Francisco Fernández-Carvajal 08 de enero de 2019
—
Jesús perdido y hallado en el Templo. El dolor y la alegría de María y de José.
Nosotros le perdemos por nuestra culpa.
— La
realidad del pecado y el alejamiento de Cristo. La tibieza.
—
Poner nosotros los medios para no perder a Jesús. Dónde podemos hallarlo.
I. Jesús
creció en un clima de piedad y de cumplimiento de la Ley. Parte importante de
esta eran las peregrinaciones al Templo. Tres veces al año celebraréis
fiesta solemne en mi honor... Tres veces al año comparecerá todo varón ante
Yahvé, su Dios1.
Estas fiestas eran las de la Pascua, Pentecostés y la de los Tabernáculos, y,
aunque no obligaban a ir al Templo a quienes vivían lejos, eran muchos los
judíos de toda Palestina que se trasladaban a Jerusalén en alguna de esas
fechas. La Sagrada Familia solía hacerlo en Pascua: Todos los años sus
padres iban a Jerusalén por la fiesta de la pascua2.
Aunque solo era obligatorio para los varones mayores de doce años, María, según
se deduce del relato de San Lucas, acompañaba a José.
Nazaret
dista de Jerusalén algo más de cien kilómetros por el camino más recto. Al
llegar la Pascua solían reunirse varias familias para hacer el camino juntos,
en cuatro o cinco jornadas.
Al ser
ya el Niño de doce años cumplidos, subió a Jerusalén, según solían
hacer en aquella fiesta3.
Terminados los ritos pascuales, se inicia la vuelta a Nazaret. En estos viajes,
las familias se dividían en dos grupos, uno de hombres y otro de mujeres. Los
niños podían ir con cualquiera de los dos. Esto explica que pudiera pasar
inadvertida la ausencia de Jesús hasta que terminó la primera jornada, momento
en el que se reagrupaban todos para acampar.
¿Qué
sintieron y pensaron entonces? Parece inútil describirlo. Creyeron haber
perdido a Jesús, o que Jesús les había perdido a ellos, y andaba solo, Dios
sabe por dónde. La aglomeración a la salida de la ciudad y por los caminos que
a ella conducen era muy grande en esos días. Aquella noche debió ser terrible
para María y para José. Por la mañana, muy temprano, comenzaron a desandar el
camino y se dirigieron de nuevo a Jerusalén. Pasaron tres días, cansados,
angustiados, preguntando a todo el mundo si habían visto a un niño como de doce
años... Todo inútil.
María
y José le perdieron sin culpa suya. Nosotros le perdemos por el pecado, por la
tibieza, por la falta de espíritu de mortificación y de sacrificio. Entonces,
nuestra vida sin Jesús se queda a oscuras.
Cuando
nos encontremos en esa oscuridad hemos de reaccionar enseguida y buscarle,
hemos de saber preguntar a quien puede y debe saberlo: «¿Dónde está el Señor?».
«La
Madre de Dios, que buscó afanosamente a su Hijo, perdido sin culpa de Ella, que
experimentó la mayor alegría al encontrarle, nos ayudará a desandar lo andado,
a rectificar lo que sea preciso cuando por nuestras ligerezas o pecados no
acertemos a distinguir a Cristo. Alcanzaremos así la alegría de abrazarnos de nuevo
a Él, para decirle que no lo perderemos más.
»Madre
de la ciencia es María, porque con Ella se aprende la lección que más importa:
que nada vale la pena, si no estamos junto al Señor; que de nada sirven todas
las maravillas de la tierra, todas las ambiciones colmadas, si en nuestro pecho
no arde la llama de amor vivo, la luz de la santa esperanza que es un anticipo
del amor interminable en nuestra definitiva Patria»4.
II.
María y José no perdieron a Jesús, fue Él quien se ausentó de su lado.
Con
nosotros es distinto; Jesús jamás nos abandona. Somos nosotros los hombres
quienes podemos echarlo de nuestro lado por el pecado, o al menos alejarlo por
la tibieza. En todo encuentro entre el hombre y Cristo, la iniciativa siempre
ha sido de Jesús; por el contrario, en toda situación de desunión, la
iniciativa la llevamos siempre nosotros. Él no nos deja jamás.
Cuando
el hombre peca gravemente se pierde para sí mismo y para Cristo. El hombre anda
entonces sin sentido y sin dirección, pues el pecado desorienta esencialmente.
El pecado es la mayor tragedia que puede sucederle a un cristiano. En unos
pocos momentos se aparta radicalmente de Dios por la pérdida de la gracia santificante,
pierde los méritos adquiridos a lo largo de toda su vida, queda sujeto de algún
modo a la esclavitud del demonio y disminuye en él la inclinación a la virtud.
El alejamiento de Dios «lleva siempre consigo una gran destrucción en quien lo
realiza»5.
Por
desgracia, lo peor de todo es que para muchos esto apenas tiene importancia. Es
la tibieza, el desamor, el que lleva a valorar poco o nada la compañía de
Jesús, Él sí que valora estar con nosotros: murió en una cruz para rescatarnos
del demonio y del pecado, y para estar siempre con cada uno de nosotros en este
mundo y en el otro.
María
y José amaban a Jesús entrañablemente; por eso le buscaron sin descanso, por
eso sufrieron de una manera que nosotros no podemos comprender, por eso se
alegraron tanto cuando de nuevo le encontraron. «Hoy no parece que haya mucha
gente que sufra por su ausencia; cristianos hay para quienes la presencia o
ausencia de Cristo en sus almas no significa prácticamente nada. Pasan de la
gracia al pecado y no experimentan sufrimiento ni dolor, aflicción ni angustia.
Pasan del pecado a la gracia y no dan la impresión de hombres que han vuelto
del infierno, que han pasado de la muerte a la vida: no se les ve el alivio, el
gozo, la paz y el sosiego de quien ha recuperado a Jesús»6.
Nosotros
hemos de pedir hoy a María y a José que sepamos apreciar la compañía de Jesús,
que estemos dispuestos a todo antes que perderle. ¡Qué oscuro estaría el mundo,
y nuestro mundo, sin Jesús! ¡Qué gracia tan grande darnos cuenta de esto!
«Jesús: que nunca más te pierda...»7.
Pondremos todos los medios, sobrenaturales y humanos, para no caer en el pecado
mortal y ni siquiera en el pecado venial deliberado. Si no ponemos empeño en
aborrecer el pecado venial, sin la falsa excusa de que no es «grave», no
llegaremos a un trato de intimidad con el Señor.
III. El
Templo de Jerusalén tenía una serie de dependencias destinadas al culto y a la
enseñanza de las Escrituras. En una de estas dependencias entraron María y
José. Probablemente se trataba del atrio del Templo, donde se escuchaban las
explicaciones de los doctores y se podía intervenir con preguntas y respuestas.
Allí se encontraba Jesús; sus preguntas llamaban la atención de los doctores
por su sabiduría y ciencia. Está como uno de tantos oyentes, sentado en el
suelo, y también interviene como harían otros, pero las preguntas descubren su
maravillosa sabiduría. Con todo era un modo de enseñar acomodado a su edad.
María
y José están maravillados contemplando toda esta escena. María se dirige a Él
llena de alegría por haberle encontrado. En sus palabras encuentra San Agustín
una muestra de humildad y de deferencia hacia San José. «Pues, aun con haber
merecido alumbrar al Hijo del Altísimo, era Ella humildísima, y al nombrarse no
se antepone a su esposo, diciendo Yo y tu padre, sino: Tu padre y yo.
No tuvo en cuenta la dignidad de su seno, sino la jerarquía conyugal. La
humildad de Cristo, en efecto, no había de ser para su madre una escuela de
soberbia»8.
La
pérdida de Jesús no fue involuntaria por su parte. Teniendo plena conciencia de
quién era y de la misión que traía, quiso comenzar de algún modo a cumplirla.
Igual que hará después, busca ahora cumplir la voluntad del Padre celestial sin
que sea un obstáculo la de sus padres terrenos. Para ellos debió de ser una
dolorosa prueba; pero también un rayo de luz, que les va descubriendo el
misterio de la vida de Jesús. Fue un episodio de la vida de Jesús que jamás
olvidarían.
Para
todos queda claro la conciencia que Jesús tiene de su misión y de ser el Hijo
de Dios. Para penetrar un poco más en la respuesta habría que haber oído la entonación
de la voz de Jesús mientras se dirige a sus padres. De todas formas, nos hace
ver que los planes de Dios están siempre por encima de los planes terrenos, y
si alguna vez se presenta conflicto entre ambos, es necesario obedecer
a Dios antes que a los hombres9.
Si
alguna vez perdemos a Jesús, acordémonos de aquel consejo del mismo
Señor: Buscad y encontraréis10.
Le encontramos siempre en el Sagrario, en aquellas personas que Dios mismo ha
dispuesto para señalarnos el camino; y si le hubiéramos ofendido gravemente,
siempre nos está esperando en el sacramento de la Penitencia. En este
sacramento nos disponemos a purificar nuestros ojos manchados por las faltas de
amor y por los pecados veniales.
Quizá
hoy nos puede hacer mucho bien, especialmente cuando estemos delante del
Sagrario o cuando veamos los muros de una iglesia, decir como jaculatoria,
repetir en la intimidad de nuestro corazón: «Jesús: que nunca más te pierda...»11.
María y José serán nuestras ayudas para no perder de vista a Jesús a lo largo
del día, y de toda nuestra vida.
1 Ex 23,
14-17; Cfr. Dt 16, 18. —
2 Lc 2,
41. —
3 Lc 2,
42. —
4 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 278. —
5 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 13. —
6 F.
Suárez, José, el esposo de María, p. 195. —
7 San
Josemaría Escrivá, Santo Rosario, quinto misterio de gozo.
—
8 San
Agustín, Sermón 51, 18. —
9 Hech 5,
9. —
10 Lc 11,
9. —
11 San
Josemaría Escrivá, l. c.
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