Armando Chaguaceda 11 de septiembre de 2013
Vidas truncas, sueños rotos,
sociedades fracturadas. El legado de cualquier dictadura, con su carga de
horror y muerte, persigue a las naciones más allá del fin del despotismo.
Aunque los represores intenten consagrar su impunidad tras amarres legales o
porque el efecto del miedo acumulado en años de autoritarismo aletargue la
memoria colectiva, el paso del tiempo, inexorable, abre viejas heridas y saca
los demonios que permanecen acechando nuestro presente.
En estos días, en ocasión del 40
aniversario del golpe fascista en Chile, pude ver el primero de una serie de
programas producidos por el canal Chilevisión. En el audiovisual, con imágenes
hasta ahora inéditas, cobra vida el ambiente opresivo de la dictadura
pinochetista. Estudiantes apresados por su apariencia, vecinos denunciados por
vecinos, transeúntes sorprendidos por la brutalidad policial, gente hacinada en
la inmensa prisión en que convirtieron al Estadio Nacional. El épico entierro de
Neruda y el dolor de una madre. Las primeras protestas y los manguerazos del
“guanaco”. El estremecedor Museo de la Memoria y la complicidad de “gente bien”
que engrosó sus privilegios de clase sobre la infelicidad ajena.
Ahora que estos testimonios salen a la
luz, que la política y sociedad chilenas parecen sacudirse de los fardos
legales, sociales y psicológicos que dejó aquel régimen neoliberal y
autoritario, me hago —pensando en la Cuba donde nací— algunas preguntas. ¿Qué
elementos sustantivos más allá del
número de años y muertos, los rituales y las ideologías, diferencian al actual
gobierno cubano del que derrocó, por entonces, a su fiel aliado Salvador
Allende? ¿Los militares y los
tecnócratas que enseñorean hoy en La Habana, construyendo un capitalismo
autoritario, no son parientes de quienes hicieron eso, desde 1973 a 1989, en
Chile? ¿Se pueden medir con distintas
varas el trato dispensado a los opositores chilenos y cubanos por sus
respectivos esbirros, que les convierte en parias carentes de derechos? ¿Las
políticas económicas que desatienden a los más desfavorecidos no tienen igual
efecto en los barrios pobres de Antofagasta y Guantánamo? Curiosamente, en
Santiago en 1973 y en la Habana en 2013, se llama al orden y la eficiencia, se
penaliza a los subversivos, se procura la bendición de jerarquías eclesiásticas
y reverdecen los nacionalismos estatistas.
Mientras contrasto estas y otras
tristes semejanzas, pienso en mi amigo Rodrigo, viejo y abnegado militante del
PC chileno, quien me confiesa que la causa de su silencio —y el de su partido— respecto a la situación en Cuba se debe a
que, lo cito, “tu país es un símbolo de resistencia y esperanza para el mundo”.
Aunque intento siempre ser comprensivo con los dilemas humanos, no me queda más
que replicarle:
¿Rodrigo, crees que como ciudadano
cubano —por demás, amigo de tu país y su pueblo— puedo justificar tu postura?
¿Para qué mundo, en nombre de qué esperanza es válido ese silencio cómplice?
Creo que estás en un error, querido amigo. La historia del siglo XX —matriz de
los peores regímenes de opresión creados por la (in)civilización humana pero
también de la lucha misma por los derechos humanos—, ha demostrado que existen
diferentes tipos de dominación autoritaria. Y que ninguna de éstas es
preferible a las otras, pues en todas hay víctimas concretas de procesos
represivos concretos, que tienen el derecho a ser escuchadas, acompañadas y
defendidas. Por eso incomoda ver como personas supuestamente progresistas
establecen un doble rasero con respecto
a las violaciones de los derechos humanos, en dependencia de las
filiaciones ideológicas de quiénes las cometen. Molesta también, cómo reclaman
la recuperación de la memoria mientras callan contra los abusos que se cometen,
ahora mismo, en otras partes de Nuestra América.
No, Rodrigo, no hay que escoger entre la
memoria y el presente, entre autoritarismos buenos y malos, entre víctimas
legítimas y sacrificables. Hay que ser coherente con el reclamo de justicia
para todo tiempo, situación y lugar donde se viole, despotismo mediante, la
libertad humana, ya sea en nombre de “la defensa de la libertad frente al
comunismo” o de “la Revolución frente al Imperio”. Tú podrás hacer lo que
estimes, que yo no condicionaré mi amistad por tu estruendoso silencio ante los
acontecimientos en Cuba. Mientras, seguiré celebrando cada vez que los
estudiantes salgan a las calles santiaguinas a exigir más y mejor educación
frente al lucro neoliberal, ofreciendo, con su reclamo, el mejor homenaje a
aquel humano decente, demócrata y socialista, que murió añorando grandes
alamedas para el paso feliz de sus compatriotas.
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