Por Michael Penfold
El cambio político en
Venezuela es inevitable. El conflicto entre el chavismo y la oposición ya no
sólo tiene lugar por su eventualidad, sino por la velocidad del conflicto
mismo.
La anticipación inexorable de
ese cambio se explica por el pobre desempeño de las variables económicas —como
la aceleración de la inflación, la profundización de la escasez y el colapso
del crecimiento y el ingreso petrolero— y por otros elementos que tienen que
ver más con la lógica de supervivencia hacia el interior del oficialismo que
con la propia fortaleza de la oposición para inducir la transformación
definitiva del sistema político venezolano.
La velocidad con la que se
resuelva esta coyuntura histórica será, entonces, una función de la capacidad
en el corto plazo de la oposición de activar un referéndum revocatorio o
promover una enmienda constitucional, de la capacidad del chavismo de mantener
su férreo control sobre el sistema judicial como mecanismo para adecuar la
activación o anulación de cualquiera de esos mecanismos constitucionales y la
magnitud de un posible estallido social que pueda precipitar una salida
negociada. Esos son los factores que durante los próximos meses alimentarán
soterradamente las fuerzas detrás del conflicto venezolano.
Una manera de entender por qué
es imposible detener este proceso es desnudar los intereses del chavismo y no
sólo los de la oposición. Aunque no lo parezca, paradójicamente el principal
interesado en modificar la situación actual es el mismo chavismo. Muchos
apuntan a explorar las fortalezas de la oposición y escrudiñar las más variadas
disyuntivas jurídicas que rodean a las diversas salidas constitucionales. Sin
embargo, es un error analítico asumir que la MUD es el único actor que puede
activar una potencial salida. Existen otros actores que pueden desestabilizar
el status quo y que se anidan sigilosamente dentro del oficialismo.
Las confesiones no tienen que
ser públicas para que algunos se den por enterados ni tienen por qué ser
evidentes para explicar la conveniencia de esconderlas.
La razón es sencilla: el
actual ciclo electoral es insalvable para el chavismo. Con una situación económica
que es a todas luces permanente, al menos desde un punto de vista coyuntural —y
brutalmente corrosiva desde un punto de vista electoral—, no hay forma que el
PSUV sobreviva las elecciones de gobernadores y alcaldes ni a las elecciones
presidenciales en los próximos tres años.
En dos palabras: para el
chavismo, el ciclo electoral futuro es absolutamente demoledor.
Si no fuera porque la
situación social del país es dramática, lo lógico para la oposición sería
mantenerse en espera y ganar abrumadoramente cada uno de esos comicios. Bajo
ese escenario, la oposición saldría totalmente victoriosa y el chavismo
liquidado. Sin embargo, el problema con semejante estrategia es que la factura
histórica de abordar el ciclo electoral sin un cambio de modelo sería social y
económicamente prohibitivo para el país.
Y ese metafórico suicidio,
aunque es común en la política, no siempre tiene lugar, así que habría que
esperar ver si el chavismo efectivamente está dispuesto o no a inmolarse de
esta forma.
Lo único cierto es que la
revolución bolivariana no tiene forma de superar con éxito cada una de estas
elecciones. Es muy probable que, si llega a materializarse un ciclo electoral
de esta naturaleza, el epílogo seria una división profunda del movimiento
revolucionario y quizás su desaparición definitiva.
Tanto para el PSUV como para
el estamento militar es extremadamente oneroso políticamente mantener el actual
estado de cosas. La cuenta que se acumula es tan abismal que resulta impagable
en el tiempo. De ahí que para ellos lo único importante es renovar su liderazgo
dentro del “marco constitucional”, sin tener que contarse electoralmente y así
ganar suficiente tiempo para recuperarse en el contexto de la implementación de
un nuevo modelo económico.
Una vez develado el principal
objetivo político del chavismo, es obvio que la fecha clave para que esto
suceda “constitucionalmente” es el cuarto año del periodo presidencial de
Maduro. Sólo a partir de ese momento, sacrificar a Maduro es políticamente
conveniente y electoralmente imprescindible. La razón es que a partir del
cuarto año, según reza la misma Constitución, en caso de una ausencia absoluta
del primer mandatario, se mantiene el Vicepresidente de la Republica —sea quien
que sea, pero que evidentemente será resultado de una negociación interna
dentro del PSUV y los factores militares— y, por lo tanto, el chavismo podrá
transitar más cómodamente hacia su renovación sin tener que convocar a nuevas
elecciones presidenciales.
Sacrificar a Maduro antes del
cuarto año del periodo presidencial (por ejemplo: como consecuencia de la
derrota en un referéndum revocatorio activado por la oposición o por una
renuncia) implicaría inmediatamente someterse a una elección presidencial que
el PSUV no tiene forma de ganar. En cambio, después del cuarto año, se
iniciaría una transición controlada desde la Vice-presidencia de la Republica.
De ahí que el segundo objetivo político del chavismo es resistir a cualquier
costo hasta haber pasado ese umbral de tiempo.
Surge entonces, tanto
para el gobierno como para la oposición, una pregunta que no es retórica sino
estratégica: ¿cuándo inició el periodo presidencial de Maduro? Es algo que
seguramente va a estar sujeto a interpretación por parte de la Corte
Constitucional, una instancia que el mismo chavismo se afanó en controlar
precisamente para graduar la velocidad y los términos del cambio político en
Venezuela, logrando mitigar arbitrariamente el poder de la oposición en la
Asamblea Nacional y anulando temporalmente su mayoría calificada.
Una tesis constitucional —que
es absurda, pero quizás conveniente para el oficialismo— es la idea de la
continuidad administrativa que justificó la ausencia del Presidente Chávez en
el acto de juramentación oficial después de su segunda reelección. Gracias a
esa tesis de la continuidad administrativa el inicio del periodo presidencial
de Maduro podría llegar a coincidir con la elección presidencial del mismo
Chávez en octubre de 2012. Si es así, el umbral del cuarto año sería en octubre
de 2016. Pero la Corte Constitucional podría argumentar que el inicio del
periodo presidencial debe coincidir con la fecha establecida por la
Constitución: el 10 de enero de 2013. Habría que esperar entonces hasta inicios
del 2017 para que se cumpla el cuarto año de este periodo presidencial para que
cualquier ausencia absoluta (sea por renuncia o revocatorio) permita que se
mantenga el Vicepresidente. Y, finalmente, existe la posibilidad que la Corte
Constitucional diga que el periodo presidencial se inicia en abril del 2013,
precisamente cuando Maduro fue electo para completar el periodo presidencial de
Hugo Chávez. En ese caso el umbral del cuarto año se fijaría para abril de
2017.
En todo caso, aunque son pocos
meses de diferencia, una crisis tan cruenta hace que luzcan extremadamente
largos. Es evidente que saber cuándo se inició el periodo presidencial será el
resultado de una decisión que el Tribunal Supremo de Justicia va a tomar de
acuerdo con los intereses del chavismo y dependiendo de las presiones que
surjan del contexto político, económico y social.
Si bien la velocidad de este
cambio puede ser controlada por la Corte Constitucional, también es cierto que
la Asamblea Nacional (o más bien el movimiento opositor) puede acelerarla para
influir activamente en cualquier proceso de transición en un futuro próximo. Y
para lograrlo tiene entre 8 y 14 meses, dependiendo de la interpretación de la
Corte Constitucional sobre el inicio del periodo, para activar un mecanismo de
cambio político. De lo contrario, la transición quedará en manos del chavismo.
Así que la MUD tiene que activar el referéndum revocatorio o imponer una
enmienda constitucional que recorte efectivamente el periodo presidencial.
El problema de la enmienda es
que depende del visto bueno de la Corte Constitucional y es, por lo tanto,
fácilmente obstaculizable. Parece poco probable que la Corte la acepte, pero
incluso si la acepta dirá que no puede ser aplicada retroactivamente. De ahí
que la enmienda sólo sea viable si es parte de un acuerdo más amplio con el
chavismo, algo que perfectamente puede estarse negociando sin que lo sepamos.
Por otro lado, una renuncia es un acto voluntario del Presidente, pero nadie
puede descartar que un evento político o social lo obligue a adoptarla. Ese
evento es algo que no depende de la oposición, así que no tiene sentido para la
MUD apostar por esta opción.
Y entonces queda el
revocatorio.
La oposición luce ambivalente
frente a esta posibilidad. Es una opción para la cual no se necesita ni de la
Asamblea Nacional ni de la Corte Constitucional: tan sólo se necesita recoger
las firmas ciudadanas a partir de la mitad del periodo presidencial. La
ambivalencia de una parte del mundo opositor frente a esta posibilidad
pareciera un tanto irracional, pero quizás sea un efecto del trauma de haber perdido
el revocatorio en el 2004. Aquellas heridas fueron difíciles de sanar.
Para la oposición cualquier
opción sería mucho más fácil de blindar si hubiese certidumbre actual sobre si
efectivamente se tiene o no una mayoría calificada en la Asamblea Nacional. Esa
super-mayoría sería sin duda una especie de bomba atómica: permitiría remover a
los magistrados, nombrar a un nuevo CNE, reformar la Constitución e incluso
convocar una Asamblea Constituyente. Sin embargo, esa mayoría calificada se
perdió una vez que retiraron a los diputados amazónicos temporalmente de la
Asamblea Nacional. De modo que ahora la única opción política disponible para
la oposición, frente a los obstáculos del Tribunal Supremo de Justicia, es
ganarse nuevamente esa amenaza creíble en la calle a través de la activación
del referéndum revocatorio. Sería muy difícil para la Corte Constitucional e
incluso para la misma Corte Electoral impedirla, aunque siempre podrán
obstaculizarla.
La oposición necesita una
amenaza creíble para obligar al chavismo a negociar cualquier salida que no sea
la que ellos mismos vienen planificando. Y la única amenaza creíble, frente a
la posición del chavismo de no negociar (aún) una salida constitucional (al
menos no hasta que se llegue al cuarto año del periodo) es revocar el
mandato y precipitar una elección presidencial.
Cuando se hizo el revocatorio
del 2004, había un CNE acabado y no había un reglamento para la
recolección de firmas pues nunca se había activado un proceso similar. Tampoco
había una crisis económica tan profunda. Ahora estamos viviendo la crisis más
grande de la historia moderna venezolana y la oposición cuenta con esas
condiciones para canalizar su pedido de una forma más expedita.
El chavismo va a tratar de
bombardear el proceso: quizás amenazará a quienes firmen con otra lista como
las recordadas Tascón o Maisanta o apelará todas las decisiones que adopte el
CNE para llevar adelante el proceso. Pero si la oposición está unificada
alrededor de una sola estrategia será muy difícil (y muy costoso frente a la
opinión pública) impedirlo. Y una vez activado, el chavismo va a tener que
decidir si negocia o se somete a un revocatorio que seguramente van a perder y
precipitaría la convocatoria de una elección presidencial antes de finales de
este mismo año.
De modo que la segunda
velocidad del cambio es más rápida que la primera, pero depende exclusivamente
del engranaje político y organizativo de la oposición para venderle a la
sociedad en su conjunto esta ruta electoral.
La tercera y última velocidad
es social y cuenta con un gran imponderable: con una escasez en alimentos y
medicamentos que sobrepasa el 70% sería irresponsable pensar que un estallido
social es impensable. Es cada vez más frecuente la violencia, aunque aún de
forma aislada, en las colas frente a los establecimientos que venden productos
regulados. El colapso de los servicios públicos también está generando
desesperación en la población y las protestas por fallas de agua o electricidad
son cada vez más comunes. Para las fuerzas policiales y militares va a ser cada
vez más difícil moralmente reprimir, pues las razones socioeconómicas que
justifican la protesta social son claramente legítimas y pueden terminar por
indignar a la población en su conjunto.
La situación es delicada. Y de
ocurrir un estallido social, su escala va a ser interpretada políticamente por
el estamento militar.
En 1936, una vez muerto Juan
Vicente Gómez, los saqueos y las protestas en Caracas llevaron al Presidente
López Contreras a legalizar los partidos políticos, liberar a los presos
políticos y acordar un pacto mínimo de gobernabilidad. Hoy las condiciones
económicas y sociales son distintas, pero el efecto político puede ser similar.
Tras El Caracazo de febrero de
1989, los políticos puntofijistas decidieron ampliar la descentralización para
incluir la elección de gobernadores y aceptaron la posibilidad de comenzar a
transferir ciertos servicios públicos a las regiones, algo que en su momento
era impensable para avanzar con la democratización de un sistema bastante
cerrado de conciliación de elites.
En otras palabras: las
consecuencias políticas de este tipo de conmociones sociales es inmediato. Y en
esta oportunidad no será diferente y podría acelerar una salida negociada del
Presidente Maduro. Aunque parece evidente que la velocidad con la que va a
operar el cambio en Venezuela es incierta.
Hasta ahora el chavismo ha
logrado imponer sus tiempos gracias a su control del Tribunal Supremo de
Justicia. Una vez que la oposición venza la ambivalencia, quizás podrá imprimirle
cierta fuerza a la calle a través de la activación del referéndum revocatorio.
Y la sociedad siempre puede darle un palo a la lámpara para provocar una salida
inmediata.
Queda por esperar entonces
cuál será velocidad que se termine imponiendo: si vamos en primera, en segunda
o en tercera.
01-03-16
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