Por Rodolfo Izaguirre
Cuando voy al centro de la
ciudad a dar fe de vida o a llevar facturas médicas al seguro o tomar con
cierta angustia un Metro deteriorado y a riesgo de ser acusado de
desestabilizador por la justicia bolivariana o de quedar retenido en sus
túneles, es decir, cuando debo salir de casa a hacer alguna diligencia, trato
de disfrazarme de pobre –¡lo que no me cuesta ningún esfuerzo!–, debo admitir.
¡Blue jeans y sandalias! Todo en bajo perfil para evitarme situaciones enojosas
y usuales como asaltos en plena mañana; ofensas bolivarianas y, lo peor: un
lenguaje ordinario y soez que, si a ver vamos, debe resultar más crispante y
ofensivo que el propio atraco.
A riesgo de recibir un balazo,
creo que tendría la suficiente serenidad para enfrentarme al delincuente y pedirle
más respeto por el idioma. A menos que se trate de asaltantes profesionales con
armas de grueso calibre y un comportamiento en modo alguno agresivo o violento.
La suspicacia venezolana podría suponer que en estos casos se trata de hombres
que alguna vez portaron un uniforme o lo llevan en horas de disciplina y se
liberan de él por las noches. ¿Qué hacer? Sabemos que la autoridad policial es
ineficaz para controlar la violencia delictiva, sobre todo, cuando se sabe que
el propio Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas y la
Guardia Nacional son los que la alimentan y practican, al punto de convertir el
país en el más inseguro del continente
En los tiempos de extrema
violencia que padecieron los colombianos conocí en Bogotá a una mujer de alta
sociedad que ocupaba un cargo importante en un instituto cultural. Dejaba en su
casa el automóvil de marca y cruzaba la ciudad manejando una Renoleta, es
decir, un Renault muy viejo, y al llegar a su trabajo sacaba los zapatos de
tacón, el collar, los zarcillos y la cartera que tenía escondidos debajo del
asiento y se disfrazaba de niña acomodada, es decir, de ella misma y entraba
triunfante y gloriosa a su oficina. Al regresar a su casa, hacía lo que yo hago
cuando salgo de la mía.
“Debo vivir así –me dijo–. De
lo contrario, me expongo a ser víctima de algún grupo delictivo, guerrillero,
paramilitar o policial”. Hoy, Bogotá es una ciudad sosegada, porque la
violencia quedó sometida a una política de Estado que Caracas no tiene. Allí vi
una vez un letrero: “No toque la bocina. ¡Mortifica!”. En Caracas, antes de
caerle a tiros al letrero, el chavismo lo habría calificado de sifrinísima
mariquera oligarca.
¡Los bogotanos aceptaron el
proyecto de salvar la ciudad! En Caracas, el objetivo es acabar con ella: se
niega el apoyo a los alcaldes electos; se les inhabilita y el consuelo que nos
queda es rogar a los asaltantes que lo hagan manejando un lenguaje menos
ordinario. Sé que es pedirle “peras al horno”, como reiteró Manuel Rosales en
su frustrada campaña electoral, porque es como rogarle al presidente de la
república que modere el suyo.
También es inútil adoptar
previsiones para pasar socialmente inadvertidos, porque lo que nos delata es la
manera de caminar y expresarnos. Algo que nada tiene que ver con la clase
social a la que se pertenece, sino a la cultura que se haya adquirido, que
termina manifestándose en el buen decir y en la dinámica elegancia del
movimiento corporal.
Lo que desalienta es que
habiendo sumergido mi vida en universos espirituales luminosos, acabe
entregando los zapatos y la vida a un ser ignorante y desalmado; morir a manos
de un policía disfrazado de hampón o de algún azote de barrio disfrazado de
policía, y caer, finalmente, en plena calle víctima de un guardia nacional ansioso
por disparar.
12-11-17
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