Ibsen Martínez 04 de marzo de 2016
Tanto
las cifras macroeconómicas como el testimonio cotidiano de los venezolanos de
toda condición social hablan de tal escasez de alimentos y medicinas, de tan
generalizado colapso de la asistencia médica pública y privada, que clamar por
la declaratoria a corto plazo de una emergencia humanitaria generalizada no es
exagerado. Justamente eso han hecho recientemente, en un documento muy serio y
circunstanciado, más de 60 ONG venezolanas, sin que el Gobierno se haya dignado
siquiera a acusar recibo.
La
disfuncionalidad de lo que alguna vez pudo llamarse Estado, hoy ya derrotado
por todas las formas imaginables de crimen organizado, ha convertido el país en
un infierno donde, anualmente, decenas de miles de homicidios a manos del hampa
común quedan tan impunes como las masivas ejecuciones extrajudiciales con que
los corruptos cuerpos policiales responden a la acción de las bandas
criminales, muchas de ellas armadas y protegidas por el cartel narcomilitar del
que el mismísimo Nicolás Maduro y el clan encabezado por su esposa, Cilia
Flores, son competidores comerciales.
La
guerra por el control territorial del mercado, tan caro al narcotráfico y a la
industria del secuestro, y en la que el dantesco sistema carcelario venezolano
juega un papel decisivo, se libra hoy en Venezuela en prolongadas batallas
campales, en plena vía pública y a pleno sol, que mantienen en permanente
zozobra a la ciudadanía. La anómica violencia resultante ha impuesto al
conjunto de la sociedad venezolana un verdadero toque de queda, agravado por
apagones cada vez más frecuentes, tanto en las zonas rurales como en las
grandes ciudades. Los saqueos y el linchamiento de ilegales revendedores de
productos de primera necesidad, muchos de ellos activistas del PSUV, por parte
de exasperados ciudadanos, hartos de hacer prolongadas e infructuosas colas, ya
son cosa de todos los días.
Ante
tal panorama, el inmovilismo del presidente venezolano y la panda de
vociferantes ineptos que integran su Gabinete ha logrado, en los últimos
tiempos, ensanchar más y más el consenso nacional en torno a que bastaría tan
solo la renuncia de Maduro para despejar suficientemente la atmósfera y hacer
circular, entre chavistas y opositores, ideas ortodoxas y viables en materia
económica.
Característicamente,
en la ofuscada Venezuela de hoy, el creciente consenso de que hablo —“Maduro
haría mejor en irse”— no termina aún de desembocar en diálogo y acuerdo
político entre los vastos sectores moderados de ambos bandos adversos. Al
contrario, de modo puerilmente maquinal, ministros y diputados, todos voceros
del desgobierno, no hacen sino instigar más violencia política al repetir las
ya inútiles denuncias de una conspiración de opositores “oligarcas” y
“apátridas” apoyados desde el exterior por el mismo imperialismo yanqui que hoy
se entiende con la Cuba de los Castro. Mientras tanto, las facciones militares
que hasta hace poco daban sustento al Gobierno se han replegado sobre sí mismas
a la espera de alguna milagrosa mejoría del cuadro económico que
providencialmente vivifique la agónica presidencia de Maduro. Ello les
permitiría, al menos, prolongar, así fuese solo por poco tiempo, el incesante
saqueo de los cada día más menguados fondos públicos.
Maduro
persiste enajenadamente en perorar contra el capitalismo y proponer
descabellaos retornos a la caza, la pesca y la recolección precolombinas. De
todo este cuadro emana la importancia del anuncio que la Mesa de Unidad
Democrática ha prometido para esta semana: brindar a Venezuela un detallado
mapa caminero que, en cuestión de semanas, por medios constitucionales y
democráticos, conduzca al fin del desgobierno de Nicolás Maduro y del
desastroso modelo económico instaurado por Hugo Chávez.
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