Francisco Fernández-Carvajal 03 de enero de 2019
— La
Sagrada Familia en el Templo. El encuentro con Simeón. Nuestros encuentros con
Jesús.
—
María, Corredentora con Cristo. El sentido del dolor.
— La
Virgen nos enseña a corredimir. Ofrecer el dolor y las contradicciones.
Desagraviar. Apostolado con quienes nos rodean.
I. Cuando
se cumplieron los días de la purificación de María, la Sagrada Familia subió de
nuevo a Jerusalén para dar cumplimiento a dos prescripciones de la Ley de
Moisés: la purificación de la madre, y la presentación y rescate del
primogénito1.
Ninguna
de estas leyes obligaban a María y a Jesús, por el nacimiento virginal y por
ser Dios. Pero María quiso cumplir la ley. En esto se comportó como cualquier
judía piadosa de su tiempo. «María –dice Santo Tomás– fue purificada para dar
ejemplo de obediencia y de humildad»2.
La
Virgen, acompañada de San José y llevando a Jesús en sus brazos, se presentó en
el Templo confundida, como una más, entre el resto de las mujeres.
Jesús
fue ofrecido a su Padre en las manos de María. Nunca se ofreció nada semejante
en aquel Templo, y nunca se volvería a ofrecer. La siguiente ofrenda la hará el
mismo Jesús, fuera de la ciudad, sobre el Gólgota. Ahora, muchas veces cada día,
Jesús es ofrecido en la Santa Misa a la Trinidad Beatísima en un Sacrificio de
valor infinito.
María
y José ofrecieron el Niño a Dios y lo rescataron, recibiéndolo de nuevo. Para
la ofrenda, los padres cotizaron como pobres. Sus recursos solo llegaban al
arancel más pequeño: un par de tórtolas. La Virgen cumplió con los
ritos de la purificación.
Cuando
llegaron a las puertas del Templo se presentó ante ellos un anciano,
Simeón, hombre justo y temeroso de Dios, que esperaba la consolación de
Israel, y el Espíritu Santo estaba en él3.
Vino al Templo movido por el Espíritu Santo4.
Tomó al Niño en sus brazos, y bendijo a Dios diciendo: Ahora, Señor,
puedes sacar en paz de este mundo a tu siervo, según tu palabra: porque mis
ojos han visto a tu Salvador, al que has puesto ante la faz de todos los
pueblos, como luz que ilumina a los gentiles y gloria de Israel, tu pueblo5.
María
y José estaban admirados por las cosas que se decían acerca de Jesús.
Este
anciano había merecido conocer la llegada del Mesías, universalmente ignorada.
Toda su existencia había consistido en una ardiente espera de Jesús. Ahora daba
por cumplida su vida: Nunc dimittis servum tuum, Domine... Ahora,
Señor, puedes sacar en paz de este mundo a tu siervo...
Simeón
da por bien cumplida su vida: ha llegado a conocer al Mesías, al Salvador del
mundo. Aquel encuentro ha sido lo verdaderamente importante en su vida; ha
vivido para este instante. No le importa ver solo a un niño pequeño, que llega
al Templo llevado por unos padres jóvenes, dispuestos a cumplir lo preceptuado
en la Ley, igual que otras decenas de familias. Él sabe que aquel Niño es el
Salvador: mis ojos han visto a tu Salvador. Esto le basta; ya puede
morir en paz. No debieron ser muchos los días que el anciano sobrevivió a este
acontecimiento.
Nosotros
no podemos olvidar que con ese mismo Salvador, el que ha sido puesto
ante la faz de todos los pueblos como luz, hemos tenido, no solo uno, sino
muchos encuentros; quizá le hemos recibido miles de veces a lo largo de nuestra
vida en la Sagrada Comunión. Encuentros más íntimos y más profundos que el de
Simeón. Y nos duelen ahora las comuniones que hayamos realizado con menos fijeza,
y hacemos el propósito de que el próximo encuentro con Jesús en la Sagrada
Eucaristía sea al menos como el de Simeón: lleno de fe, de esperanza y de amor.
Después
de cada Comunión, que es única e irrepetible, también podemos decir
nosotros: mis ojos han visto al Salvador.
II. El
anciano Simeón, después de bendecir a los jóvenes esposos, se dirige a María y,
movido por el Espíritu Santo, le descubre los sufrimientos que padecerá un día
el Niño y la espada de dolor que traspasará el alma de Ella: Éste,
le dice señalando a Jesús, ha sido puesto para ruina y resurrección de
muchos en Israel, y para signo de contradicción –y a tu misma alma la
traspasará una espada–, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos
corazones6.
«Tiempo
vendrá –dice San Bernardo– en que Jesús no será ofrecido en el Templo ni entre
los brazos de Simeón, sino fuera de la ciudad y entre los brazos de la cruz.
Tiempo vendrá en que no será redimido con lo ajeno, sino que redimirá a otros
con su propia sangre, porque Dios Padre le ha enviado para rescate de su
pueblo»7.
El
sufrimiento de la Madre –la espada que traspasará su alma– tendrá como único
motivo los dolores del Hijo, su persecución y muerte, la incertidumbre del
momento en que sucedería, y la resistencia a la gracia de la Redención que
ocasionaría la ruina de muchos. El destino de María está delineado sobre el de
Jesús, en función de este, y sin otra razón de ser.
La
alegría de la Redención y el dolor de la Cruz son inseparables en las vidas de
Jesús y de María. Parece como si Dios, a través de las criaturas que más ha
amado en el mundo, nos quisiera mostrar que la felicidad no está lejos de la
Cruz.
Desde
el comienzo, las vidas del Señor y de su Madre están marcadas con este signo de
la Cruz. A la alegría del Nacimiento se añade pronto la privación y la zozobra.
María sabe ya desde estos primeros momentos el dolor que la espera. Cuando
llegue su hora contemplará la Pasión y Muerte de su Hijo sin
un reproche, sin una queja. Sufriendo como ninguna madre es capaz de sufrir,
María aceptará el dolor con serenidad porque conoce su sentido redentor. «Así
avanzó también la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe, y mantuvo
fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz junto a la cual, no sin designio
divino, se mantuvo erguida (Cfr. Jn 19, 25), sufriendo
profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su
sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella
misma había engendrado»8.
El dolor
de María es particular y propio, y está relacionado con el pecado de los
hombres. Es un dolor de corredención. La Iglesia aplica a la Virgen el título
de Corredentora.
Nosotros
aprendemos el valor y el sentido del dolor y de las contradicciones que lleva
toda vida aquí en la tierra, contemplando a María. Con Ella aprendemos a
santificar el dolor uniéndolo al de su Hijo y ofreciéndolo al Padre. La Santa
Misa es el momento más oportuno para ofrecer todo aquello que tiene nuestra
vida de más costoso. Y allí encontramos a Nuestra Señora.
III.
Simeón, por voluntad de Dios, inició a María, desde el principio, en el
misterio profundo de la Redención, y le declaró que el Señor le había señalado
un puesto especial en la Pasión de su Hijo. Un nuevo elemento entró en la vida
de María con la profecía del anciano Simeón, y permaneció en Ella hasta que
estuvo al pie de la cruz de Jesús.
Los
Apóstoles, a pesar de las numerosas declaraciones y enseñanzas del Señor, no
llegaron a comprender del todo, hasta la Resurrección, que era preciso
que el Mesías padeciese mucho de parte de los escribas y de los sumos
sacerdotes9;
María supo desde el principio que le esperaba un gran dolor, y que ese dolor se
relacionaba con la redención del mundo. Ella, que guardaba y ponderaba
todo en su corazón10,
debió de reflexionar muy a menudo sobre las palabras misteriosas de Simeón. Por
un proceso que nosotros no podemos comprender del todo, se hizo su corazón
semejante al de su Hijo. Su dolor redentor «está sugerido tanto en la profecía
de Simeón como en el relato mismo de la Pasión del Señor. Éste,
decía el anciano refiriéndose al Niño que tiene en brazos, está puesto
para resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción, y a tu
misma alma la traspasará una espada... De hecho, cuando tu Jesús –que
es de todos pero especialmente tuyo– entregó su espíritu, la lanza cruel no
alcanzó su alma. Si le abrió el costado, sin perdonarle, estando ya muerto, sin
embargo no le pudo causar dolor. Pero sí atravesó tu alma; en aquel momento la
suya no estaba allí, pero la tuya no podía en absoluto separarse de Él»11.
El
Señor ha querido asociarnos a todos los cristianos a su obra redentora en el
mundo para que cooperemos con Él en la salvación de todos. Y cumpliremos esta
misión ejecutando con rectitud nuestros deberes más pequeños y ofreciéndolos
por la salvación de las almas, llevando con serenidad y paciencia el dolor, la
enfermedad y la contradicción y realizando un apostolado eficaz a nuestro
alrededor. Ordinariamente, el Señor nos pide comenzar por aquellos que por
vínculos de familia, amistad, trabajo, vecindad, estudio, etc., están más
cercanos. Así procedió Jesús, y también sus Apóstoles.
De
modo especial le pedimos hoy a nuestra Madre Santa María que nos enseñe a
santificar el dolor y la contradicción, que sepamos unirlos a la Cruz, que
desagraviemos frecuentemente por los pecados del mundo, y que aumente cada día
en nosotros los frutos de la Redención. ¡Oh Madre de piedad y de
misericordia, que acompañabais a vuestro dulce Hijo mientras llevaba a cabo en
el altar de la cruz la redención del género humano, como corredentora nuestra
asociada a sus dolores...! conservad en nosotros y aumentad los frutos de la
Redención y de vuestra compasión12.
1 Cfr. Lev 12,
2-8; Ex 13, 2. 12-13. —
2 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2 q. 1 a. 2. —
3 Cfr. Lc 2, 25. —
4 Lc 2, 27. —
5 Lc 2, 29-32. —
6 Lc 2, 34-35. —
7 San
Bernardo, Sermón 3, Del Niño, de María y de José, Pl. 183,
370-371. —
8 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 58. —
9 Cfr. Mt 16,
21. —
10 Lc 2,
19. —
11 San
Bernardo, Sermón para el domingo de la octava
de la Asunción, 14. —
12 Pío
XI, Oración en la clausura del jubileo de la Redención, en
H. Marín, Doctrina Pontificia, vol. IV, Madrid
1954, n. 647.
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