Por Liliana
Lara, 19/11/2012
El miércoles pasado un sms estremeció mi teléfono con la orden de permanecer
a quince segundos de un lugar protegido en caso de que sonara la sirena que
anuncia los cohetes disparados desde Gaza. Ya me iré a mi casa – pensé –
mientras terminaba las compras en el abasto del kibutz en el que vivo, en el
sur de Israel. Mi poca reacción ante la noticia se debió a la regularidad de
los eventos: dichos cohetes caen constantemente por estos lados desde hace unos
11 años, por lo menos. La vida de los habitantes del sur de Israel gira en torno
a bunkers, refugios, cuartos blindados, techos reforzados. Los parques tienen
túneles coloridos, aparentes espacios para el juego que en realidad son
defensas. Las escuelas tienen techos fortificados y refugios de concreto en
medio de los patios para el recreo. La cotidianidad aquí es quebrantada cada
cierto tiempo por una sirena de advertencia que en algunos lugares consiste en
la repetición viciosa de la frase “color rojo” y en otros se trata de una
alarma antiaérea como las de las películas de la segunda guerra mundial.
Sonidos, en todo caso, que hacen estremecer al más duro y que ponen en guardia
a todos por igual. Ante el plañir de la sirena, no se puede perder tiempo en
nerviosismos ni llantos: hay que ser efectivo y correr a ponerse a resguardo
hasta escuchar la explosión. Luego de la explosión viene el pánico, las
llamadas telefónicas, los llantos y, muchas veces, el alivio. Cada quien tiene
su historia acerca del lugar en el que lo sorprendió la alarma. Algunos tienen
sus muertos.
Pero esta vez no era la alarma, sino un mensaje de texto
antes de la posible alarma. Un revuelo de voces cerca de la caja registradora
me amplió la información: el ejército israelí acababa de matar a Ahmed Jabari,
jefe de la rama militar del Hamas. Se esperaba lo peor. No llegué a mi casa en
15 segundos, sino tal vez en 5 minutos.
Desde esa tarde hemos estado prácticamente encerrados,
mientras escuchamos a lo lejos las explosiones. Las de acá, las de allá y las
del escudo antimisiles “Domo de hierro”, que intercepta y destruye en el aire
los cohetes que son lanzados desde Gaza. Desde entonces estoy abatida, tratando
de explicarles a mis hijos lo inexplicable. Tratando de hacer el encierro
llevadero. Preguntándome las razones de esta guerra precisamente ahora. Las
razones de la guerra anterior, hace cuatro años. Las razones de cualquier
guerra en cualquier momento.
¿Por qué la sirena se llama como las sirenas? – me
pregunta mi hijo. Entonces me regodeo en una explicación larguísima,
mitológica, llena de Ulises y mares con tal de no tener que explicar lo que nos
rodea.
Desde entonces las sirenas no han parado de cantar.
Las peores sirenas son las madrugadoras – escribo en mi
estado de FaceBook y me imagino a un par de sirenas de cabellos volátiles y
bocas abiertas sentadas en la piedra de un mar matutino, despertándome antes de
la explosión. En la realidad soy yo abriendo los ojos con el ulular de la
alarma de advertencia. Una alarma metálica y poco poética que amolda nuestra
cotidianidad a su gusto. Menos mal que desde que todo comenzó dormimos en el
cuarto blindado de la casa, una especie de búnker que tienen las casas
construidas a partir de los años 90. Las personas que viven en casas más viejas
han tenido que mudarse a casas de familiares o amigos que si cuentan con un cuarto
de este tipo; o simplemente tienen que guarecerse en algún lugar seguro de sus
casas. Otras usan los refugios públicos.
Del otro lado de la frontera seguramente no hay refugios
que valgan. Ni sirenas.
Tomado de:
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