HÉCTOR E. SCHAMIS 29 JUN 2014
Es la reunión preparatoria para el
tercer congreso del Partido Socialista Unido de Venezuela. El evento tiene algo
de secta religiosa. Maduro predica levantando su “biblia”, El libro
azul de Chávez, el cual agita como trofeo para aparente regocijo de la
militancia. Lo abre y recomienda capítulos. Invoca la sabiduría inagotable de
su autor, constituido en deidad. Sitúa a los allí presentes en el periodo de su
enfermedad y agonía, previo a su paso hacia la inmortalidad. Sin embargo, el
relato no recrea una última cena, como podría pensarse, sino más bien la
pedestre orden de Chávez mandándolo a estudiar la constitución. Para quien ya
era un alto funcionario de gobierno, la anécdota—real o imaginaria—no deja de
tener un cierto rasgo de candidez.
Eso para el agnóstico. En otro tiempo
y lugar, un partido hegemónico usaría la ocasión para reforzar la homogeneidad
ideológica, incrementar la cohesión entre los cuadros y anunciar líneas
programáticas futuras. Pero ese es un lujo que este partido no puede darse.
Necesitado, pero también acorralado, Maduro le dedicó más tiempo a los
pecadores que a los santos, a los traidores más que a los leales. ¿No es
mezquino—palabras más palabras menos, aseveró esa noche—que en este año 2014,
plagado de conspiraciones y magnicidios, estos traidores ahora fomenten la
fisura y la división en el movimiento revolucionario?
A fuerza de repetición de la misma
frase, Maduro no hizo más que admitir y enfatizar su propia debilidad. El chavismo
es tan frágil hoy que hasta la contrariada respuesta de un ministro caído en
desgracia constituye una amenaza grave. De eso se trató la arenga partidaria.
Es la historia de la remoción del ministro de planificación, Jorge Giordani,
quien respondió a su destitución con una carta abierta criticando a Maduro por
su incompetencia en el manejo de la economía y sus debilidades de liderazgo. A
ello le siguió otra carta crítica y de apoyo a Giordani por parte de otro
histórico del chavismo, Héctor Navarro, a posteriori suspendido de su cargo
directivo en el partido oficial.
Así las cosas, son las grietas del
propio chavismo las que van produciendo cambios políticos, y Venezuela se
dirime entre varios escenarios. El primero es que el gobierno profundice la purga,
eliminando a las voces disidentes y al mismo tiempo disuadiendo a posibles
imitadores. El problema para Maduro es que para emprender una purga
generalizada contra altos jerarcas del partido se requiere una gran
concentración de poder político en sus manos, o una gran dosis de éxito
económico.
O ambas, y Maduro hoy no posee
ninguna. Su presidencia tiene un déficit congénito de autoridad y está en un
proceso de desgaste desde febrero, con bajos niveles de aceptación en la
sociedad. Su aliado más importante de hoy parecería ser Diosdado Cabello; su
enemigo más temible, toda una definición. La economía, por su parte, no muestra
signos de recuperación. Continúan la persistente inflación con estancamiento,
la total ausencia de inversión privada y la carencia de bienes de primera
necesidad.
Un segundo escenario, entonces, podría
ser que Maduro no recupere la cohesión del otrora partido hegemónico, y que los
disidentes se multipliquen, aumentando la fragmentación. Se propagarán las
críticas y los desencantados, en tanto más voces del chavismo recogerán el dato
más abrumador de la calle: que la aprobación de Maduro no pasa del 30 por
ciento. Es que para el dogmatismo autoritario, del cual el chavismo es un
ejemplo, es difícil entender que en política el pecado de la traición muchas
veces se transforma en la virtud del pragmatismo.
Aquí se trata de un escenario de
proto-transición, donde la oposición tiene la oportunidad de tender puentes con
los chavistas decepcionados y arrepentidos y, otra vez, no hay indicios que
ello esté ocurriendo. La historia de la democratización indica que no hay
transición a menos que la elite del campo autoritario se divida. La conocida
historia de los duros y los blandos, los halcones y las palomas, eso ya está
sucediendo y abre la oportunidad del cambio político.
Estas “traiciones” evidencian que el
PSUV está perdiendo su lugar de partido hegemónico, un lugar dado no solo por
ganar elecciones sino fundamentalmente por ser el generador de la
interpretación dominante de la realidad, es decir, la narrativa que relata el
orden natural de las cosas. La transición entonces no será de un partido a
otro, como en una democracia normal, ni de un régimen a otro, como en el
colapso de una dictadura militar. La que viene es una lenta transición de hegemonías.
Y esa parte, incierta y riesgosa, ni siquiera ha comenzado. La oposición
democrática debe comenzar a trabajar en ello.
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