Francisco Fernández-Carvajal 09 de noviembre de 2020
@hablarcondios
— Sin la gracia santificante para nada serviríamos.
— El Señor nunca niega su ayuda.
— Colaboradores de Dios.
I. En el Evangelio
de la Misa1 nos sitúa hoy el Señor en la realidad de nuestra vida. Si
uno de vosotros –dice Jesús– tuviera un siervo que anda guardando el ganado o
en la labranza, no le dirá cuando llegue a casa: entra enseguida y
siéntate a la mesa. Por el contrario, primero el siervo servirá a su señor,
y él cenará más tarde. Tampoco el siervo, en las condiciones de aquella época,
esperaba agradecimiento por su trabajo: ha hecho lo que debía. De
la misma manera –prosigue el Señor–, vosotros, cuando hayáis hecho todo
lo que se os ha mandado, decid: somos unos siervos inútiles; no hemos hecho más
que lo que teníamos que hacer.
Jesús no aprueba la conducta del señor, quizá abusiva
y arbitraria, sino que se sirve de una realidad de su tiempo conocida por todos
para ilustrar cuál debe ser la actitud de la criatura en relación al Creador.
Desde nuestra llegada a este mundo hasta la vida eterna a la que hemos sido
destinados, todo procede del Señor como un inmenso regalo. Por tanto, comenta
San Ambrosio, «no te creas más de lo que eres porque eres llamado hijo de Dios
–debes reconocer, sí, la gracia, pero no debes echar en olvido tu naturaleza–,
ni te envanezcas de haber servido con fidelidad, ya que ese era tu deber. El
sol realiza su labor, obedece la luna, los ángeles también le sirven»2.
¿No le vamos a servir igualmente nosotros con la inteligencia y la voluntad,
con todo nuestro ser?
No debemos olvidar que hemos sido elevados,
gratuitamente, sin mérito alguno por nuestra parte, a la dignidad de hijos de
Dios, pero por nosotros mismos no solo somos siervos, sino siervos
inútiles, incapaces de llevar a cabo lo que nuestro Padre nos ha encargado,
si Él no nos da su ayuda. La gracia divina es lo único que puede potenciar
nuestros talentos humanos para trabajar por Cristo, para ser sus colaboradores,
y para hacer obras meritorias. Nuestra capacidad no guarda relación con los
frutos sobrenaturales que buscamos. Sin la gracia santificante para nada
serviríamos. Somos lo que «el pincel en manos del artista»3.
Las obras grandes que Dios quiere realizar con nuestra vida han de atribuirse
al Artista, no al pincel. La gloria del cuadro pertenece al pintor; el pincel,
si tuviera vida propia, tendría la dicha inmensa de haber colaborado con un
maestro tan grande, pero no tendría sentido que se apropiara el mérito.
Si somos humildes –«andar en verdad» es ser
conscientes de que somos siervos inútiles– nos sentiremos
impulsados a pedir la gracia necesaria para cada obra que realicemos. Otra
consecuencia práctica que podemos sacar de esta enseñanza que nos da Jesús es la
de rechazar siempre cualquier alabanza que nos hagan –al menos en nuestro
corazón– y dirigirla al Señor, pues cualquier cosa buena que haya salido de
nuestras manos hemos de atribuirla en primer lugar a Dios, que «puede servirse
de una vara para hacer brotar el agua de una roca, o de un poco de barro para
devolver la vista a los ciegos»4.
Somos el barro que da la vista a los ciegos, la vara que hace brotar una fuente
en medio del desierto..., pero es Cristo el verdadero autor de estas
maravillas. ¿Qué haría el barro por sí mismo...? Solo manchar.
II. El Señor pone de
relieve en la parábola de la vid y los sarmientos5 esta
necesidad del influjo divino para producir frutos. Puesto que Cristo «es el
origen y la fuente de todo apostolado de la Iglesia, es evidente que la
fecundidad del apostolado de los laicos depende de la unión vital que tengan
con Cristo»6. El que permanece en Mí y Yo en él, ese da mucho
fruto, porque sin Mí no podéis hacer nada7,
afirmó rotundamente el Señor.
San Pablo enseñó que Dios es quien obra en nosotros
el querer y el obrar según su beneplácito8.
Esta acción divina es necesaria para querer y realizar obras
buenas; pero ese «querer» y ese «obrar» son del hombre: la gracia no sustituye
la tarea de la criatura, sino que la hace posible en el orden sobrenatural. San
Agustín compara la necesidad del socorro divino a la de la luz para ver9.
Es el ojo el que ve, pero no podría hacerlo si no hubiese luz: la gracia no
suprime la libertad, pues somos nosotros quienes queremos y actuamos.
Esta incapacidad humana para realizar, por sí misma, obras meritorias no nos
debe llevar al desaliento; por el contrario, es una razón más para estar en una
continua acción de gracias al Señor, pues Él siempre está pendiente de
enviarnos el auxilio necesario.
La liturgia de la Iglesia nos hace pedir
constantemente esta ayuda divina, de la que andamos tan radicalmente
necesitados. El Señor no la niega nunca, cuando la pedimos con humildad y
confianza. San Francisco de Sales ilustra esta maravilla divina con un ejemplo:
«Cuando la tierna madre enseña a andar a su hijito, le ayuda y sostiene cuanto
es necesario, dejándole dar algunos pasos por los sitios menos peligrosos y más
llanos, asiéndole de la mano y sujetándole o tomándole en brazos y llevándole
en ellos. De la misma manera Nuestro Señor tiene cuidado continuo de los pasos
de sus hijos»10.
Esta solicitud divina, lejos de conducirnos a una
actitud pasiva, nos llevará a poner empeño en la lucha ascética, en el
apostolado, en lo que tenemos entre manos, como si todo dependiera
exclusivamente de nosotros. A la vez, recurriremos al Señor como si todo
dependiera de Él. Así hicieron los santos. Nunca quedaron defraudados.
III. San
Pablo se vale de la imagen de las tareas agrícolas para ilustrar nuestra
condición de instrumentos en la labor apostólica. Yo planté, Apolo
regó, pero es Dios quien dio el incremento; de tal modo que ni el que planta es
nada, ni el que riega, sino el que da el incremento, Dios... Porque nosotros
somos colaboradores de Dios11.
¡Qué maravilla sentirnos cooperadores de Dios en esta gran obra de la
redención! El Señor, en cierto modo, necesita de nosotros. Aunque hemos de
tener en cuenta que es Dios, mediante su gracia, el único que puede conseguir
que la semilla de la fe arraigue y dé fruto en las almas: el instrumento «podrá
ir echando las semillas entre lágrimas, podrá cuidar el campo sin rehuir la
fatiga: pero que la semilla germine y llegue a dar los frutos deseados depende
solo de Dios y de su auxilio todopoderoso. Hay que insistir en que los hombres
no son más que instrumentos, de los que Dios se sirve para la salvación de las
almas, y hay que procurar que estos instrumentos se encuentren en buen estado
para que Dios pueda utilizarlos»12.
El hombre se capacita para grandes obras cuando es humilde; entonces cuida
también su unión con Cristo mediante la oración.
Para que el pincel sea un instrumento útil en manos
del pintor ha de recoger bien los colores y permitir trazar rasgos gruesos o
finos, tonos enérgicos y menos fuertes. Ha de subordinar su propia cualidad al
uso que de él quiera hacer el artista, que es quien compone el cuadro, marca
las sombras y las luces, los tonos vivos con los más tenues, el que da
profundidad y armonía al lienzo hasta formar un conjunto coherente, con fuerza.
Además, el pincel ha de tener buena empuñadura y estar unido a la mano del
maestro: si no hay unión, si no secunda fielmente el impulso que recibe, no hay
arte. Esa es la condición de todo buen instrumento. Nosotros, que queremos
serlo en manos del Señor, pero que nos damos cuenta de tantas cosas que no van,
le decimos a Jesús en la intimidad de nuestra oración: «“Considero mis
miserias, que parecen aumentar, a pesar de tus gracias, sin duda por mi falta
de correspondencia. Conozco la ausencia en mí de toda preparación, para la
empresa que pides. Y, cuando leo en los periódicos que tantos y tantos hombres
de prestigio, de talento y de dinero hablan y escriben y organizan para
defender tu reinado..., me miro a mí mismo y me encuentro tan nadie, tan
ignorante y tan pobre, en una palabra, tan pequeño..., que me llenaría de
confusión y de vergüenza si no supiera que Tú me quieres así. ¡Oh, Jesús! Por
otra parte, sabes bien cómo he puesto, de buenísima gana, a tus pies, mi
ambición... Fe y Amor: Amar, Creer, Sufrir. En esto sí que quiero ser rico y
sabio, pero no más sabio ni más rico que lo que Tú, en tu Misericordia sin
límites, hayas dispuesto: porque todo mi prestigio y honor he de ponerlo en
cumplir fielmente tu justísima y amabilísima Voluntad”»13.
Nuestra Madre Santa María, fidelísima colaboradora del
Espíritu Santo en la tarea de la redención, nos enseñará a ser eficaces
instrumentos del Señor. Nuestro Ángel Custodio enderezará nuestra intención y
nos recordará que somos siervos inútiles en manos del Señor.
1 Lc 17,
7-10. —
2 San
Ambrosio, Comentario al Evangelio de san Lucas, in loc.
—
3 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 612. —
4 J.
Pecci-León XIII-, Práctica de la humildad, 45. —
5 Cfr. Jn 15,
1 ss. —
6 Conc.
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 4. —
7 Jn 15,
5. —
8 Cfr. Flp 2,
13. —
9 San
Agustín, Tratado sobre la naturaleza y la gracia, 26, 29.
—
10 San
Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, 3, 4. —
11 1
Cor 3, 6-9. —
12 San
Pío X, Enc. Haerent animo, 4-VIII-1908, 9. —
13 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 822.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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