Francisco Fernández-Carvajal 10 de noviembre de 2020
@hablarcondios
— El Señor cultivó las virtudes normales de la
convivencia.
— Gratitud. Capacidad de amistad. Respeto mutuo.
— Afabilidad. Optimismo y alegría.
I. El Evangelio de
la Misa de hoy1 muestra
la decepción de Jesús ante unos leprosos curados, que no volvieron para dar las
gracias. Solo regresó un samaritano de los diez que habían sanado por la
misericordia de Jesús. ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios
sino solo este extranjero? Se nota en estas palabras del Señor un
acento de desencanto. Lo menos que podían haber hecho aquellos hombres era
agradecer un don tan grande. Jesús se conmueve ante el reconocimiento de las
personas y se duele del egoísta que solo sabe recibir. La gratitud es señal de
nobleza y constituye un lazo fuerte en la convivencia con los demás, pues son
innumerables los beneficios que recibimos y también los que proporcionamos a
otros. San Beda señala que fue precisamente la gratitud la que salvó al
samaritano2.
Jesús no fue indiferente a las muestras de educación y
de convivencia normales que se dan entre los hombres y que expresan la calidad
y la finura interior de las personas. Ante Simón el fariseo, que no tuvo con Él
las muestras habituales de hospitalidad, lo manifestó abiertamente. Jesucristo,
con su vida y su predicación, reveló el aprecio por la amistad, la afabilidad,
la templanza, el amor a la verdad, la comprensión, la lealtad, la laboriosidad,
la sencillez... Son numerosos los ejemplos y parábolas de la vida corriente en
los que se puede observar el gran valor que da a estas virtudes necesarias para
la convivencia. Así vemos cómo forma a los Apóstoles no solo en la virtud de la
fe y de la caridad, sino en la sinceridad y nobleza3,
y en la ponderación del juicio4.
Tan importantes considera estas virtudes humanas, que les llegará a
decir: si no entendéis las cosas de la tierra, ¿cómo entenderéis las
celestiales?5.
Cristo, perfecto Dios y Hombre perfecto6,
nos da ejemplo de ese cúmulo de cualidades bien entrelazadas, que compete vivir
a cualquier hombre, a cualquier mujer, en sus relaciones con Dios, con sus
semejantes y consigo mismo. De Él se pudo proclamar: bene omnia fecit7,
que todo lo hizo bien; no solo los milagros en los que manifestó su
omnipotencia divina, sino las manifestaciones normales de una vida corriente.
Lo mismo se ha de poder afirmar de cada uno de nosotros, que queremos seguirle
en medio del mundo.
II. San Pablo, en
una de las lecturas para la Misa8,
nos exhorta también a vivir estas virtudes: Recuérdales –escribe
a Tito– que estén dispuestos a toda forma de trabajo honrado, sin
insultar ni buscar riñas; sean condescendientes y amables con todo el mundo.
Estas virtudes hacen más grata y fácil la vida
cotidiana: familia, trabajo, tráfico...; disponen el alma para estar más cerca
de Dios y para vivir las virtudes sobrenaturales. El cristiano sabe convertir
los múltiples detalles de estos hábitos humanos en otros tantos actos de la
virtud de la caridad, al hacerlos también por amor a Dios. La caridad
transforma estas virtudes en hábitos firmes, con un horizonte más elevado.
Entre las virtudes humanas que tienen relación con la
convivencia diaria se encuentra la misma gratitud, que es el
recuerdo afectuoso de un beneficio recibido con el deseo de pagarlo de alguna
manera. En muchas ocasiones solo podremos decir gracias, o una
expresión parecida que comunica ese sentimiento del alma. En la alegría que
ponemos en ese gesto está nuestro agradecimiento. Santo Tomás afirma que «el
mismo orden natural requiere que quien ha recibido un favor responda con
gratitud al que le ha beneficiado»9.
Cuesta muy poco ser agradecidos y es mucho el bien que se hace: se crea un
ambiente nuevo, unas relaciones cordiales, En la medida en que aumentamos
nuestra capacidad de apreciar los favores y pequeños servicios que recibimos,
sentiremos la necesidad de agradecer de alguna manera: que la casa esté en
orden y limpia, que uno haya cerrado las ventanas para que no entre el frío o
el calor, que encontremos la ropa limpia y planchada... Y si alguna vez una de
estas cosas no está como esperamos, sabremos disculpar, porque son muchas las
que de hecho funcionan bien. No le daremos importancia y, si está en nuestras
manos, procuraremos arreglar el desperfecto, ordenar lo desordenado, cerrar o
abrir lo que debía estar cerrado o abierto... También agradeceremos los
servicios que pagamos o nos son debidos: al dependiente que nos atiende
amablemente, al conductor del autobús que espera esos instantes para que
podamos alcanzarlo...
Entre las virtudes de convivencia se nos pide ampliar
constantemente nuestra capacidad de amistad con personas muy diversas. ¡Qué
formidable sería que pudiéramos llamar amigos a las personas
con las que trabajamos o estudiamos, con las que convivimos, con las que nos
relacionamos diariamente! Amigos, y no solo conocidos, vecinos,
colegas o compañeros... Esto significaría que hemos desarrollado, por amor a
Dios y por amor a los hombres, una serie de cualidades humanas que fomentan y
hacen posible la amistad: el desinterés, la comprensión, el espíritu de
colaboración, el optimismo, la lealtad... Amistad también dentro de la propia
familia: entre hermanos, con los hijos, con los padres. La amistad, cuando es
verdadera, resiste bien las diferencias de edades. Es condición, a veces
imprescindible, para el apostolado.
Cuentan de Alejandro Magno que, estando próximo a
morir, sus parientes más cercanos le repetían con insistencia: «Alejandro,
¿dónde tienes tus tesoros?». «¿Mis tesoros?», preguntaba Alejandro. Y
respondía: «En el bolsillo de mis amigos». Al final de nuestra vida nuestros
amigos deberían poder decir que les dimos a compartir siempre lo mejor que
tuvimos.
El respeto, que es delicadeza, valorar a
otro, es imprescindible para convivir. La fe nos enseña además a respetar a las
personas que tratamos cada día, porque son imagen de Dios, porque cada una ha
sido redimida con la Sangre preciosísima de Nuestro Señor10.
También a aquellos que por alguna razón, casi siempre de escaso relieve, nos
parecen menos simpáticos o divertidos. También la convivencia humana
exige respetar las cosas, porque son bienes de Dios que ha puesto
al servicio del hombre. Respetar la naturaleza tiene su más hondo sentido en
que forma parte de la Creación y a través de ella se puede dar gloria a Dios.
III.
Otras virtudes que facilitan o hacen posible la convivencia son la afabilidad,
virtud opuesta al gesto destemplado, al mal humor, al desorden..., a vivir sin
tener en cuenta a los que nos rodean. A veces se traducirá en una palabra
amable, en un pequeño elogio, en un gesto cordial que anima a seguir adelante.
«Una palabra buena se dice pronto; sin embargo, a veces se nos hace difícil
pronunciarla. Nos detiene el cansancio, nos distraen las preocupaciones, nos
frena un sentimiento de frialdad o de indiferencia egoísta. Así sucede que
pasamos al lado de personas a las cuales, aun conociéndolas, apenas les miramos
el rostro y no nos damos cuenta de lo que frecuentemente están sufriendo por
esa sutil, agotadora pena que proviene de sentirse ignoradas. Bastaría una
palabra cordial, un gesto afectuoso, e inmediatamente algo se despertaría en
ellas: una señal de atención y de cortesía puede ser una ráfaga de aire fresco
en lo cerrado de una existencia, oprimida por la tristeza y por el desaliento.
El saludo de María llenó de alegría el corazón de su anciana prima Isabel (cfr. Lc 1,
44)»11. Así hemos de llenar de optimismo a quienes conviven con
nosotros.
Formando parte de la afabilidad se encuentran la benignidad,
que nos lleva a tratar y juzgar a los demás y a sus actuaciones de forma
benigna; la indulgencia ante los pequeños defectos y errores
de los demás, sin sentirnos en la obligación de estar continuamente
señalándolos; la educación y urbanidad en palabras y modales;
la simpatía, la cordialidad, el elogio oportuno,
que está lejos de toda adulación... «El espíritu de dulzura es el verdadero
espíritu de Dios (...). Puede hacerse comprender la verdad y amonestar siempre
que se haga con dulzura. Hay que sentir indignación contra el mal y estar resuelto
a no transigir con él; sin embargo, hay que convivir dulcemente con el prójimo»12.
Un hombre que viajaba por interminables carreteras
paró su camión junto a un bar concurrido por otros conductores. Mientras
esperaba que le sirvieran algo que le refrescara para continuar su camino, un
muchacho del bar trabajaba afanoso frente a él, encorvado, al otro lado del
mostrador. «¿Mucho trabajo?», le dijo sonriendo el viajero. El muchacho levantó
la cabeza y devolvió la sonrisa. Cuando meses más tarde el conductor pasó de
nuevo por aquel lugar, el muchacho del mostrador le reconoció, como se reconoce
una antigua amistad. Y es que la gente –entre la que nos encontramos– tiene una
vieja sed de sonrisas, una gran necesidad de que alguien le contagie un poco de
alegría, de aprecio... A nuestra puerta encontramos cada jornada una serie de
personas con las que convivimos, trabajamos, que esperan esa breve muestra
acogedora.
En la convivencia diaria la alegría, el optimismo, el
aprecio... abren muchas puertas que estaban a punto de cerrarse al diálogo o a
la comprensión... No dejemos que se cierren: el Señor espera que hagamos un
apostolado eficaz, que comuniquemos a esas personas el don más grande que
tenemos: la amistad con Él.
1 Lc 17,
11-19. —
2 Cfr. San
Beda, en Catena Aurea, vol. VI. p. 278. —
3 Cfr. Mt 5,
37 —
4 Cfr. Jn 9,
1-3. —
5 Jn 3,
12, —
6 Símbolo
Atanasiano. —
7 Mc 7,
37. —
8 Primera
lectura, Año II. Tit 3, 1-7. —
9 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 106, a, 3 c. —
10 1
Pdr 1, 18, —
11 Juan
Pablo II, Homilía 11-II-1981. —
12 San
Francisco de Sales, Epistolario, fragm. 110, en Obras
selectas de..., p. 744.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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