Francisco Fernández-Carvajal 14 de enero de 2019
— El
sentido de la filiación divina define nuestro día.
—
Algunas consecuencias: fraternidad, actitud ante las dificultades, confianza en
la oración...
—
Coherederos con Cristo. La alegría, un anticipo de la gloria que no debemos
perder a causa de las contrariedades.
I. «Yo
he sido por Él constituido Rey sobre Sión, su monte santo, para predicar su
Ley. A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy (Sal 2,
6-7). La misericordia de Dios Padre nos ha dado como Rey a su Hijo (...). Tú
eres mi hijo: se dirige a Cristo y se dirige a ti y a mí, si nos decidimos a
ser alter Christus, ipse Christus»1;
y eso es lo que pretendemos, a pesar de nuestras flaquezas: imitar a Cristo,
identificarnos con Él, ser buenos hijos de Dios en medio de nuestro trabajo y
de los quehaceres normales de todos los días.
El
pasado domingo contemplábamos a Jesús que acude a Juan, como uno más, para ser
bautizado en el Jordán. El Espíritu Santo se posó sobre Él y se dejó oír la voz
del Padre: Tú eres mi Hijo muy amado2.
Jesucristo es, desde la eternidad, el Hijo Único de Dios, el Amado:
nacido del Padre antes de todos los siglos (...), engendrado, no creado, de la
misma naturaleza que el Padre, por quien todo fue hecho, confesamos en el
Credo de la Misa. En Él y por Él –Dios y Hombre verdadero– hemos sido hechos
hijos de Dios y herederos del Cielo.
A lo
largo del Nuevo Testamento, la filiación divina ocupa un lugar central en la
predicación de la buena nueva cristiana, como realidad bien
expresiva del amor de Dios por los hombres: Ved qué amor nos ha
mostrado el Padre: que seamos llamados hijos de Dios y lo seamos3.
El mismo Jesucristo mostró constantemente esta verdad a sus discípulos: de modo
directo, enseñándoles a dirigirse a Dios como al Padre4;
señalándoles la santidad como imitación filial5;
y también a través de numerosas parábolas en las que Dios es representado por
la figura del padre. Es particularmente entrañable la figura de nuestro Padre
Dios en la parábola del hijo pródigo.
Por su
infinita Bondad, Dios ha creado y elevado al orden sobrenatural al hombre para
que, con la gracia santificante, pudiera penetrar en la intimidad de la
Beatísima Trinidad, en la Vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, sin
destruir, sin forzar su propia naturaleza de criaturas: mediante este don
inefable de la filiación divina6.
Nos constituye en hijos suyos: no es nuestra filiación un simple título, sino
una elevación real, una transformación efectiva de nuestro ser más íntimo. Por
eso, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer (...), a fin de que
recibiésemos la adopción de hijos. Y, puesto que sois hijos, Dios envió a
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama Abbá, Padre! De manera que
ya no eres siervo sino hijo; y como eres hijo, también heredero por gracia de
Dios7.
El
Señor nos ha ganado el Don más precioso: el Espíritu Santo, que nos hace
exclamar Abbá, Padre!, que nos identifica con Cristo y nos hace
hijos de Dios. «Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un
siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos
concede vía libre para que vivamos con Él la piedad del hijo y, me atrevería a
afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de
negarle nada»8.
A mí
me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy.
Estas palabras del Salmo II, que se refieren principalmente a
Cristo, se dirigen también a cada uno de nosotros y definen todo nuestro día y
la vida entera, si estamos decididos –con debilidades, con flaquezas– a seguir
a Jesús, a procurar imitarle, a identificarnos con Él, en nuestras peculiares
circunstancias. Profundizar en las consecuencias de la filiación divina será, a
temporadas, objeto de una especial atención en nuestra lucha ascética, e
incluso del examen particular.
II.
Cuando vivimos como buenos hijos de Dios, consideramos los acontecimientos
–también los pequeños sucesos de un día corriente– a la luz de la fe, y nos habituamos
a pensar y actuar según el querer de Cristo9.
En primer lugar, trataremos de ver hermanos en las personas con quienes nos
relacionamos, pues todos somos hijos de un mismo Padre. El aprecio y el respeto
a los hombres generará en nosotros el mismo deseo que existe en el Corazón de
Cristo: el de su santificación. El amor fraterno nos moverá ante todo a que
esas personas estén cada vez más cerca de Cristo y sean cada vez más plenamente
hijos de nuestro Padre Dios. Será el nuestro el mismo afán apostólico de Cristo
por todos: el celo por la gloria del Padre y por la salvación de la humanidad10.
Las manifestaciones de esta fraternidad enraizada en la filiación divina pueden
ser innumerables a lo largo de una jornada nuestra: oración, pequeñas ayudas
materiales, comprensión ante los defectos.
La
filiación divina no es un aspecto más de nuestra vida: define nuestro propio
ser sobrenatural y nos señala la manera de situarnos ante cada acontecimiento;
no es una virtud particular, que tenga sus propios actos, sino la condición
permanente de nuestro ser, y empapa todas las virtudes11.
Somos, ante todo y sobre todo, hijos de Dios, en cada circunstancia y en todas
las situaciones, y esta convicción firmísima llena nuestro vivir y nuestro
actuar: «no podemos ser hijos de Dios solo a ratos, aunque haya algunos
momentos especialmente dedicados a considerarlo, a penetrarnos de ese sentido
de nuestra filiación divina, que es la médula de la piedad»12.
Si
consideramos con frecuencia esta verdad –soy hijo de Dios–, si profundizamos en
su significado, nuestro día se llenará de paz, de serenidad y de alegría. Nos
apoyaremos resueltamente en nuestro Padre Dios, del que todo depende, en las
dificultades y en las contradicciones, si alguna vez se hace todo cuesta arriba13.
Volveremos con más facilidad a la Casa paterna, como el hijo pródigo, cuando
nos hayamos alejado con nuestras faltas y pecados; no perderemos de vista que
siempre nos espera nuestro Padre para darnos un abrazo, para devolvernos la
dignidad de hijos si la hubiéramos perdido, y para llenarnos de bienes en una
fiesta espléndida, aunque nos hayamos portado mal, una y mil veces. La oración
–como en este rato que dedicamos exclusivamente a Dios– será de veras la
conversación de un hijo con su padre, que sabe que le entiende bien, que le
escucha, que está atento como nadie jamás lo ha estado nunca. Un hablar con
Dios confiado, que nos mueve con frecuencia a la oración de petición porque
somos hijos necesitados; una conversación con Dios que tiene por tema nuestra
vida: «todo lo que palpita en nuestra cabeza y en nuestro corazón: alegrías,
tristezas, esperanzas, sinsabores, éxitos, fracasos, y hasta los detalles más
pequeños de nuestra jornada. Porque habremos comprobado que todo lo nuestro
interesa a nuestro Padre Celestial»14.
III. El
hijo es también heredero, tiene como un cierto «derecho» a los bienes del
padre; somos herederos de Dios, coherederos con Cristo15.
El Salmo II, con el que comenzamos este rato de oración, salmo de
la realeza de Cristo y de la filiación divina, continúa con estas
palabras: Pídeme y te daré las naciones en herencia y extenderé tus
dominios hasta los confines de la tierra16.
El
anticipo de la herencia prometida lo recibimos ya en esta vida: es el gaudium
cum pace, la alegría profunda de sabernos hijos de Dios, que no se apoya en
los propios méritos, ni en la salud o en el éxito, ni consiste tampoco en la
ausencia de dificultades, sino que nace de la unión con Dios; se fundamenta en
la consideración de que Él nos quiere, nos acoge y perdona siempre... y nos
tiene preparado un Cielo junto a Él, por toda la eternidad. Perdemos esta
alegría cuando dejamos a un lado el sentido de nuestra filiación divina, y no
vemos la Voluntad de Dios, sabia y amorosa siempre, en las dificultades y
contradicciones que cada jornada nos trae.
No
quiere nuestro Padre que perdamos esa alegría de hondos cimientos: Él quiere
vernos siempre contentos, como los padres de la tierra desean ver siempre a sus
hijos.
Además,
con esa actitud serena y gozosa ante la vida –el gaudium cum pace17–,
en la que no faltarán contradicciones, el cristiano hace mucho bien a su
alrededor. La alegría verdadera es un formidable medio de apostolado. «El
cristiano es un sembrador de alegría; y por esto realiza grandes cosas. La
alegría es uno de los más irresistibles poderes que hay en el mundo: calma,
desarma, conquista, arrastra. El alma alegre es un apóstol: atrae a los hombres
hacia Dios, manifestándoles lo que en ella produce la presencia de Dios. Por
esto el Espíritu Santo nos da este consejo: nunca os aflijáis, porque
la alegría en Dios es vuestra fuerza (Neh 8, 10)»18.
1 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 185. —
2 Cfr. Mc 1,
9-12. —
3 1
Jn 3, 1. —
4 Cfr. Mt 6,
9. —
5 Cfr. Mt 5,
48. —
6 Cfr. F.
Ocáriz, El sentido de la filiación divina, EUNSA, 2ª ed.,
Pamplona 1985, pp. 173 ss. —
7 Gal 4,
5-7. —
8 San
Josemaría Escrivá, o. c., 185. —
9 Cfr. M.
Eguíbar, ¿Por qué se amotinan las gentes?, Rialp, 3ª ed.,
Madrid 1972, pp., 146 ss. —
10 Cfr. B.
Perquin, Abba, Padre, Rialp, Madrid 1986, p. 331. —
11 Cfr. F.
Ocáriz, o. c., p. 193. —
12 Conversaciones
con Monseñor Escrivá de Balaguer, Rialp, 14ª ed., Madrid 1985, n.
102. —
13 Cfr. J.
Lucas, Nosotros, hijos de Dios, Rialp, 3ª ed., Madrid 1973,
pp. 103 ss. —
14 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, Rialp, 2ª ed., Madrid
1977, 245. —
15 Rom 8,
17. —
16 Sal 2,
8. —
17 Misal
Romano, Preparación para la Misa: Formula intentionis.
—
18 M.
V. Bernadot, De la Eucaristía a la Trinidad, Palabra,
Madrid 1983, p. 96.
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