Venezolanos Emigrantes |
Ysrrael Camero 05 de enero de 2019
No
estamos en tiempos de transición hacia la democracia en Venezuela. La ventana
de oportunidad para lograr este proceso se empezó a abrir en 2012, y pareció
cerrarse en un ambiente de crisis multinivel, humanitaria y política, en 2018.
La gran amenaza que se cierne para 2019 es la consolidación del gobierno
autoritario, en su fase más totalitaria, pero sin que este consiga estabilizar
al país.
Esto
parece una contradicción lógica, ¿cómo puede consolidarse un régimen político
sin garantizar la estabilidad en el territorio que controla? Es necesario, por
ende, ofrecer una explicación de la aparente disonancia. Para entenderlo es
importante centrarnos en el tema de la territorialidad del ejercicio efectivo
del poder. La paradoja del caso venezolano es que se ha construido un aparato
de control sociopolítico sobre la población al mismo tiempo que el Estado ha
perdido capacidad efectiva para controlar partes del territorio nacional.
Es el
único caso de totalitarismo que ha debilitado al Estado. Esto implica que el
poder funciona bajo dos niveles en simultáneo, concentrado en algunos espacios,
licuado en otros.
Donde
quiera que el Estado subsiste, lo hace como un aparato de control sobre la vida
cotidiana de los ciudadanos, como un artefacto opresivo y autoritario,
despótico en sus acciones, arbitrarias y despiadadas, al servicio de la
continuidad de una pequeña elite que se adueñó del poder. En esos espacios la
distribución de comida, la menguante prestación de electricidad, de agua, la
distribución de gasolina, no tiene como objetivo brindar un servicio, sino
asegurar un orden preciso, un control biológico sobre cada persona: es el
aparato totalitario de control social.
Arco Minero |
Pero,
más allá de esas manchas de estatalidad opresiva, hay espacios donde el poder
se ha venido licuando, primero por la voluntad política de distribuir prebendas
entre grupos armados paraestatales, luego por la incapacidad para volver a
ejercer ese control por parte del Estado. Porque el costo de retomar el control
de estos espacios es mayor que la renta que se podría extraer de mantener a
estos grupos como socios. El denominado Arco Minero constituye el caso más
extremo de ese poder licuado, una región entera donde el control del territorio
se distribuye entre mafias mineras, “El Sindicato”, grupos armados de origen
externo, fundamentalmente el ELN, y los restos del poder estatal en forma de
grupos de Guardias Nacionales que actúan como otro grupo de poder más, en un
vitral político que resulta agresivo para los habitantes.
¿CÓMO
LLEGAMOS AQUÍ?
¿Por
qué ocurre esto? El Estado moderno venezolano se consolidó durante el siglo XX,
no solo de la mano del petróleo, sino también a partir de las decisiones de una
elite sociopolítica comprometida con una idea de Modernidad que combinaba
estatalidad efectiva con democracia, alcanzando alto grado de presencia en todo
el territorio, con redes de carreteras, servicios públicos, incluyendo
educación, salud, pero también con presencia efectiva de las fuerzas de
seguridad a lo largo de todo su espacio territorial.
El
proceso de consolidación del Estado democrático y social, el gran proyecto de
la modernidad venezolana, empezó a dar señales de debilitamiento relativo desde
mediados de los años ochenta, pero literalmente se truncó a partir de 1999, al
iniciarse la implantación de un nuevo modelo de Estado que tenía una relación
tensa con el proyecto moderno y con la democracia. El aumento de la porosidad
del Estado frente a grupos armados externos, el debilitamiento de la Fuerza
Armada Nacional, se combinó con la entrega de áreas urbanas a grupos armados
parapoliciales en ciudades principales, lo que tenía su correlato en la
expansión de la violencia cotidiana, la delincuencia, con total impunidad.
La
mancha del Estado sobre el territorio había crecido en el siglo XX. Ha venido
retrocediendo a lo largo del siglo XXI, dejando a una parte importante de la
población desguarnecida, vulnerable, desprotegida, sometida al poder despótico
de la banda armada de turno, sea un “colectivo”, un “frente guerrillero”, o una
pandilla criminal. El caso del poder de los PRANES es sintomático de esta
licuación del Estado. Donde el poder está licuado la sociedad civil tiene
grandes dificultades para existir como una red social organizada y efectiva, en
estos espacios hacer política implica también un muy alto riesgo.
¿Y POR
QUÉ SE CONSOLIDA?
Ahora,
¿por qué se consolida el régimen autoritario-totalitario sobre la Venezuela
donde aún pervive la estatalidad? Para responder a esto debemos entender el
proceso de cierre de la oportunidad para una transición política hacia la democracia
que se dio entre 2012 y 2018. El pico de esta ventana de oportunidad fueron las
elecciones parlamentarias de diciembre de 2015. Entre 2006 y 2015 la oposición
política desarrolló una estrategia efectiva de crecimiento y participación que
condujo a la victoria en las últimas elecciones parlamentarias y a la conquista
de la mayoría absoluta de la Asamblea Nacional.
La
toma del control del Poder Legislativo por parte de las fuerzas democráticas en
enero de 2016 se constituyó en una fecha simbólica que podía anunciar la
inminencia de una ruptura en las estructuras políticas del chavismo que abriera
paso a una transición política.
Esto
no sucedió, de hecho, a partir de ese momento se desataron dos procesos de toma
de decisión que cambiaron el juego político en Venezuela. La percepción de que
la caída del gobierno era inminente hizo mermar los incentivos que mantenían
unida a la coalición opositora, se activaron entonces todos los incentivos para
la competencia interna en un ambiente de creciente desconfianza entre los
distintos liderazgos. Así desapareció la estrategia unitaria y, lo que es más
importante, desapareció el espacio imprescindible de confianza mutua necesario
para generar una estrategia. Cada grupo, cada liderazgo, fue desarrollando su
estrategia, no solo en competencia contra el gobierno sino, fundamentalmente,
en competencia con los otros actores de la oposición. Si cada líder desarrolla
su estrategia no hay una estrategia unitaria: allí tenemos el caos de los años 2016
y 2017.
Frente
a esto el chavismo en los últimos días de 2015 y los primeros meses de 2016,
parecía perder el rumbo, había señales de que la erosión interna, derivada de
la brutal crisis socioeconómica y la derrota política en las parlamentarias,
hacía explícitas las fisuras internas, que se encaminaban a una ruptura del
bloque de poder dominante. Pero este proceso fue atajado, y empezó a
desarrollarse una estrategia que condujo a la consolidación autoritaria. El
aislamiento del Poder Legislativo, construyendo un cerco, un verdadero estado
de sitio, alrededor de la Asamblea Nacional, el bloqueo al Revocatorio, la
convocatorio inconstitucional a una Constituyente, son parte de esta
estrategia. El régimen decidió bloquear toda alternabilidad y competencia electoral.
Se decidió pasar de un régimen autoritario competitivo a uno de carácter
cerrado, incrementando la persecución contra la disidencia y los mecanismos de
control social.
La
profundización de la crisis económica fue enfrentada desde esta perspectiva. No
había en el gobierno un interés en gestionar una salida a la crisis si esto
incrementaba los espacios para el ejercicio de alguna forma de autonomía
ciudadana. Por eso fueron dejados de lado todo tipo de iniciativas reformistas
de actores internos o de aliados externos. El gobierno se mostró impermeable a
cualquier tipo de proceso de liberalización y apertura, sea económica o
política.
La
crisis también estaba haciendo estragos entre los cuadros medios y bajos de la
oposición democrática. La destrucción de las redes económicas y sociales que
permitían sostener una vida autónoma era un proceso inherente al chavismo desde
1999, pero la caída de los precios del petróleo y la respuesta gubernamental
desde 2013 estaban dejando sin oxígeno a la misma sociedad. La generalización
de los CLAP y del carnet de la Patria, se convirtió, para el gobierno, en el
más efectivo mecanismo de control social y de desactivación de la protesta
política. Para una sociedad a la que se le habían arrebatado sus medios
autónomos de subsistencia era un imperativo vital.
Frente
a esto la oposición democrática no alcanzaba a responder con efectividad, sin
confianza mutua no hay comunicación, sin comunicación no hay estrategia. La
derrota política de las movilizaciones populares de 2017, sofocadas a sangre y
fuego por parte del Gobierno, debilitaron la capacidad de presión de las
fuerzas democráticas. El exilio, interno o externo, la cárcel, la muerte, es
decir, la desactivación, se convirtió en señales del cierre de un ciclo.
La
decisión de negarse a participar en cualquier proceso electoral, impulsada por
los sectores más radicales, contribuyó a desactivar a la oposición aguas abajo,
y a aislarla del resto de la sociedad, que quedaba absolutamente indefensa. El
gobierno se consolidaba, allí donde existía el Estado.
El
apoyo de la comunidad internacional fue clave para mantener viva a las fuerzas
democráticas, y para denunciar la autocratización del régimen. Pero, en un
escenario de menguante organización interna, algunos quisieron colocar todas
sus esperanzas en una resolución de la crisis venezolana “desde afuera”. Los
sectores más radicales centraron su discurso en una mezcla de abstención
militante con la certeza de que la crisis venezolana tendría una solución
“rápida, inminente y total”, proveniente de una fuerza internacional. No
ocurrió.
La
autocratización acelerada mezclada con hiperinflación, con escenarios de
hambre, de crisis de los servicios públicos básicos, sin medicinas, trajo la
otra respuesta evidente: la emigración masiva de la población. La migración
venezolana ha tenido tres grandes olas durante el chavismo. La primera, de
grandes capitales desconfiados que colocaron sus inversiones en Panamá, Miami,
Bogotá, República Dominicana, España, etc. Una segunda ola estuvo marcada por
la alta calificación profesional, migrantes con doctorados, maestrías, con
amplia experiencia laboral en campos diversos enriquecieron los sitios a los
que llegaban. Desde 2016 estamos en presencia de una tercera ola, la de la
desesperación, jóvenes para quienes salir del país ya no es una alternativa
entre varias, sino la única manera de sobrevivir en un país donde desaparece
todo aquello que nos permite tener una vida civilizada en el siglo XXI.
Esto
tiene un triple impacto político. Baja la presión sobre las menguantes
capacidades del régimen para distribuir alimentos, electricidad y agua, al
tiempo que facilita el control social sobre la población que queda. Dificulta
aún más la capacidad de organización y movilización de las fuerzas opositoras,
quienes pierden cuadros importantes a nivel local. Y hace evidente el carácter
regional, internacional, global, de la crisis venezolana; el desplazamiento
migratorio venezolano es el más grande de la historia contemporánea de América.
UNA
AMENAZA PARA TODOS…
Esta
consolidación sin estabilización constituye una amenaza, no solo para las
millones de personas que sufren el autoritarismo, la violencia, el hambre y la
pérdida de calidad de vida en Venezuela, sino que constituye un peligro para la
región circundante, con repercusiones suprarregionales que pueden tocar países
como Estados Unidos, España, Portugal e Italia.
Este
tipo de consolidación autoritaria con desestatalización puede hacer naufragar
al proceso de paz en Colombia, poner en jaque la estabilidad del norte del
Estado brasileño, afectar al Caribe desde Trinidad hasta República Dominicana,
profundizando la crisis migratoria en un abanico que va desde Estados Unidos
hasta España, pasando por Perú, Argentina, Chile, entre otros.
¿QUÉ
HACER?
Por
eso, el tema venezolano ha de ser tratado por la comunidad internacional como
una amenaza desestabilizadora importante. No hay manera de que el gobierno
autoritario de Nicolás Maduro estabilice a Venezuela. Por ende, mantener la
presión, en sus distintas vertientes, para que sea sustituido por un régimen
democrático estable en un plazo perentorio, es una necesidad para la política
exterior de los gobiernos.
A lo
interno, para la oposición democrática, el margen de maniobra también es
decreciente, pero aún existe. La Asamblea Nacional, con mayoría opositora, es
el único espacio político institucional donde aún existen las fuerzas
democráticas de la oposición, más allá de escasas Alcaldías y Gobernaciones,
donde sus partidos pueden visibilizarse frente a la sociedad y frente al mundo.
Frente
a la comunidad internacional es la voz de la Asamblea Nacional la única
expresión unitaria, con legitimidad popular y con coordinación, de la oposición
democrática venezolana. Contribuir a su preservación y al fortalecimiento de su
institucionalidad es imprescindible para impulsar un cambio que conduzca a
Venezuela a la recuperación de su democracia.
Internamente,
el trabajo ha de centrarse en organización, organización y organización, y para
eso se necesitan construir redes sociales alrededor de una estrategia política,
de construcción de poder real, concreto, territorialmente expresado.
La
estrategia debe preceder a la unidad. Hemos dedicado inmensos esfuerzos en
preservar la Unidad de las fuerzas opositoras soslayando la definición de una
estrategia. En eso nos hemos equivocado. Esa equivocación ha derivado en una
oposición que está secuestrada por un chantaje radical, que no es efectivo en
definir una estrategia alternativa, pero es muy eficiente en bloquear cualquier
iniciativa.
¿Por
qué señalo que la estrategia ha de preceder a la unidad? A las pruebas
históricas me remito. La estrategia de crecimiento, con participación electoral
y organización social y política, fue definida en 2006, en el marco de las
elecciones presidenciales, a partir de allí se colocaron los esfuerzos en ir
construyendo un artefacto político para realizar la tarea, la Mesa de Unidad
Democrática se consolidó en 2009. Primero se definió una estrategia, se inició
su desarrollo, y alrededor de esa estrategia se construyó la unidad. Hemos
insistido en el camino inverso desde 2006, nos hemos equivocado.
El
tema de la participación electoral es muy difícil de asumir, porque se ha
enfrentado desde una perspectiva jurídica y legalista, sin atreverse a dar el
paso al mundo concreto de las realidades fácticas, las cuales, bajo un régimen
despótico y tiránico como el que tenemos, poco o nada tienen que ver con la ley
escrita. La participación en los eventos electorales que el régimen aún permite
es un hecho político concreto. Creo que también en esto nos hemos equivocado,
desde 2016 en adelante, convirtiendo la abstención en la (in)acción política
dominante, lo que ha contribuido al aislamiento de las fuerzas opositoras
respecto a la realidad social y al retroceso organizativo, no solo en términos de
“espacios” políticos sino en cuestión de visibilidad social y simbólica. ¿Qué
no daría la oposición cubana por participar en procesos electorales en la Isla?
Renunciar a participar no contribuye, por sí mismo, a democratizar al régimen,
de hecho puede ser parte del proceso de autocratización.
La
participación electoral, incluso perdiendo en condiciones ominosas, puede ser
ocasión para incrementar niveles de visibilidad y de organización social
inherente. No implica reconocer la legitimidad o legalidad del régimen
autoritario, sino que puede funcionar de ocasión ineludible para denunciar su
opresión y su despotismo.
¿Y la
comunidad internacional? Mucho se ha hablado del 5 y del 10 de enero. El sábado
5 de enero se instala una nueva junta directiva en la Asamblea Nacional. El 10
de enero finaliza el período presidencial para el que fue electo Nicolás Maduro
en 2013. Ante lo que ocurre estas fechas tanto la oposición interna como la
comunidad internacional están obligadas a tomar posición.
Internamente,
el 5 de enero es una ocasión para poner el hombro en la defensa y preservación
de un poder público sitiado por el régimen autoritario. Fortalecer el rol
político de la Asamblea Nacional, y su capacidad de construcción de redes con
el resto de la sociedad, es un empeño vital. Los gobiernos de los países que
han expresado su compromiso con la democratización de Venezuela deben
contribuir a la preservación de la institucionalidad de la Asamblea Nacional,
incrementando el reconocimiento de su legítima vocería como la voz de las
fuerzas democráticas de Venezuela. Ante la percepción de caos en la dirigencia
opositora, la voz institucionalmente unitaria de la Asamblea Nacional es clave,
allí están presentes todas las fuerzas democráticas, allí están obligadas a
ponerse de acuerdo, y lo han hecho.
Sobre
el 10 de enero demasiadas expectativas se han creado. La retórica radical que
pretende chantajear a la Asamblea Nacional con la exigencia de “gobiernos de
transición” o “gobiernos paralelos”, es solo otra irresponsable iniciativa para
intentar destruir al Parlamento para sustituirlo por otros voceros más plegados
a su línea. Los “gobiernos en el exilio” conducen generalmente al fracaso y al
olvido. La oposición debe reactivar su lucha social y política con una
estrategia de confrontación contra el autoritarismo y el totalitarismo que
incremente los niveles de organización social, que aumento el poder relativo de
los demócratas en la sociedad, para obligar al régimen a llegar a donde no
quiere: a un proceso de liberalización y apertura política.
Frente
al 10 de enero la comunidad internacional comprometida con la democracia, así
como aquella preocupada por las consecuencias que la licuación venezolana está
teniendo en la región, debe seguir incrementando la presión sobre el régimen
autoritario que conduzca a una liberalización y apertura política. Exigir la
liberación de todos los presos políticos, la habilitación de todos los
partidos, la restitución de las libertades conculcadas, y el desmantelamiento
del aparato de opresión y control se debe sumar a las condiciones previamente
exigidas. La política de sanciones debe combinarse con la de incentivos para el
cambio.
Se
deben generar incentivos que permitan recuperar la capacidad de acción política
de la sociedad venezolana para resistir a la opresión y para volver a tejer sus
redes sociales autónomas, sobre las cuales se construye la acción política
democrática. Hay que obligar al régimen a hacer aquello que no quiere hacer, y
esto implica una combinación de acciones internas y externas.
Mentiría
si les digo que el camino es corto y sencillo, estamos transitando el desierto
en las peores condiciones, y el camino es largo y difícil. Decir otra cosa es
engañar, y es la recurrente frustración la que ha generado la desconfianza que
nos impide accionar colectivamente. De esto debemos desprendernos, para tener
la fuerza para desprendernos del totalitarismo que nos acecha. El camino más
largo se inicia con un primer paso en la dirección correcta. ¡Adelante!
Ysrrael
Camero
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