Por Froilán Barrios
A propósito del centésimo
aniversario de la Revolución rusa se han escrito toneles de tinta sobre el
evento, aquí, allá y en todas partes, en un concierto donde resalta que
analizar la historia con odio es un método recurrente para tergiversarla y
asesinarla; es un crimen literario que termina despreciando un evento universal
que no merece ese destino, ya que, al escribir inspirado en el hígado y la
bilis, se desperdicia una oportunidad para analizar un hecho descomunal que
tuvo un impacto planetario.
Pareciera para estos matarifes
del teclado que los Romanov eran infantes de pecho, quienes merecieran hoy ser
llevados a los altares y restaurados a la actual realeza europea, aun cuando
fueran herederos de dinastías que subyugaron a los pueblos de la Rusia de los
zares durante siglos, en cuyo tiempo fueron exterminados por hambre, miseria,
persecuciones y guerras millones de seres humanos, al extremo de llegar al
siglo XX con un imperio de rasgos semifeudales, germen del sacudón político,
social y económico que los derrocó.
Por tanto, establecer mediante
la lógica formal una identidad entre el origen y significado de la Revolución
rusa y el horror soviético es amalgamar la historia y cometer un delito
intelectual, ya que la Revolución de octubre de 1917 es un hecho de dimensión
universal de la portée de la Revolución francesa, al determinar un
antes y un después en el devenir de la historia contemporánea.
La Revolución de octubre
significó la concreción de un folleto escrito 7 décadas antes en 1848, el Manifiesto
Comunista de Carlos Marx, cuyo contenido resume la propuesta de un sistema
económico y político alternativo al capitalismo y la democracia burguesa, que
implica incluso su destrucción. La utopía fue asumida por millones de humanos
en los 5 continentes, hasta que sucediera, ante el fracaso de la Comuna de
París (1871), el hecho fantástico recogido en su mejor crónica Los 10 días
que estremecieron al mundo por el periodista estadounidense John Reed.
¿Entonces, que pudo suceder en
la dirección del partido bolchevique, donde militaban además de Lenin cuadros
de cultura universal, de la trayectoria de León Trotsky, Bujarin, Kamenev,
Zinoviev, Alexandra Kollontai, entre otros, para que el zapatero Stalin, quien
se divertía en su casa de campo degollando ovejas, se convirtiera en el
enterrador de la revolución?
En que esta, naciendo de un
proceso de ruptura con el autoritarismo zarista para garantizar la libertad
política con igualdad ante la ley, muy pronto se convirtió en los preliminares
del “socialismo real” en su opuesto, en un proceso irracional de eliminación de
toda forma de libertad; por otra parte, al imponer la destrucción de la
propiedad privada, instauró el Estado todopoderoso dueño absoluto de la riqueza
nacional, al expropiar el capital y el trabajo, convirtiendo a los trabajadores
en esclavos del Estado soviético y a naciones enteras en sus satélites.
De allí su monumental fracaso,
degradado a la propaganda como política del régimen, como lo manifestara
Stalin, en 1937, al cumplirse 20 años de la Revolución, anunciaba que “ya el
sistema socialista había triunfado en todas las ramas de la economía, porque se
habían liquidado en su totalidad los elementos capitalistas de la industria, de
la agricultura y del sector individual, donde la explotación del hombre por el
hombre había sido destruida para siempre. Ya no hay crisis, ni miseria, ni paro
forzoso ni ruina”.
Afirmaciones que quedaron en
el basurero de la historia, por ser fraudulentas y a la vez irónicas, cuando
hoy en la tierra donde sucediera la Revolución de octubre, se ha retornado al
capitalismo y se ha entronizado en la práctica un nuevo monarca, Vladimir
Putin, con mayor poder que aquellos zares de todas las Rusias. Concluyendo en
nuestros predios que cualquier coincidencia con nuestra realidad, en este caso,
no es pura casualidad.
01-11-17
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