martes, 24 de junio de 2014

“La caída del muro de Caracas”, @AlezGameroG


Por Alexander Gamero Garrido, 23/06/2014

Mis padres crecieron muy pobres, con muchos hermanos en pequeñas viviendas de dos habitaciones, sobreviviendo con poco más de un sueldo mínimo que difícilmente alcanzaba para darse lujos. Ambos, trabajando de día y estudiando de noche, se graduaron de licenciados la Universidad Central. Estudiaron en el extranjero -con becas- y lograron el difícil salto a la clase media. Son ellos de los pocos que han vivido lo que llamaré “las dos Caracas”.

Desde muy pequeño, gracias a las conexiones que mis padres aún tienen –y sus historias–, vi que la Caracas urbana era en realidad dos ciudades muy distintas: la que andaba en carro y ponía a sus hijos en colegios privados, y la otra (mucho más grande) que tenía que tomar un jeep por más de media hora para llegar a la vía principal. Una Caracas que disfrutaba de la renta petrolera, y otra que vivía a las afueras de la modernidad. Una Caracas cuasi-europea, otra Caracas comparable a los derruidos suburbios de una metrópolis en India. Una Caracas modernizada, otra Caracas dejada en el olvido.

La división entre las dos Caracas nunca ha sido tan clara, tan vívida como lo es hoy. La polarización política ha logrado lo que ni Marx en sus más intensas alucinaciones se habría imaginado: las dos Caracas ni siquiera están en pugna, sino que se ignoran mutuamente. Con contadas excepciones como el Metro, el Parque del Este, o el Sambil, las dos ciudades no comparten ni tan siquiera territorio. Más allá de las interacciones totalmente necesarias, las dos Caracas no se encuentran, ni siquiera se ven. Hay un gran muro entre ellas, una versión light del muro de Berlín.

La desconexión, al menos en los niveles de hoy, es relativamente reciente. Si mis padres hubieran nacido de los ‘90 en adelante, en las mismas condiciones, difícilmente habrían progresado. Sólo un par de décadas antes, en contraste, la movilidad social ascendente (de las clases empobrecidas a las medias y altas) era una realidad.

La respuesta de la clase política dirigente a esta inamovilidad socioeconómica ha sido un virulento populismo: de ello son parte el chavismo, una gran fracción de la oposición, y muchos de quienes gobernaron antes de Chávez. Visto en su máxima expresión en América Latina, el populismo crea “programas sociales” que buscan aliviar temporalmente las penurias de quienes viven en pobreza. En Venezuela el caso es particularmente agudo, debido a la administración pública de la renta petrolera.

El dirigente populista dice: nosotros somos pueblo como tú, nosotros te entendemos, y te queremos ayudar. Con todas sus buenas intenciones (y con toda su seducción), ese discurso es sin embargo una gran falacia. Los políticos pertenecen –casi sin excepción– a la Caracas minoritaria, la de los colegios privados, relojes caros y mansiones con diez cuartos. La petrochequera le ha permitido a algunos congraciarse con los más necesitados, pero también un enriquecimiento personal evidente.

Escapar de la pobreza es ahora muy difícil – con la excepción de, irónicamente, muchos políticos de izquierda. Décadas de medidas populistas, que limitan la habilidad de los individuos para auto-sustentarse y los encierran en la eterna dependencia del Estado, han hecho que la Caracas marginada se quede donde está, y la afluente se le acerque cada día más. Más recientemente, los problemas económicos y los desastres urbanísticos a la misión vivienda, han venido minando velozmente la cerca entre las dos Caracas. Aunque todavía muy diferentes, las dos ciudades se han visto forzadas a convivir.

La dirigencia política tiene que martillar el Muro de Caracas y acelerar su caída. Los problemas económicos (inflación y escasez, por ejemplo) golpean a todos los venezolanos. Nuestras penurias nos unen. Como Berlín en 1989, Caracas tiene que esforzarse por aprovechar esa coyuntura y reintegrarse.

Pero cualquier acercamiento tiene que partir de una premisa: el reconocimiento de nuestras diferencias. De nada vale pretender que somos todos iguales y tenemos las mismas ideas, porque esa fabricada “igualdad” no hace sino dividirnos más. Quien cree que todos los venezolanos “de verdad” son como éldifícilmente reconocerá a alguien distinto como su compatriota.

La “igualdad” forzada es, además, peligrosa. La imposición arbitraria (desde gobiernos populistas) de un canon de ciudadanos idénticos, aquellos que desde el principio viven vidas muy diferentes, tiene desastrosas consecuencias; basta ver la crisis en Irak y Siria, cuyas fronteras fueron delimitadas por las potencias europeas. Compartir un territorio es insuficiente para crear una identidad compartida, condición necesaria para la verdadera unidad nacional.

La reunión de Caracas pasa por reconocer algo que el propio Chávez entendía muy bien: hay más de una Venezuela. Es momento de aceptar nuestras diferencias y trabajar por el progreso de todos. Ignorar la desigualdad y hablarle a “una sola Venezuela” hace exactamente lo contrario: al tratar de hablarles a todos como uno, los líderes terminan por no hablarle a nadie. El total fracaso de la reciente “negociación” entre chavismo y oposición no es más que una prueba: los líderes no sólo no negociaron, sino que ni siquiera le hablaron al otro bando.

Aceptar la desigualdad, tan absurda y violenta como es, no es una opción; pretender que no existe, sin embargo, sólo la refuerza. Reconocer que nuestros puntos de partida son espectacularmente diferentes es la única forma de hacer política sensata. Lo demás es populismo, de ese que no le habla a nadie y nos empobrece a todos.

http://guayoyoenletras.net/index.php/2012-08-06-05-07-46/editorial/1534-editorial-214-la-caida-del-muro-de-caracas

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