Trino Márquez 02 de marzo de 2016
@trinomarquezc
Desde el triunfo de la MUD el 6 de
diciembre del año pasado, el TSJ ha dictado tres sentencias cruciales contra la
mayoría democrática de la Asamblea Nacional: la desincorporación de los
representantes de Amazonas, con la cual eliminó la posibilidad de que la
bancada opositora tuviese los dos tercios de la mayoría calificada, obtenida en
las urnas electorales; la reafirmación del Decreto de Emergencia Económica
rechazado previamente por el Parlamento; y el dictamen del 1 marzo que despoja
al cuerpo legislativo de todo control sobre los otros Poderes Públicos. Los
tres fallos vulneran la autonomía del Poder Legislativo y significan una clara
violación de la Carta del 99. En términos convencionales, la Sala
Constitucional mantiene en marcha un golpe de Estado seco, palaciego.
La más grotesca de esas medidas es la
última. Entre los muchos despropósitos que contiene, la Sala Constitucional le
prohíbe a la Asamblea revisar los actos de un órgano derivado como el máximo
Tribunal y pronunciarse acerca de la constitucionalidad del nombramiento de los
magistrados designados el 23 de diciembre, entre gallos y medianoche. Los jueces se autoaplicaron el decreto de
inamovilidad laboral vigente. El Poder que los designó, por obra y gracia de
una maroma jurídica, no puede revocarlos y, ni siquiera, emitir una opinión
acerca de la legalidad de ese nombramiento. Decidieron atornillarse a sus
sillas.
¿Cuáles son las razones del desbarro?
El TSJ constituye una pieza clave de la dictadura judicial que Nicolás Maduro
trata de imponer. Necesita aplastrar la voluntad popular desconociendo la
capacidad del voto como instrumento de cambio. Prepara el terreno para impedir
que se aplique la Ley de Amnistía y Reconciliación Nacional. No quiere ver
recorriendo el país a Leopoldo López, Antonio Ledezma, Manuel Rosales, Carlos
Ortega y los jóvenes estudiantes, hoy encarcelados. Se anticipa a la aplicación
de cualquiera de los mecanismos previstos en la Carta Magna para sustituir al
primer mandatario nacional y convocar elecciones presidenciales este mismo año.
En términos más estratégicos, allana
el terreno para aplazar de forma indefinida los comicios de gobernadores
previstos para diciembre de 2016. Evita verse rodeado por 24 mandatarios
regionales opositores que le exijan rendición de cuentas y le obliguen a
transferir competencias y recursos a los Estados. Un poco más allá, elude
llegar a la elección de alcaldes, diciembre de 2017, en la cual sufriría otra
aplastante derrota y se esfumaría definitivamente esa quimera llamada Estado
Comunal. Y, de lograr esos objetivos, se propondría la meta suprema: diferir
los fatídicos comicios de 2018 en los que estaría en juego su cargo; allí los
rojos perderían todo. Sería el Apocalipsis. Al salir Maduro de la Presidencia,
el nuevo mandatario, seguramente de la MUD, gobernaría con dos tercios de la
Asamblea Nacional. La alternativa democrática tendría el poder total. Este
panorama, Maduro y su pandilla, incluidos los miembros del TSJ, lo ven con
horror. Con un nuevo jefe de Estado apoyado por amplia mayoría parlamentaria,
el TSJ no podría esconderse detrás de argumentos bizantinos.
Frente a esta posibilidad tan
cercana, los magistrados optaron por sellar su alianza con Nicolás Maduro.
Están jugándose el destino con él. En el futuro esos señores tendrán que
explicarle al país por qué se prestaron para atropellar la voluntad popular,
burlarse de la Constitución y pintar con algunos trazos de legalidad la fachada
con la que la camarilla gobernante impone su dictadura, de última generación.
La coalición -por razones políticas,
ideológicas y pecuniarias, pues los privilegios de los que disfrutan los
magistrados son enormes- entre el TSJ y Maduro parece indestructible. El
porvenir de unos está atado al del otro. Maduro se encargó de que esos nexos
fueran inconmovibles. Para salir del Presidente hay que cambiar el TSJ; y al
revés.
Se corre el riego de que, a partir de
ahora, los ciudadanos no le encuentren sentido a participar en nuevas
elecciones popular y recurrir al voto como expresión de la voluntad de cambio.
Este cuadro tan complejo y delicado solo puede modificarse con presión popular,
único lenguaje que entiende el régimen. El reto es cómo desatarla y canalizar
el enorme descontento de la gente, respetando la paz, valor democrático
fundamental.
Empezar por pedir a la OEA la
aplicación de la Carta Democrática Interamericana luce conveniente.
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