Alberto Barrera Tyszka Dom Jul 07, 2013
Decir una cosa y hacer lo contrario se
está convirtiendo en una seña de identidad, en una definición política. Ya casi
es una lógica predecible. Si ves al ministro diciendo que no habrá devaluación,
agárrate: a la vuelta de cualquier descuido, en el bostezo del próximo sábado,
se anunciará rapidito y como quien no quiere la cosa que la moneda cayó dos
pisos más abajo. Si el Presidente anuncia que mañana viene un gobierno de
calle, puedes estar seguro de que, apenas amanezca, va a estar montado en un
avión, haciendo su gobierno del aire. Cada vez que dicen que quieren dialogar
se viene un piñazo. El mercado político ha dejado las palabras sin valor.
El caso de Edward Snowden sirve como un espejo extraordinario para reflejar esta distorsión. La semana pasada, Moisés Naím en un artículo imprescindible publicado en El País retrató la doble mo- ral con la que se mueve Rafael Correa y su gobierno. Internacionalmente defienden a Snowden mientras, en Ecuador, promueven y aprueban una nueva ley que persigue y castiga ferozmente a todo periodista, y todo medio, que se atreva a difundir "información reservada". Lo mismo ocurre aquí. Maduro sale por el planeta denunciando al imperio y denunciando que "Estados Unidos espía a todo el mundo, se le mete en el teléfono a todo el mundo" mientras, en Venezuela, se desarrolla una inaudita red de espionaje oficial.
Cualquiera puede ser grabado, filmado. Cualquiera puede ver su intimidad, su ejercicio personal de la libertad, multiplicado de pronto en todos los medios del Estado. Estar pinchado es casi tan normal como tener cédula de identidad.
Estar pinchado es un derecho revolucionario.
No importa lo que digas. Esa parece ser la primera máxima del decálogo del poder. Cada vez que el ministro de Comunicación aparece hablando de la información veraz y oportuna, del derecho a la crítica, de la pluralidad... me quedo abismado, en un estado de desconcierto químico, sin entender cómo se puede pasar por la realidad sin ver las contradicciones. Tomo al azar un ejemplar de esta semana del periódico Ciudad Caracas. Se reparte, todas las mañanas, de manera gratuita, en estaciones de Metro y esquinas de la ciudad. La primera página del lunes pasado trae las siguientes "noticias": foto de Maduro con boina roja y declaraciones aguerridas en el centro. A la izquierda: Fidel Castro dice que Maduro es un tipo cojonudo, que "ha demostrado talento e integridad". Más abajo: el ministro Ramírez asegura que somos el país más avanzado en política petrolera. Más abajo: "En San Agustín hay jóvenes dispuestos a entregar las armas". Del lado derecho: una entrevista a Pérez Arcay, donde se destaca la siguiente frase: "Se necesitan muchos Hugos para seguir teniendo patria". Se podrían agarrar todas las críticas oficiales a los medios privados y aplicárselas a este periódico. No quedaría a salvo ni un punto y coma. Esto sólo es periodismo entendido como redacción publicitaria, puesto al servicio del dueño del medio. No es lo mismo pero es igual: la palabra domesticada por el Estado.
Quienes estudian los movimientos del lenguaje en las sociedades tal vez podrían ofrecernos una interesante radiografía del país a partir de los nuevos modos de decir, de los cambios que hemos ido teniendo en el irregular y siempre veloz territorio de las palabras. A mí me sorprende la facilidad con que la palabra "asesino" se ha mudado en los últimos años. Oír, por ejemplo, a algún alto funcionario llamar "asesino" a cualquier dirigente de la oposición me resulta insólito, me asusta incluso. Es algo que dicen a cualquier hora, sin mayor excusa, con una naturalidad aterradora. Como si nada. Como si no importara. Como si no supieran que el lenguaje también funda un país.
Practican lo que denuncian.
Y no les tiembla el pulso. Ni la lengua ni el diccionario. No les tiembla el pudor. Dicen una cosa y hacen lo contrario. Quizás la dislexia deba ser una saludable epidemia nacional.
Tomado de: http://www.noticierodigital.com/forum/viewtopic.php?t=976180
El caso de Edward Snowden sirve como un espejo extraordinario para reflejar esta distorsión. La semana pasada, Moisés Naím en un artículo imprescindible publicado en El País retrató la doble mo- ral con la que se mueve Rafael Correa y su gobierno. Internacionalmente defienden a Snowden mientras, en Ecuador, promueven y aprueban una nueva ley que persigue y castiga ferozmente a todo periodista, y todo medio, que se atreva a difundir "información reservada". Lo mismo ocurre aquí. Maduro sale por el planeta denunciando al imperio y denunciando que "Estados Unidos espía a todo el mundo, se le mete en el teléfono a todo el mundo" mientras, en Venezuela, se desarrolla una inaudita red de espionaje oficial.
Cualquiera puede ser grabado, filmado. Cualquiera puede ver su intimidad, su ejercicio personal de la libertad, multiplicado de pronto en todos los medios del Estado. Estar pinchado es casi tan normal como tener cédula de identidad.
Estar pinchado es un derecho revolucionario.
No importa lo que digas. Esa parece ser la primera máxima del decálogo del poder. Cada vez que el ministro de Comunicación aparece hablando de la información veraz y oportuna, del derecho a la crítica, de la pluralidad... me quedo abismado, en un estado de desconcierto químico, sin entender cómo se puede pasar por la realidad sin ver las contradicciones. Tomo al azar un ejemplar de esta semana del periódico Ciudad Caracas. Se reparte, todas las mañanas, de manera gratuita, en estaciones de Metro y esquinas de la ciudad. La primera página del lunes pasado trae las siguientes "noticias": foto de Maduro con boina roja y declaraciones aguerridas en el centro. A la izquierda: Fidel Castro dice que Maduro es un tipo cojonudo, que "ha demostrado talento e integridad". Más abajo: el ministro Ramírez asegura que somos el país más avanzado en política petrolera. Más abajo: "En San Agustín hay jóvenes dispuestos a entregar las armas". Del lado derecho: una entrevista a Pérez Arcay, donde se destaca la siguiente frase: "Se necesitan muchos Hugos para seguir teniendo patria". Se podrían agarrar todas las críticas oficiales a los medios privados y aplicárselas a este periódico. No quedaría a salvo ni un punto y coma. Esto sólo es periodismo entendido como redacción publicitaria, puesto al servicio del dueño del medio. No es lo mismo pero es igual: la palabra domesticada por el Estado.
Quienes estudian los movimientos del lenguaje en las sociedades tal vez podrían ofrecernos una interesante radiografía del país a partir de los nuevos modos de decir, de los cambios que hemos ido teniendo en el irregular y siempre veloz territorio de las palabras. A mí me sorprende la facilidad con que la palabra "asesino" se ha mudado en los últimos años. Oír, por ejemplo, a algún alto funcionario llamar "asesino" a cualquier dirigente de la oposición me resulta insólito, me asusta incluso. Es algo que dicen a cualquier hora, sin mayor excusa, con una naturalidad aterradora. Como si nada. Como si no importara. Como si no supieran que el lenguaje también funda un país.
Practican lo que denuncian.
Y no les tiembla el pulso. Ni la lengua ni el diccionario. No les tiembla el pudor. Dicen una cosa y hacen lo contrario. Quizás la dislexia deba ser una saludable epidemia nacional.
Tomado de: http://www.noticierodigital.com/forum/viewtopic.php?t=976180
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