Por Alfredo Meza
—Vengo dispuesto a limpiar a
Tumeremo.
El testigo —el primer testigo
en este relato— que escuchó estas palabras entendió que a partir de ese momento
era uno de los actores de reparto de la guerra por el control de los
yacimientos de oro en Tumeremo, en el suroriente de Venezuela. Dos hombres lo
habían bajado de la moto apuntándolo y maldiciéndolo. Ahora estaba junto a un
grupo de personas, todas desconocidas para él, a la vera del camino hacia la
mina Atenas, un poco más adelante del fundo Peregrino.
—Vengo dispuesto a limpiar a
Tumeremo y tengo una lista larga, insistió el hombre.
Era el líder del grupo. Aunque
había escuchado hablar muchas veces de él nunca lo había visto en persona.
Nadie sabe su nombre de pila, pero todos le llaman Topo, Patrón o Don. Por su
tono de voz y la forma de pronunciar todas las palabras, sin ignorar las
consonantes finales, advirtió que era colombiano. Un hombre alto, moreno y de
1,80 metros. Algo más alto que él. Vestía de negro.
Lo acompañaba alias Miguelito,
su mano derecha, y otras personas que debían detener a todos aquellos que se
dirigieran al yacimiento de oro de la mina Atenas, descubierto a finales de
2015. Al primer testigo le preguntaron si era malandro (delincuente) o minero.
Él respondió que era minero. Los hombres dudaron, pero finalmente decidieron
ponerlo en el grupo de los que no eran sus enemigos jurados. Estaban al lado de
un camino polvoriento y accidentado, un brazo de tierra de tonos anaranjados en
medio de una enorme sabana donde predominan árboles chaparros.
El Topo y sus hombres buscaban
a miembros de las bandas criminales que operan en el barrio La Caratica y que
disputan el control de la bulla [mina]. Tal vez a los miembros del grupo de
alias Potro, que no está dispuesto a perder sus riquezas. Pero el primer
testigo no está seguro. “Aquí no solo mataron a malandros, sino a gente
inocente”. Se refiere a la desaparición de al menos 16 mineros en la zona,
según ha admitido ya el Gobierno venezolano, que investiga los sucesos.
Los lugartenientes del Topo
escucharon los motores rugientes de dos motocicletas. Todo es tan silencioso
por allí que se siente incluso cuando cambian de velocidad. Los hombres se
escondieron detrás de los chaparrales y, tal como lo hicieron con el primer
testigo, interceptaron a los vehículos y obligaron a los pasajeros a bajarse.
Eran dos jóvenes y dos mujeres, también jóvenes. Pero no formularon la misma
pregunta que al primer testigo. A un muchacho le dispararon. Después tocó el
turno de las mujeres. Al hombre restante lo amarraron y luego lo degollaron
delante de todo el grupo.
El primer testigo estuvo
secuestrado hasta que cayó la noche. A un segundo testigo que conversó con este
diario, y que estaba dentro de ese grupo de secuestrados, le dijeron al
liberarlo: “Les vas a contar a tu familia que estás llegando tarde a tu casa
porque tomaron el camino equivocado y se perdieron en el monte”. Al salir de allí
el segundo testigo caminó sin mirar atrás, pero sin dejar de pensar que ese
viernes 4 de marzo había sido el día más tétrico de su vida.
El Topo y sus hombres
continuaron el camino hacia la mina Atenas. Los sobresaltos del camino no
permiten estimar cuánto tiempo pudieron haber tardado en llegar hasta la última
parada. Pero el tercer testigo asegura que a eso de las tres de la tarde se
apartó del campamento donde descansaba —muchas lonas mal amarradas a dos
árboles chaparros y una manta estirada sobre una cama de hojas secas— para
buscar agua. Al regresar vio a todos los demás mineros acostados boca abajo y
con las manos entrelazadas sobre la nuca. Dijo entonces El Topo:
—Ustedes saben que yo no me
muevo por mariqueras [tonterías].
Había pasado una hora desde
que estaban retenidos hasta que escucharon una ráfaga de ruidos cortos y secos.
Estaban disparando. Los hombres del Topo abandonaron a sus víctimas y se
internaron en el yacimiento. El tercer testigo y otros tres hombres se
adentraron en los matorrales espinosos y caminaron durante toda la noche hacia
cualquier parte. Hacia la vida, le gusta pensar a él. En algún momento pensó
que terminaría baleado dentro del camión de la caravana del Topo. El tercer
testigo calcula que allí dentro había cuatro asesinados.
Dos días después el tercer
testigo volvió a Tumeremo e informó de todo lo que había ocurrido. No se guardó
nada. El segundo testigo, en cambio, calló durante varios días. Cuando su
esposa le preguntó por qué había vuelto tan tarde de la bulla, el hombre
respondió, mientras salía del baño:
—Tomé la ruta equivocada y me
perdí. No pasó nada.
11-03-16

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