Francisco Fernández-Carvajal 06 de enero de 2019
— Un
viaje duro y difícil. Obediencia y fortaleza de José. Confianza en Dios.
— En
Egipto. Otras virtudes que hemos de imitar del Santo Patriarca.
—
Fortaleza en nuestra vida ordinaria.
I. Los
Magos se habían marchado. La Virgen y San José comentarían gozosos los
acontecimientos de aquella jornada. Después, en medio de la noche, se despertó
María a la llamada de José. Este le comunicó la orden del Ángel: Levántate,
toma al niño y a su madre, huye a Egipto y estate allí hasta que yo te diga,
porque Herodes va a buscar al niño para matarlo1.
Era la señal de la Cruz al término de un día repleto de felicidad.
María
y José salieron de Belén apresuradamente, abandonando muchas cosas necesarias
que no podían llevar consigo en un largo y difícil viaje, con el sobresalto
además de una huida ante la amenaza de muerte. Es un profundo misterio,
asombrosamente real, que el Hijo de Dios hecho hombre buscó refugio, lloró y
durmió en brazos de María y de José.
No
pudo ser cómodo el viaje: varias jornadas de andadura por caminos inhóspitos,
con el temor de ser alcanzados en la fuga, y el cansancio y la sed. La frontera
de Egipto, tras la cual Herodes ya nada podía hacer, estaba aproximadamente a
una semana de distancia al paso que ellos podían avanzar, sobre todo si
siguieron, como es lo más seguro, los caminos menos frecuentados. Fue un viaje
extenuante, a través de regiones desérticas. Dios Padre no quiso ahorrar
fatigas a los seres que más quería. Quizá, para que también nosotros
entendiéramos que de las dificultades podemos sacar mucho bien. Y para que
supiéramos que estar cerca de Dios no significa ausencia de dolor y de
dificultades. Dios solo nos ha prometido serenidad y fortaleza para
afrontarlas.
Con
prisa siguieron el camino que el Ángel les había indicado, cumpliendo en todas
las circunstancias la voluntad de Dios. «José no se escandalizó ni dijo: eso
parece un enigma. Tú mismo hacías saber no ha mucho que Él salvaría a su
pueblo, y ahora no es capaz ni de salvarse a sí mismo, sino que tenemos
necesidad de huir, de emprender un viaje y sufrir un largo desplazamiento: eso
es contrario a tu promesa. José no discurre de este modo, porque es un varón
fiel»2.
Obedeció
sin más, con fortaleza para hacerse cargo de la situación y para poner los
medios a su alcance, confiando plenamente en que Dios no le dejaría solo. Así
hemos de hacer nosotros en situaciones difíciles, quizá extremas, cuando nos
cueste ver la mano providente de Dios Padre en nuestra vida o en la de quienes
más apreciamos. O se nos pide algo que pensamos que no somos capaces de dar. Al
día siguiente de su elección como Papa, decía Juan Pablo I: «Ayer por la mañana
yo fui a la Sixtina a votar tranquilamente. Jamás hubiera imaginado lo que iba
a suceder. Apenas había comenzado el peligro para mí, los dos colegas que
estaban a mi lado me susurraron palabras de aliento. Uno dijo: “¡Animo!, si el
Señor da un peso, da también la ayuda para llevarlo”»3.
II. Tras
una larga y penosa travesía llegaron María y José con el Niño a su nuevo país.
Por aquel tiempo residían en Egipto muchos israelitas, formando pequeñas
comunidades; se dedicaban principalmente al comercio. Es de suponer que José se
incorporó con su Familia a una de estas comunidades, dispuesto a rehacer una
vez más su vida con lo poco que había podido traer desde Belén. Con todo,
llevaba consigo lo más importante: a Jesús, a María, y su laboriosidad y empeño
por sacarles adelante a costa de todos los sacrificios del mundo. Aunque
aquellos judíos fueran de su patria, nunca llegaron a saber la inmensa suerte
que habían tenido. Estaba con ellos el soberano de la casa de Israel, el
verdadero Redentor, que libertaba no solo de la esclavitud de Egipto, sino
también de algo inmensamente peor que toda esclavitud humana: el pecado. En Él
confluía toda la historia de su pueblo.
San
José es para nosotros ejemplo de muchas virtudes: de obediencia inteligente y
rápida, de fe, de esperanza, de laboriosidad... También de fortaleza, tanto en
medio de grandes dificultades como en situaciones ordinarias por las que pasa
un buen padre de familia. En Egipto comenzó como pudo, pasando estrecheces,
realizando al principio todo tipo de trabajos, procurando a María y a Jesús un
hogar y sosteniéndolos, como siempre, con el trabajo de sus manos, con una
laboriosidad incansable.
Ante
las contrariedades que podamos padecer, si el Señor las permite, hemos de
contemplar la figura llena de fortaleza de San José y encomendarnos a Él como
han hecho muchos santos. De su intercesión eficaz dice Santa Teresa: «No me
acuerdo hasta ahora haberle encomendado cosa alguna que la haya dejado de
hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio
de este bienaventurado santo, de los peligros que me ha librado, ansí de cuerpo
como de alma; que a otros santos parece le dio el Señor gracia para socorrer en
una necesidad, a este glorioso santo tengo experiencia que socorre en todas y
que quiere el Señor darnos a entender que ansí como le fue sujeto en tierra
–que como tenía nombre de padre siendo ayo, le podía mandar– ansí en el cielo
hace cuanto le pide. Esto han visto otras algunas personas –a quien yo decía se
encomendasen a él– también por experiencia, y ansí muchas que le son devotas,
de nuevo han experimentado esta verdad»4.
III.
Después de un tiempo, pasado el peligro, nada retenía ya a José en aquella
tierra extraña, pero allí permaneció todo el tiempo sin otra razón que el
cumplimiento fiel del mandato del Ángel: Estate allí hasta que yo te
diga5. Y en Egipto permaneció sin disgusto ni protestas, paciente,
realizando su trabajo como si jamás hubiera de salir de aquel lugar. ¡Qué
importante es saber estar, permanecer donde se debe, ocupado en lo que a cada
uno le compete, sin ceder a la tentación de cambiar continuamente de sitio!
Para esto también se requiere fortaleza, que «nos conduce a saborear esa virtud
humana y divina de la paciencia»6.
«Es fuerte el que persevera en el cumplimiento de lo que entiende que debe
hacer, según su conciencia; el que no mide el valor de una tarea exclusivamente
por los beneficios que recibe, sino por el servicio que presta a los demás»7.
Hemos
de pedir a San José que nos enseñe a ser fuertes no solo en casos
extraordinarios y difíciles, como son la persecución, el martirio, o una
gravísima y dolorosa enfermedad, sino también en los asuntos ordinarios de cada
día: en la constancia en el trabajo, al sonreír cuando estamos serios, o en
tener una palabra amable y cordial para todos. Necesitamos echar mano de la
fortaleza para no ceder ante el cansancio, o la comodidad o la tranquilidad,
para vencer el miedo a cumplir deberes que cuestan, etcétera.
«El
hombre por naturaleza teme el peligro, las molestias, el sufrimiento. Por ello
es necesario buscar hombres valientes no solamente en los campos de batalla,
sino también en los pasillos de los hospitales o junto al lecho del dolor»8,
en la tarea de cada día.
Un aspecto
importante de esta virtud de la fortaleza es la firmeza interior para superar
obstáculos más sutiles, como son la vanidad, la impaciencia, la timidez y los
respetos humanos. También son manifestaciones de fortaleza: el olvido de sí, el
no dar excesivas vueltas a los problemas personales para no desorbitarlos, el
pasar ocultos y el servir a los demás sin hacerse notar.
En el
apostolado esta virtud tiene muchas manifestaciones: hablar de Dios sin miedo
al qué dirán, a cómo quedaré ante esas personas; comportarse siempre de modo
cristiano, aunque choque con un ambiente paganizado; correr el riesgo de tener
iniciativas para llegar a más gente, y esforzarse por llevarlas a la práctica.
Las
madres de familia deberán ejercitar con frecuencia esta fortaleza de modo
discreto y ordinariamente amable y paciente. Serán entonces la verdadera roca
firme en la que se apoya toda la casa. «La Biblia no alaba a la mujer débil,
sino a la mujer fuerte, cuando dice en el libro de los Proverbios: La
ley de la dulzura está en su lengua (31, 6). Porque la dulzura es el
punto más alto de la fortaleza.
»La
mujer maternal tiene por privilegio esta función discreta y capital: saber
atender, saber callarse, ser capaz, ante una injusticia o una debilidad, de
cerrar los ojos, de excusar, de cubrir –obra de misericordia no menos
bienhechora que cubrir la desnudez del cuerpo– (...)»9.
Aprendamos
hoy de San José a sacar adelante, con reciedumbre y fortaleza, todo lo que, de
modo ordinario, el Señor nos encomienda: familia, trabajo, apostolado, etc.,
contando con que lo habitual será que encontremos obstáculos, superables
siempre con la ayuda de la gracia.
1 Mt 2,
13. —
2 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 8, 3. —
3 Juan
Pablo I, Angelus, 27-VIII-1978. —
4 Santa
Teresa, Vida, 6. —
5 Cfr. Mt 2,
13. —
8 Juan
Pablo II, Sobre la fortaleza, 15-XI-1978. —
9 Gertrud
von le Fort, La mujer eterna, p. 128.
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