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miércoles, 9 de enero de 2019

Venezuela después del 10E por @penfold_michael



Por Michael Penfold


Venezuela entró en las tinieblas. No hay otra forma de describirlo. El 10 de enero marca la decisión voluntaria de una parte del chavismo, así como del estamento militar, de permitir que en Venezuela se entronice una clase política en el poder, que optó por desmantelar el Estado de derecho y abandonar todo vestigio de origen democrático. A partir de esa fecha, como resultado de esta dinámica, lo que se avecina es la naturalización de la anarquía, la profundización del aislamiento internacional y el quiebre definitivo de la economía venezolana.

Quienes piensen que a partir del traspaso de este umbral es posible que se abran diversos senderos, se equivocan: o hay cambio político que conlleve a restaurar el orden constitucional y democrático o el país será inviable.

La situación es tan dramática, que las distintas maneras como pudiera llegar a ocurrir el proceso de cambio comienzan a ser irrelevantes; lo único sustancial es que ese proceso se materialice lo antes posible. Algunos pueden preferir alguna modalidad que incluya una negociación, otros una fractura interna e incluso algunos otros una ruptura radical. Pero lo cierto es que a estas alturas lo central es frenar la destrucción definitiva del país.

Venezuela está absolutamente quebrada. El 2018 marcó la aceleración del deterioro económico y social más grande de nuestra historia republicana. Para finales del año pasado, ya habíamos perdido la mitad del tamaño de nuestra economía. La aceleración de la hiperinflación perdió todo referente histórico latinoamericano. La ola migratoria adquirió proporciones ciclópeas. Y en menos de 10 meses perdimos, según fuentes secundarias, más de 650 mil barriles diarios de producción petrolera; es decir, casi la mitad de la caída de la producción de los últimos cuatro años.

Algunos aventajados observadores se preguntarán con razón: ¿cómo fue que el gobierno sobrevivió semejante debacle? La respuesta a esa interrogante abarca un grupo muy amplio de elementos: cerrando y contaminando políticamente la arena electoral, promoviendo la fuga de la población, haciendo ‘‘default’’ de la deuda externa (lo cual le facilitó contar con más de 8 mil millones de dólares de recursos adicionales), condicionando políticamente los subsidios directos e indirectos, permitiendo la extracción de oro a cualquier costo ambiental (que se tradujo en más de 1 mil millones de dólares en exportaciones), manteniendo un férreo control sobre las importaciones y dividiendo a la oposición. Para sobrevivir, el gobierno practicó la indolencia. Estos mismos observadores podrían preguntarse seguidamente: ¿pero por qué no volver a repetir esa misma fórmula en el 2019?

El gobierno intentará afianzar algunos de estos elementos a lo largo del nuevo año para mantenerse en el poder, especialmente aquellos que le vienen funcionando en el plano político y social. Sin embargo, la posibilidad de repetir los mismos trucos en el plano económico será muy limitado. La producción promedio de petróleo de todo el 2018 fue de 1.3 millones de barriles diarios y la producción promedio del 2019, con unos precios que han caído ante el debilitamiento de la economía global, estará cercano a los 950 mil barriles diarios. Este colapso productivo y la disminución de los precios petroleros supone una merma del ingreso mucho más alta que la que vivimos anteriormente. De modo que aun si se continúa haciendo ‘‘default’’ y se logra exportar la misma cantidad de oro, Maduro se va a encontrar con una restricción externa significativa.


Para cerrar esa brecha, el gobierno podría estar dispuesto a seguir recortando importaciones, pero las mismas ya están en niveles tan bajos que la presión social podría ser prohibitiva. Esta presión, conjuntamente con la hiperinflación, van a terminar de marcar un clima social cada vez más enrarecido en el plano nacional, el cual estará marcado por mayores desigualdades y por una proporción aún más grande de la población viviendo en situación de pobreza extrema. Esto a su vez acelerará el problema migratorio hacia Brasil y Colombia, y terminará de hacer más sensible el tema venezolano. Contrario a lo que espera el gobierno, Rusia y China tampoco saldrán al rescate: el tamaño del problema es demasiado grande. Ambos países ya han comenzado a mostrar más interés en la cooperación política que en la económica y financiera. Cuba también comienza a reconocer privadamente entre algunos países latinoamericanos, pero sobre todo con algunas naciones de Europa, que tiene un gran problema en Venezuela.

Frente a esta realidad, Nicolás Maduro no tendrá más alternativa que flexibilizar cada vez más el mercado cambiario, esperando que lo que queda de un sector privado extremadamente menguado, financie directamente parte de las importaciones del país. También cederá mayor control sobre la faja del Orinoco a sus socios internacionales actuales, buscando garantizar un flujo mínimo de producción de petróleo pesado. Igualmente, PDVSA podría extender contratos de servicios a terceros, esperando frenar el colapso de la producción de crudos convencionales. Sin embargo, es poco lo que un sector privado puede financiar sin seguridad jurídica, sin acceso a líneas de crédito internacionales y con un mercado interno cada vez más pequeño. El tamaño de la destrucción productiva del país es demasiado grande.

Tampoco es mucho lo que los privados pueden hacer en el sector petrolero. Los requerimientos de inversión para reactivar los pozos de crudos ligeros son extremadamente altos y difícilmente podrán atraer recursos con las sanciones internacionales existentes y con contratos que no tienen el respaldo legal de la Asamblea Nacional. En el fondo, ningunas de estas medidas pueden llegar a ser creíbles en el marco del quiebre institucional y financiero del país. El gobierno comienza a reconocer esta realidad. Según algunos medios internacionales, en un contrato de servicios petroleros recientemente otorgado de forma opaca a un consorcio norteamericano para el Lago de Maracaibo, que es el más grande que hasta ahora se haya firmado, se acepta la validez del mismo sólo si el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos extiende una licencia a esta empresa para que pueda operar bajo las sanciones a las que está sujeta tanto Venezuela como PDVSA. El otorgamiento de esa licencia pareciera improbable debido al endurecimiento de las sanciones por parte de los Estados Unidos. Sin embargo, de ser cierta esa información, el contrato es en sí mismo una confesión pueril de las partes: se acepta que dados los problemas actuales que enfrenta la industria es imposible su recuperación.

De ahí que la mayor presión vaya a venir del plano internacional. El impacto de esta presión será cada vez más aguda, precisamente porque las vulnerabilidades externas son cada vez más grandes. El Grupo de Lima, con excepción de México, acaba de anunciar que no reconocerá la juramentación de Nicolás Maduro para un dudoso segundo mandato. Estados Unidos se unió al pronunciamiento y la mayor parte de los países europeos también lo harán. Las probabilidades de que las sanciones internacionales se terminen de recrudecer pocos días después del 10 de enero serán cada vez más altas. Por ejemplo, la posibilidad de que Washington prohíba la exportación de diluentes a Venezuela pondría en riesgo por lo menos 350 mil barriles de crudo pesado. En estos momentos, el piso de la producción petrolera de PDVSA descansa exclusivamente sobre la producción de la faja que podría pasar muy rápidamente, en caso de activarse estas sanciones, de 850 mil barriles a 500 mil barriles diarios. El impacto de esta medida internacional sería enorme.

Del mismo modo, la Casa Blanca está discutiendo la opción de incorporar a Venezuela a la lista de países patrocinantes del terrorismo, un pequeño club al que pertenecen otros países petroleros como Irán, lo cual implicaría pasar de ser una nación que tiene un tratamiento de política exterior ligado a una crisis política y humanitaria, a convertirnos en una amenaza a la seguridad nacional de los Estados Unidos. La diferencia no es menor, así sea arbitraria. Otros países latinoamericanos también están amenazado con pasar de la retórica diplomática e incorporarse al uso de las sanciones financieras en contra de empresas e individualidades vinculadas al gobierno. Finalmente, actores privados, en particular los acreedores de la deuda tanto soberana como de PDVSA, así como empresas a las que no se les han cancelado sus compromisos, van a continuar actuando judicialmente, buscando tomar control de sus diversos activos internacionales, lo cual puede volver a poner en riesgo la frágil operatividad de la industria petrolera. Por lo tanto, la posibilidad de seguir haciendo default, que fue la táctica más importante en 2018 que utilizó el gobierno para poder sobrevivir financieramente, es cada vez más limitada y riesgosa.

La verdadera incógnita es lo que pueda llegar a ocurrir en el plano estrictamente nacional. Tres fuerzas serán determinantes en el 2019. La primera es el papel de la Asamblea Nacional. En un país que vive en una situación de hecho y no de derecho, el poder legislativo es la única entidad que resta constitucionalmente; la única legítima y democráticamente constituida. Ahora bien, su capacidad para actuar políticamente no va a depender de los problemas interpretativos de una Constitución que a los efectos prácticos ha sido disuelta; su capacidad de influir y convertirse en un actor relevante para impulsar el cambio va a depender de si efectivamente es capaz de ganar mayor credibilidad, en un momento en el que la oposición se encuentra debilitada debido a sus propias divisiones internas.

Si la Asamblea Nacional decide actuar exclusivamente en función de sus prerrogativas formales, es decir, desde el ámbito estrictamente “de jure”, en un contexto en el que las instituciones dejaron de operar, entonces se encontrará con una realidad muy contradictoria: aun siendo legítima y reconocida internacionalmente será políticamente irrelevante. Para revertir esta realidad, el Parlamento debe consolidar alianzas internas y externas, es decir, debe operar eficientemente en la esfera política, para poder garantizar que sus decisiones puedan ser ejecutadas. Tan sólo de esta forma puede llegar a tener un papel preponderante en el proceso de cambio político. De lo contrario, se va a repetir lo que sucedió con las declaraciones de abandono del cargo y con el nombramiento de los poderes públicos alternativos.

El segundo actor clave, que representa el principal resorte “de facto” que sostendrá a Nicolás Maduro en el poder después del 10 de enero, será la Fuerza Armada. Hasta ahora, la institución militar ha optado por inhibirse frente a las dudas que circunda la legitimidad de origen de la Presidencia de la República. La legitimidad de origen, que desde décadas atrás siempre ha tenido un carácter democrático, ha sido tradicionalmente la columna vertebral de esa organización pues marca la línea de mando de quien como primer mandatario es el comandante en jefe de la institución. Eso ha operado históricamente de esa manera desde 1958. Ese mismo principio fue también la fuente más importante del liderazgo que sobre ella ejerció Hugo Chávez Frías durante el periodo 1998-2012: su legitimidad estuvo reforzada por el hecho de que nunca perdió una elección presidencial y porque las mismas generalmente fueron ampliamente reconocidas.

De ahí que la problemática central para la institución castrense no será tanto los temas interpretativos de la constitución nacional, entre ellos la falta de funcionamiento de la división de poderes, sino la misma legitimidad de origen de la Presidencia de la República. En la medida en que la duda sobre ese origen se continúe profundizando, la presión institucional sobre ella irá en aumento. Es poco probable, dada su aversión al conflicto y su sentido histórico de conservación –así como su deseo de mantener control sobre las rentas económicas que tiene sobre diversos sectores básicos de carácter extractivo–, que en caso de que decida actuar, lo haga como algunos esperarían, sino que más bien termine pronunciándose pública o privadamente sobre la necesidad de impulsar una nueva negociación política que conduzca pacíficamente a un proceso electoral validado internacionalmente.

En este sentido, los militares, tan solo con un pronunciamiento institucional de esa naturaleza y sin la necesidad de usar las armas -debido a la fragilidad del sostén jurídico de Maduro-, podrían precipitar de una forma irreversible una crisis de poder. También es indudable que el deterioro institucional y su politización interna se han convertido en un factor de verdadero riesgo, por lo que la insurrección, en caso de ocurrir, puede terminar en un conflicto de alto calibre, el cual podría extenderse como consecuencia de la presencia de grupos irregulares armados en todo el territorio nacional. Ante este riesgo, para el gobierno es fundamental persuadirlos de que la elección del 20 de Mayo de 2018 fue legítima, e incluso producto de una negociación que fue abortada por la oposición en República Dominicana y que la juramentación de Maduro por parte del Tribunal Supremo de Justicia está efectivamente apegada a derecho.

Adicionalmente, el gobierno les tratará de vender el discurso de que la presión internacional es producto de una oposición apátrida que está dispuesta incluso a comprometer la soberanía nacional. Es por ello que la inclusión del tema de Guyana en la última declaración del Grupo de Lima resulta inexplicable, debido a que valida ese tipo de retórica oficialista. Si Maduro fracasa en ese objetivo, algo que también depende de la capacidad de la oposición de convencerlos de que la presidencia está siendo efectivamente usurpada y que las consecuencias de ese acto son enormes, entonces su fuente más importante de poder se vería definitivamente debilitada.

Finalmente, están las fuerzas internas del chavismo. El chavismo se encuentra electoralmente disminuido, pues sus supuestos triunfos son resultado de un sistema electoral sin credibilidad alguna. Pero es indudable que sigue siendo, individualmente, el principal partido político del país. Chávez, aún después de muerto, posee todavía una alta popularidad en muchos sondeos de opinión pública. La marca política de un movimiento populista como el chavismo, al igual que el peronismo en Argentina, mantiene su valor. En la medida en que la presidencia de Maduro se debilite ante su propia crisis de legitimidad, será cada vez más atractivo para las facciones internas del oficialismo rebelarse para tratar de capitalizar el proceso de cambio político. Existen algunos cuadros políticos, mayormente a nivel de las gobernaciones, que podrían jugar un papel importante de renovación, pero bajo un sistema competitivo, con garantías electorales, probablemente tengan mayores dificultades para ganar cualquier comicio nacional. Pero esto sólo ocurrirá cuando la sostenibilidad de la presidencia de Maduro esté definitivamente comprometida. Tan sólo en ese instante esas facciones comenzarán a ser relevantes.

Es indudable que a partir del 10 de enero, Venezuela va a experimentar varios meses de altísima incertidumbre. Maduro va a resistir. No le queda otra opción una vez que ha apostado por quedarse en el poder de la forma cómo lo ha hecho. Pero resistir puede involucrar hacer concesiones económicas y también políticas pero en ningún momento esas concesiones involucrará unas nuevas elecciones presidenciales. La apuesta es quedarse contra viento y marea. Si logra aguantar, se consolida en el poder, aún si queda herido; pero basta analizar la dinámica tanto política como económica para entender que no tiene todas las cartas marcadas. El costo para el chavismo, incluso para aquellos que lo apoyan dentro del sector castrense, es cada vez más alto y la posibilidad de que estos grupos puedan influir dentro del proceso de cambio, los puede llevar también a tratar de capitalizarlo. Debido a este riesgo, el esfuerzo de resistencia de Maduro será intrínsecamente inestable. Desde un punto de vista económico y social, en la medida que logre aguantar exitosamente, terminará condenando a todo un país. Las consecuencias de esta posibilidad son alarmantes, pero no por ello dejan de ser altamente probables. Ya Maduro ha logrado en el pasado, contra todo pronóstico, mantenerse en el poder.

El cambio político tampoco es imposible. Las presiones serán enormes para buscar alguna salida negociada, sobre todo si las sanciones internacionales petroleras terminan de escalar. Pero ese proceso dependerá de una dinámica compleja en un país que va a quedar cada vez más aislado y en el que muchos grupos de diversos orígenes buscarán cooperar para tratar de salir de la situación en la que estamos postrados. Para poder llevar adelante este proceso, se va a requerir de un gran sentido de responsabilidad política, algo que hasta ahora ha estado ausente tanto en el seno de la oposición como del chavismo.

El país debe comprender que el problema no lo representa solo el radicalismo sino también los extremismos: el afán de imponerse a costa de los derechos y las garantías de los demás. Dada la fragmentación de todos los sectores del país, quien pretenda controlar el cambio desde su posición, pensando que lo puede aprovechar para sí mismo sin entender las limitaciones que enfrentamos todos, sin comprender que es necesario otorgar garantías, que el ‘todo o nada’ en estos momentos está completamente fuera de juego, estará poniendo en riesgo la única esperanza que tiene Venezuela de reinstitucionalizarse, rescatar su democracia e iniciar su reconstrucción. Venezuela no necesita héroes ni grandes épicas. Requerimos instituciones, derechos, elecciones transparentes y sobre todo una gran dosis de sentido común.

08-01-19




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