Vladimiro Mujica julio 4,
2013
La marcha universitaria del sábado fue
un éxito no sólo para sus organizadores sino para el país democrático
La contundente marcha universitaria
del sábado pasado, que resultó un éxito no sólo para sus organizadores sino
para todo el país democrático, fue también el escenario del más reciente
episodio de la tensión que existe en Venezuela desde hace años entre las
organizaciones de la sociedad civil, los movimientos sociales y los partidos
políticos. El motivo es bien conocido pero no por eso su análisis y comprensión
es menos importante, porque a su resolución inadecuada le debemos muchos de los
hechos traumáticos de la última década.
Se trata de un conflicto que tiene sus
orígenes no solamente en las formas distintas de participación, toma de
decisiones y motivaciones que son propias a las distintas organizaciones de la
sociedad, sino a la profunda desconfianza que se fue creando durante años
alrededor de los partidos. Es necesario recordar que los partidos políticos
tradicionales, especialmente los más grandes como AD y COPEI, pero también los
menores como URD y el PCV fueron invadiendo todos los espacios de accionar de
la sociedad, hasta el punto de controlar desde las elecciones nacionales y
locales hasta la selección de autoridades universitarias. La incontrolable
voracidad de los partidos por el dominio y manipulación de todos los espacios
que involucraran una elección, está en la raíz de muchos de nuestros problemas
como nación porque generó una considerable fragilidad institucional y ausencia
de continuidad en la gestión administrativa. A ello hubo eventualmente que
añadirle la peste de la corrupción y la eventual ocupación de muchos cargos
públicos por una horda de apparatchiks cuya hoja de méritos sólo incluía la
fidelidad al partido. De estas prácticas nefastas se derivó la paulatina
pauperización mental y politización exacerbada de espacios claves de la gestión
social y política como la magistratura judicial y el sistema educativo. Esta
tendencia fue avanzando sin freno, y generando un malestar creciente en la
población, desde la caída de la dictadura de Pérez Jiménez hasta mediados de
los años 80.
La irrupción de fuerzas importantes de
la sociedad civil durante la década de los ochenta, marcó avances en modernizar
el pensamiento venezolano pero al mismo tiempo empezó a definir un cisma cada
vez más profundo entre los partidos y las nacientes organizaciones de la
sociedad civil. A ello se le sumó una importante campaña de muchos medios de
comunicación responsabilizando a los partidos políticos por todos los males de
la nación y singularizando el oficio de político como uno que era practicado
con frecuencia por gente sin principios y sin preparación profesional.
Lentamente se fue preparando el terreno, probablemente sin saberlo, para que se
diera inicio a la temporada de caza de los políticos en el ejercicio que se ha
dado en llamar la antipolítica. La mesa estaba servida para que el país
aceptara ofrecerse como una doncella virginal y anhelante a Hugo Chávez, gran
maestro de la demagogia antipartidista y anticorrupción que enamoró al país
para llevarlo a la jaula del autoritarismo del cual tiene una década intentando
escapar.
La sociedad civil haría bien en
terminar de aprender la lección de que el colapso de los partidos políticos y
el divorcio entre estos y la población está en el centro de los factores que
nos trajeron la era chavista. Los partidos son esenciales para la vida en
democracia, pero es también indispensable para nuestra salud como pueblo que
éstos terminen de aprender lo que les corresponde y se recupere el sentido
ético de la función pública. Es necesario reconocer que mucho se ha avanzado en
esta dirección pero aún estamos lejos de alcanzar el ejercicio virtuoso de
ciudadanía en el cual las organizaciones políticas se complementan con las de
la sociedad civil en el interés último del bien común.
Como alguna vez le escuché decir a mi
querido Chuo Torrealba: para él la palabra poder no se conjuga como sustantivo
sino como verbo; poder hacer cosas para el bien común y no la búsqueda del
poder como objetivo.
El conflicto universitario nuevamente
ha desatado las voces de quienes le exigen a los partidos políticos que apoyen
a las universidades sin mostrarse, escondidos recatadamente, sin intentar
exhibir ni sus colores ni sus símbolos. Malas señales: lo que está ocurriendo
con las universidades es esencialmente un conflicto político a pesar de que
gira en torno a las demandas universitarias por presupuesto y salarios justos y
el respeto a la autonomía y las leyes de la República. Pero como la esencia es
política, porque se trata de imponer un proyecto de pensamiento único que va
mucho más allá de las fronteras universitarias, entonces es necesario convocar
a todas las fuerzas democráticas, incluidos de manera prominente los partidos,
para que hagan suyo el conflicto universitario porque en ello le va parte del
aliento vital al país. La pretensión, respetable pero profundamente equivocada,
de algunos dirigentes universitarios de mantener al margen a las organizaciones
políticas, con el argumento de que pretenden imponerles su agenda a la
universidad es un acto de prédica inútil y arrogante frente a un adversario, el
autoritarismo chavista, que no reconoce ninguna frontera.
Tiempos de actuar con mucha
inteligencia y aceptar que ambos nos hemos equivocado. Los partidos en su afán
de control y manipulación y los ciudadanos en no asumir nuestra responsabilidad
y pretender sindicar de manera exclusiva a los políticos por lo que en rigor
son culpas colectivas. De ese nuevo encuentro pueden surgir las fuerzas que
finalmente obliguen al chavismo troglodita a negociar en paz y realismo los
destinos de Venezuela y sus universidades.
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