendo efectos inflacionarios), pero el populista no reparte gratis:
focaliza su ayuda, la cobra en obediencia. “¡Ustedes tienen el deber de
pedir!”, exclamaba Evita a sus beneficiarios.
Se creó así una idea ficticia de la
realidad económica y se entronizó una mentalidad becaria. Y al final, ¿quién
pagaba la cuenta? No la propia Evita (que cobró sus servicios con creces y
resguardó en Suiza sus cuentas multimillonarias), sino las reservas acumuladas
en décadas, los propios obreros con sus donaciones “voluntarias” y, sobre todo,
la posteridad endeudada, devorada por la inflación.
En cuanto a Venezuela (cuyo caudillo parte
y reparte los beneficios del petróleo), hasta las estadísticas oficiales
admiten que la pobreza se ha incrementado, pero la improductividad del
asistencialismo (tal como Chávez lo practica) sólo se sentirá en el futuro,
cuando los precios se desplomen o el régimen lleve hasta sus últimas
consecuencias su designio dictatorial.
6 El populista
alienta el odio de clases. “Las revoluciones en las democracias ¬explica
Aristóteles, citando `multitud de casos’¬ son causadas sobre todo por la
intemperancia de los demagogos”. El contenido de esa “intemperancia” fue el
odio contra los ricos; “unas veces por su política de delaciones… y otras
atacándolos como clase, (los demagogos) concitan contra ellos al pueblo”. Los
populistas latinoamericanos corresponden a la definición clásica, con un matiz:
hostigan a “los ricos” (a quienes acusan a menudo de ser “antinacionales”),
pero atraen a los “empresarios patrióticos” que apoyan al régimen. El populista
no busca por fuerza abolir el mercado: supedita a sus agentes y los manipula a
su favor.
7 El populista
moviliza permanentemente a los grupos sociales. El populismo apela, organiza,
enardece a las masas.
La plaza pública es un teatro donde aparece
“su Majestad el Pueblo” para demostrar su fuerza y escuchar las invectivas
contra “los malos” de dentro y fuera. “El pueblo”, claro, no es la suma de
voluntades individuales expresadas en un voto y representadas por un
parlamento; ni siquiera la encarnación de la “voluntad general” de Rousseau,
sino una masa selectiva y vociferante que caracterizó otro clásico (Marx, no
Carlos sino Groucho): “El poder para los que gritan `¡el poder para el
pueblo!”.
8 El populismo
fustiga por sistema al “enemigo exterior”. Inmune a la crítica y alérgico a la
autocrítica, necesitado de señalar chivos expiatorios para los fracasos, el
régimen populista (más nacionalista que patriota) requiere desviar la atención
interna hacia el adversario de fuera. La Argentina peronista reavivó las viejas
(y explicables) pasiones antiestadounidenses que hervían en Iberoamérica desde
la Guerra del 98, pero Castro convirtió esa pasión en la esencia de su régimen:
un triste régimen definido por lo que odia, no por lo que ama, aspira o logra.
Por su parte, Chávez ha llevado la retórica antiestadounidense a expresiones de
bajeza que aun Castro consideraría (tal vez) de mal gusto. Al mismo tiempo hace
representar en las calles de Caracas simulacros de defensa contra una invasión
que sólo existe en su imaginación, pero que un sector importante de la
población venezolana (adversa, en general, al modelo cubano) termina por creer.
9 El populismo
desprecia el orden legal. Hay en la cultura política iberoamericana un apego
atávico a la “ley natural” y una desconfianza a las leyes hechas por el hombre.
Por eso, una vez en el poder (como Chávez), el caudillo tiende a apoderarse del
Congreso e inducir la “justicia directa” (“popular”, “bolivariana”), remedo de
una Fuenteovejuna que, para los efectos prácticos, es la justicia que el propio
líder decreta. Hoy por hoy, el Congreso y la judicatura son un apéndice de
Chávez, igual que en Argentina lo eran de Perón y Evita, quienes suprimieron la
inmunidad parlamentaria y depuraron, a su conveniencia, el Poder Judicial.
10 El populismo mina,
domina y, en último término, domestica o cancela las instituciones de la
democracia liberal. El populismo abomina de los límites a su poder, los
considera aristocráticos, oligárquicos, contrarios a la “voluntad popular”. En
el límite de su carrera, Evita buscó la candidatura a la Vicepresidencia de la
República.
Perón se negó a apoyarla. De haber
sobrevivido, ¿es impensable imaginarla tramando el derrocamiento de su marido?
No por casualidad, en sus aciagos tiempos de actriz radiofónica, había
representado a Catalina la Grande. En cuanto a Chávez, ha declarado que su
horizonte mínimo es el año 2020.
¿Por qué renace una y otra vez en Iberoamérica
la mala hierba del populismo? Las razones son diversas y complejas, pero apunto
dos. En primer lugar, porque sus raíces se hunden en una noción muy antigua de
“soberanía popular” que los neoescolásticos del siglo XVI y XVII propagaron en
los dominios españoles, y que tuvo una influencia decisiva en las guerras de
independencia desde Buenos Aires hasta México. El populismo tiene, por
añadidura, una naturaleza perversamente “moderada” o “provisional”: no termina
por ser plenamente dictatorial ni totalitario; por eso alimenta sin cesar la
engañosa ilusión de un futuro mejor, enmascara los desastres que provoca,
posterga el examen objetivo de sus actos, doblega la crítica, adultera la
verdad, adormece, corrompe y degrada el espíritu público.
Desde los griegos hasta el siglo XXI,
pasando por el aterrador siglo XX, la lección es clara: el inevitable efecto de
la demagogia es “subvertir la democracia”.
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