Francisco Fernández-Carvajal 09 de enero de 2019
— El
Señor es el Maestro de todos los hombres. Es nuestro único Maestro.
—
Aprender de Él. Meditar el Evangelio.
—
Jesús nos enseña en la intimidad de nuestro corazón, a través de los
acontecimientos y personas que nos rodean y, sobre todo, a través del
Magisterio de la Iglesia.
I. Al
cabo de tres días, lo encontraron en el Templo, sentado en medio de los
doctores, escuchándoles y preguntándoles1.
Los
rabinos solían comentar en el Templo la Sagrada Escritura. Para los forasteros
de Jerusalén era esta la única ocasión de ver y oír a los maestros más
relevantes de Israel. Los oyentes tomaban asiento sobre las esteras alrededor
del maestro y podían intervenir, y también ser preguntados sobre el texto que
se explicaba. Las preguntas y respuestas de Jesús, aunque de acuerdo con su
edad, llamaron poderosamente la atención de todos: Cuantos le oían
quedaban admirados de su sabiduría y de sus respuestas.
Cuando
comience su vida pública, el Evangelista nos dirá que las gentes se
maravillaban de su doctrina, pues la enseñaba como quien tiene autoridad y no
como los escribas2.
Oyéndole, las multitudes se olvidaban del hambre y del frío de la intemperie.
Nunca se opuso a que el pueblo le llamase profeta o maestro3,
y a sus discípulos les decía: Vosotros me llamáis maestro y señor, y
hacéis bien, porque lo soy4.
Con
frecuencia Jesús utiliza la expresión: Pero Yo os digo. Quiere
indicarnos que su doctrina tiene una fuerza especial: es el Hijo de Dios quien
habla. Y se oyó una voz del cielo que decía: Este es mi Hijo muy amado.
Escuchadle5.
Desde entonces ya no hay otro a quien escuchar.
Moisés
os dijo..., pero Yo os digo. Los antiguos profetas se presentaban
como portavoces de Dios: Así habla Yahvé, declaraban después de sus
discursos. Jesús habla en nombre propio (cosa que jamás había hecho ningún
profeta), e imparte una enseñanza divina. Precisa el sentido y el alcance de
los mandamientos de Dios recibidos por Moisés en el Sinaí, corrige falsas
interpretaciones. Sus preceptos, siguiendo la misma revelación del Antiguo
Testamento, son sin embargo absolutamente nuevos. Nadie como Él ha mostrado la
soberanía de Dios y, al mismo tiempo, su cualidad de Padre amorosamente
preocupado de las cosas del mundo y, sobre todo, de sus hijos, los hombres.
Nadie como Él ha señalado la verdad fundamental del hombre: su libertad
interior y su intocable dignidad.
La
vida de Jesús fue una predicación incesante. Habló en las sinagogas6,
a la orilla del lago7,
en el Templo8, en los caminos9,
en las casas, en todas partes. Su doctrina nos ha sido transmitida, fidelísima
y sustancialmente completa, a través de los Evangelios. Mucho más hizo
Jesús; si se escribiera todo, creo que las obras escritas no cabrían en el
mundo entero10,
nos dice San Juan al terminar su Evangelio. Pero todo lo esencial lo conocemos
tal y como sucedió, tal y como lo enseñó el Maestro. Nuestro único Maestro.
Junto a Él nos sentimos seguros. Siempre dice a cada uno lo que necesita oír. Leyendo
el Evangelio unos minutos todos los días con corazón leal, meditándolo
despacio, uno se siente empujado a repetir con San Pedro. Señor, solo
Tú tienes palabras de vida eterna11.
Solo Tú, Señor. Examinemos cómo y con qué atención leemos el Evangelio.
II. Uno
solo es vuestro Maestro, Cristo12.
Si después ha habido maestros y doctores en su Iglesia13 ha
sido porque Él los constituyó14,
subordinándolos a Él, repetidores y testigos, de lo que han visto y
oído15. A través de la Iglesia, del Evangelio, tal como se lee en la
Iglesia, nos llega como por un canal la Buena Nueva de Cristo.
Solo
se verá privado de oír su palabra quien se cierra a ella voluntariamente. Todos
pueden comprenderla. La doctrina más sublime se hace accesible a los espíritus
más sencillos. Los humildes, quienes se hacen pequeños como los niños, captan
sin esfuerzo la doctrina, mientras que a los «sabios» que se dejan llevar por
su soberbia no les da la luz el Espíritu Santo, y se quedan a oscuras, sin
entender nada o deformando la verdad salvadora: Porque has tenido
encubiertas estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los
pequeñuelos16.
Jesús
es el Maestro de todos, nuestro Maestro. Y puede serlo porque sabe Él mismo lo
que hay dentro de cada hombre17.
No se engaña sobre nuestras miserias y flaquezas: conoce bien el abismo de
maldad que puede anidar en cada corazón. Pero conoce también, mejor que
nosotros mismos, las posibilidades de generosidad, de sacrificio, de grandeza
que existen también en todo corazón, y Él puede despertarlas con su Palabra
viva.
La
enseñanza de Cristo afecta al hombre entero en lo más profundo de su ser. «Es
Maestro de una ciencia que solo Él posee: la del amor sin límites a Dios y, en
Dios, a todos los hombres. En la escuela de Cristo se aprende que nuestra
existencia no nos pertenece...»18.
Tomar
a Jesús como Maestro es tomarlo por guía, andar sobre sus huellas, buscar con
afán su voluntad sobre nosotros, sin desalentarnos jamás por nuestras derrotas,
de las que Él nos levanta y las convierte en victorias una y otra vez. Tomarle
como Maestro es querer parecernos cada vez más a Él: que los demás, al ver
nuestro trabajo, nuestro comportamiento con la familia, con los extraños, y
sobre todo con los más necesitados, puedan reconocer a Jesús. De la misma
manera que en el trato habitual con una persona a la que se quiere mucho y se
admira mucho, se termina por adoptar no solo su manera de pensar, sino sus
expresiones y gestos, tratándole diariamente en la oración y meditando el santo
Evangelio, nos pareceremos a Él, casi sin darnos cuenta: «Ojalá fuera tal tu
compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte y al oírte
hablar: este lee la vida de Jesucristo»19.
III. Nos
dice San Pablo que la palabra de Dios es viva y eficaz (Cfr. Heb 4,
12). La doctrina de Jesús es siempre actual, nueva para cada hombre; es una
enseñanza personal porque va destinada a cada uno de nosotros. No es difícil
reconocernos en un determinado personaje de una parábola o comprender en lo más
íntimo de nuestra alma que unas palabras de Jesús hace veinte siglos fueron
pronunciadas para nosotros, como si hubiéramos sido los únicos
destinatarios. Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en otro
tiempo a nuestros padres a través de los profetas; últimamente, en estos días,
nos ha hablado por su Hijo (Cfr. Heb 1, 1). Estos
días son también los nuestros. Jesucristo sigue enseñando. Sus
palabras, por ser divinas y eternas, son siempre actuales.
Leer
el Evangelio con fe es creer que todo lo que se dice en él está, de alguna
manera, ocurriendo ahora. Es actual la marcha y la vuelta del hijo pródigo; la
oveja que anda perdida y el Pastor que ha salido a buscarla; la necesidad de la
levadura para transformar la masa y la luz que debe iluminar la gran oscuridad
que, con demasiada frecuencia, se cierne sobre el mundo y sobre el hombre. «En
los Libros sagrados, el Padre que está en el cielo, sale amorosamente al
encuentro de sus hijos para conversar con ellos. Y es tan grande el poder y la
fuerza de la palabra de Dios, que constituye sustento y vigor de la Iglesia,
firmeza de fe para sus hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de
vida espiritual»20.
Pero debemos aprender a oír a Cristo en nuestra vida y en nuestra alma, en las
muchas formas y circunstancias en las que Él nos habla.
Cierto
día estaba el Señor en casa de un fariseo llamado Simón. Y le interpeló
Jesús: Simón, una cosa tengo que decirte21.
Cristo
tiene siempre algo que decirnos, a cada uno en particular, personalmente. Para
oírle hemos de tener un corazón que sepa escuchar, un corazón atento para las
cosas de Dios. Él es el Maestro de siempre. Era el Maestro ayer y lo será
mañana: Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre22.
Y se dirige a cada hombre singular, a cada hombre que quiera escucharle. Todo
aquel que con sinceridad de corazón busque un Norte para su vida, lo
encontrará: el Señor no niega su gracia a quien de verdad lo busca.
Cuando
Salomón, que amaba a Yahvé, era todavía joven, se le apareció Yahvé
durante la noche en sueños, y le dijo: Pídeme lo que quieras que te dé.
Y Salomón no pidió riquezas, ni poder, ni una vida larga..., sino sabiduría
para gobernar al pueblo de Dios. Esto fue muy grato al Señor y le concedió un
corazón sabio e inteligente, un corazón capaz de entender23.
También
nosotros debemos pedir ante todo un corazón capaz de escuchar y de entender
esas mociones interiores del Paráclito en nuestra alma, ese lenguaje de Dios
que nos habla a través del Magisterio de la Iglesia, esa doctrina que nos llega
con suma claridad a través del Papa y de los obispos unidos a él, que requiere
una respuesta práctica. Conviene que repasemos ahora en nuestra meditación qué
empeño y qué medios ponemos para conocer bien la doctrina del Magisterio. Y no
solo conocerla, sino vivirla personalmente y difundirla entre los católicos y
entre los hombres de buena voluntad. El Maestro, Jesús, nos habla a través de
esa doctrina.
Y, en
otro orden de cosas, también hemos de saber entender el lenguaje de Dios que
nos habla a través de acontecimientos y personas que nos rodean. Muy
especialmente en esas sugerencias precisas que nos vienen por medio de la
dirección espiritual.
Le
pedimos a la Virgen un oído atento a la voz de Dios, que nos habla hoy como lo
hizo hace veinte siglos, aunque a veces utilice intermediarios.
1 Lc 2,
46-47. —
2 Mc 1,
22. —
3 Mt 21, 11. —
4 Jn 13, 13. —
5 Mc 9, 7. —
6 Mt 4, 23 ss. —
7 Mc 3, 9. —
8 Mt 21, 22-23. —
9 Jn 4, 5 ss. —
10 Jn 21, 25. —
11 Jn 6, 68. —
12 Mt 23, 10. —
13 Cfr. Hech 13, 1; 1 Cor 12,
28-29. —
14 Ef 4, 11. —
15 Cfr. Hech 10, 39. —
16 Mt 11, 25. —
17 Jn 2, 24. —
18 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 93. —
19 ídem, Camino,
n. 2. —
20 Conc. Vat. II, Const. Dei
verbum, 21. —
21 Lc 7, 40. —
22 Heb 13, 8. —
23 Cfr. 1 Re 3, 4 ss.
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