Francisco Fernández-Carvajal 02 de septiembre
de 2020
@hablarcondios
— La obediencia da
fuerzas y frutos.
— Necesidad de esta
virtud para quien quiere seguir de cerca a Cristo.
— No poner límites al
querer de Dios.
I. Estaba Jesús
junto al lago de Genesaret con una gran muchedumbre que deseaba oír la Palabra
de Dios. Pedro y sus compañeros de trabajo lavaban las redes después de bregar
una noche sin pescar nada. Y Jesús, que quiere meterse hondamente en el alma de
Simón, le pidió la barca y le rogó que la apartase un poco de tierra. Y,
sentado, enseñaba desde la barca a la multitud1.
Quizá Pedro siguió con la tarea de dejar a punto el aparejo de la pesca
mientras escuchaba al Maestro, a quien ya conocía desde que le llevó hasta Él
su hermano Andrés2; no
sospecha los planes tan grandiosos del Señor.
Cuando terminó de hablar, Jesús dijo a Simón: Guía
mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca. Quizá han terminado de
limpiar las redes de las algas y del fango del lago. Todo invita a la excusa:
el cansancio, que es mayor cuando no se ha pescado nada, las redes lavadas y
preparadas para la noche siguiente, la inoportunidad de la hora para la
pesca... Pero la mirada de Jesús, el modo imperativo y a la vez amable de dar
la orden, el supremo atractivo que Cristo ejerce sobre las almas nobles...
llevaron a Pedro a embarcarse de nuevo. El único motivo de echarse al agua con
las barcas es Jesús: Maestro -le dice Pedro-, hemos
estado fatigándonos durante toda la noche y nada hemos pescado; pero, no obstante,
sobre tu palabra echaré las redes. In verbo autem tuo..., sobre tu palabra.
Esta es la gran razón.
En muchos momentos, cuando hace su aparición esa
fatiga peculiar que origina el no ver frutos en la vida interior personal o en
el apostolado, cuando nos parece que todo ha sido un fracaso y encontramos
motivos humanos para abandonar la tarea, debemos oír la voz de Jesús que nos
dice: Duc in altum, guía mar adentro, recomienza de nuevo, vuelve a
empezar... en mi Nombre.
«El secreto de todos los avances y de todas las
victorias está en saber “volver a empezar”, en sacar la lección de un fracaso y
después intentar una vez más»3.
A través de esos aparentes fracasos, quizá quiera decirnos el Señor que debemos
actuar por motivos más sobrenaturales, por obediencia, por Él y solo por Él.
«¡Oh poder de la obediencia! -El lago de Genesaret negaba sus peces a las redes
de Pedro. Toda una noche en vano.
»—Ahora, obediente, volvió la red al agua y pescaron
“piscium multitudinem copiosam” -una gran cantidad de peces.
»—Créeme: el milagro se repite cada día»4.
Si alguna vez nos encontramos cansados y sin fuerzas
para recomenzar, miraremos al Señor que nos acompaña en esta barca nuestra.
Entonces Jesús nos invita a poner en práctica, con docilidad interior, con
empeño, esos consejos que hemos recibido en la Confesión, en la dirección
espiritual, y encontraremos las fuerzas. «Muchas veces –dice Santa Teresa– me
parecía no poder sufrir el trabajo conforme a mi bajo natural; me dijo el
Señor: Hija, la obediencia da fuerzas»5.
II. Pedro se adentró
en el lago con Jesús en su barca y pronto se dio cuenta de que las redes se
llenaban de peces; tantos, que parecía que se iban a romper. Entonces
hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca para que vinieran
y les ayudasen. Vinieron y llenaron las dos barcas de modo que casi se hundían.
Hubo pescado para todos; Dios premia siempre la obediencia con frutos
incontables.
Este pasaje del Evangelio está lleno de
enseñanzas: por la noche, en ausencia de Cristo, la labor había
sido estéril. Lo mismo ocurre en la vida de los cristianos cuando pretenden
sacar adelante tareas apostólicas sin contar con el Señor, en la oscuridad más
grande, dejándose llevar exclusivamente de la propia experiencia o de esfuerzos
demasiado humanos. «Te empeñas en andar solo, haciendo tu propia voluntad,
guiado exclusivamente por tu propio juicio... y, ¡ya lo ves!, el fruto se llama
“infecundidad”.
»Hijo, si no rindes tu juicio, si eres soberbio, si te
dedicas a “tu” apostolado, trabajarás toda la noche –¡toda tu vida será una
noche!–, y al final amanecerás con las redes vacías»6.
Pedro mostró su humildad al obedecer a quien, por no
ser hombre de mar, bien se podría pensar que poco o nada sabía de aquel trabajo
en el que, día tras día, él, Simón, había conseguido tanta experiencia y un
gran saber. Sin embargo, se fía del Señor, tiene más confianza en la palabra de
Jesús que en sus años de brega. Esto nos indica también que el Señor ya lo
había ganado para Sí, que ya poco faltaba para que lo dejara todo por Él.
Esta obediencia, esta confianza en las palabras de
Jesús fue la última preparación de Pedro para recibir su llamamiento
definitivo. Parece como si el Señor hubiera dispuesto su llamada después de un
acto de obediencia y de confianza plena.
La necesidad de la obediencia para quien quiere ser
discípulo de Cristo –por encima de toda razón de conveniencia, de eficacia–
está en que forma parte del misterio de la Redención, pues Cristo mismo «reveló
su misterio y realizó la redención con su obediencia»7.
Por eso, el que quiera seguir los pasos del Maestro no puede limitar su
obediencia; Él nos enseñó a obedecer en lo fácil y en lo heroico, «pues
obedeció en cosas gravísimas y dificilísimas: hasta la muerte de Cruz»8.
La obediencia nos lleva a querer identificar en todo
nuestra voluntad con la voluntad de Dios, que se manifiesta a través de los
padres, de los superiores, de los deberes que llevan consigo los quehaceres
familiares, sociales y profesionales. La voluntad de Dios en lo que hace
referencia al alma se revela de modo muy particular en los consejos de la
dirección espiritual.
El Señor espera de nosotros, por tanto, una conducta
enteriza que incluye –en toda circunstancia– una obediencia delicada y alegre:
sujeción, por Dios, a la autoridad legítima en los diversos órdenes de la vida
humana, primordialmente al Romano Pontífice y al Magisterio de la Iglesia.
Si permanecemos con Cristo, Él llena siempre nuestras
redes. Junto a Él, incluso lo que parecía estéril y sin sentido se vuelve
eficaz y fructuoso. «La obediencia hace meritorios nuestros actos y
sufrimientos, de tal modo que, de inútiles que estos últimos pudieran parecer,
pueden llegar a ser muy fecundos. Una de las maravillas realizadas por nuestro
Señor es haber hecho que fuera provechosa la cosa más inútil, como es el dolor.
Él lo ha glorificado mediante la obediencia y el amor»9.
III.
Pedro quedó asombrado ante la captura que habían realizado. El Señor se
manifestó en este milagro de modo muy particular a él. Pedro miró a Jesús, y
entonces se arrojó a sus pies, diciendo: Apártate de mí, que soy un
hombre pecador. Comprendió su pequeñez ante la suprema dignidad de Cristo.
Entonces Jesús dijo a Simón: No temas: desde ahora serán hombres los
que has de pescar. Pedro y quienes le habían acompañado en la pesca, sacando
las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron.
Jesús comenzó pidiéndole prestada una barca y se quedó
con su vida. Y Pedro dejaría tras de sí una huella imborrable en tantas almas
que Cristo mismo puso a su alcance. Comenzó a obedecer en lo pequeño y el Señor
le manifestó los grandiosos planes que para él, pobre pescador de Galilea,
tenía desde la eternidad. Nunca pudo sospechar la trascendencia y el valor de
su vida. Miles y miles de personas encendieron su fe en la de aquellos que
siguieron aquel día a Jesús, y muy particularmente en la de Pedro, que sería
la roca, el cimiento inconmovible de la Iglesia.
Tampoco nosotros podemos sospechar las consecuencias
de nuestro seguimiento fiel a Cristo. Cada vez nos pide más correspondencia,
más docilidad y más obediencia a lo que, de modo diferente, nos va
manifestando. Si somos fieles, un día nos hará contemplar el Señor la
trascendencia de nuestro seguirle con obras. «Eres, entre los tuyos –alma de
apóstol–, la piedra caída en el lago. —Produce, con tu ejemplo y tu palabra un
primer círculo... y este, otro... y otro... y otro... Cada vez más ancho.
»¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?»10.
No pongamos límites al Señor, como no los puso Pedro.
«Si eres de los de mar adentro, clava con firmeza tu timón. Si te das a Dios,
date como los santos se dieron. Que no haya nada ni nadie que merezca tu
atención para frenar tu marcha; eres de Dios. Si te das, date para la
eternidad. Ni el oleaje ni la resaca conmoverán tus cimientos. Dios se apoya en
ti; arrima tú también el hombro, y navega contra corriente (...). Duc
in altum. Lánzate a las aguas con la audacia de los enamorados de Dios»11.
Nuestra Madre Santa María, Stella maris,
Estrella del mar, nos enseñará a ser generosos con el Señor cuando nos pida
prestada una barca y cuando quiera que le demos la vida entera. Ninguna
condición hemos puesto para seguirle.
1 Lc 5,
1-11. —
2 Cfr. Jn 1,
41. —
3 G. Chevrot, Simón Pedro,
p. 34. —
4 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 629. —
5 Santa
Teresa, Fundaciones, pról. 2. —
6 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 574. —
7 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 3. —
8 Santo
Tomás, Comentario a la Epístola a los Hebreos 5, 8, lec. 2.
—
9 R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
vol. II, p. 683. —
10 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 831. —
11 J.
Urteaga, El valor divino de lo humano, pp. 174-175.
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