Por Leonardo Morales
Los años dedicados a construir
una democracia sólida y con instituciones que actuaran oportunamente para dar
respuestas a las exigencias de la sociedad parecieran haber quedados en el
cesto de la basura.
Con la Revolución octubrista,
primero, y el inicio de la experiencia democrática a partir de 1958, en segundo
lugar, el país, sus líderes y los partidos políticos, no sin pocos sobresaltos,
alzamientos e intentos de golpes de estado, fue transitando la senda que le
permitía resolver sus diferencias a través de un entramado legal que ofrecía la
democracia formal que se instauró desde ese entonces; el poder civil asumió el
rol que le correspondía en cada uno de los poderes y los militares que durante mucho
tiempo ejercieron el poder autocráticamente volvieron a los cuarteles
respetando quinquenalmente el veredicto del soberano.
Van casi medio siglo de senda
democrática. Muchas insatisfacciones y cosas por hacer que, sin duda alguna, no
supera lo realizado en ese tiempo. Grandes logros y aciertos que hoy, a la
distancia, reconocemos con mayor justeza. Así, transcurrido medio siglo desde
que se inauguró la vida democrática pudiéramos decir que no nos está yendo tan
bien como entonces. El reclamo a aquellos líderes derivó en una tragedia de la
cual todos quieren escapar.
Mientras se impulsó el credo
por la democracia y el fortalecimiento de las instituciones que le daban
soporte, en lo que va de este nuevo siglo las cosas van por un camino distinto:
la autonomía de los poderes es letra muerta, la voluntad electoral es
suplantada por unos cuantos magistrados que se creen consecuencia de una
emanación divina, hasta llegar a una idea que, de tanto en tanto, hace su
aparición.
La agudización de la crisis es
de tal envergadura que no resulta desajustado insinuar la existencia de un
Estado fallido. No existe una única definición sobre el particular, algunos
rasgos específicos pueden permitir que quien intenta interpretar las
características de un estado lo lleve a calificarlo como tal.
Digamos que si un estado
observa una cierta disfuncionalidad en sus ejecutorias, además no responde a
las demandas que emergen del seno de la sociedad y, como rápido colofón, otros
compiten en la disputa por el monopolio de la violencia generando un altísimo
estado de inseguridad ciudadana, evidenciarían algunos rasgos que justificarían
la adjudicación de semejante calificativo al estado observado.
No este el espacio de
discernir sobre si en Venezuela hay un estado o simplemente un gobierno. Lo
cierto es que sea uno o el otro tiene poca importancia para el que hace colas
por alimentos y medicinas, para el que llora por un familiar fallecido por la
incompetencia gubernamental, bien por fallas en el sistema de salud o por la
violencia instalada.
Cualquier observador armado de
las técnicas que considere pertinente no arribará a un resultado distinto que
no sea confirmar que no nos está yendo tan bien, que vivimos en un gobierno
fallido y con un presidente igualmente fallido.
22-04-16
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