Miguel Henrique Otero 14 de diciembre de 2020
@miguelhotero
El 6 de diciembre de 2020 marcó un hito en la historia
del declive del régimen chavista-madurista: mostró, sin desmentido posible ni
atenuantes, la debacle del apoyo político y electoral que alguna vez tuvo. La
sociedad venezolana y su liderazgo deben meditar, con el mejor sosiego posible,
en lo que esto significa: el riesgo de vivir bajo un poder totalmente
desprovisto de apoyo popular. Sin inserción real en el tejido social. Un poder,
cuyos lazos orgánicos con la población venezolana se han ido rompiendo de forma
paulatina, hasta prácticamente desaparecer con el fraude electoral del pasado
domingo.
Cierto es que el objetivo de la macroestafa ejecutada
era y es la liquidación de la legítima Asamblea Nacional. Pero no solo. El
régimen intentó movilizar a los electores. Realizó actos y actividades de
campaña electoral en todo el territorio. Hizo uso, otra vez, de los recursos
del Estado para sus fines. Repartió dólares en efectivo, cajas de alimentos y
promesas, en varios miles de comunidades. Actualizaron sus listas, por
municipios y parroquias. Hicieron reuniones, barrio a barrio, para organizar el
traslado de los electores a los centros de votación. Advirtieron a los votantes
de las consecuencias que tendría no asistir al acto electoral. Armaron una
estructura de propaganda y transporte que se había comprometido a sumar, al
menos, 8 millones de electores. En los informes y las reuniones de los comandos
que se realizaron el viernes 4 y el sábado 5, en todos los estados y en las alcaldías
de las ciudades más grandes, concluyeron que estaba todo listo. La promesa que
los responsables hicieron a Maduro, hoy luce descabellada e insólita: que
votaría alrededor de 42% del padrón electoral. La ficción llegó a este extremo:
se anunció que en todos los centros electorales, especialmente en aquellos en
los que se esperaba una gran concentración de personas, estaban listas las
medidas sanitarias para evitar que la jornada electoral provocara un incremento
de los contagios por el covid-19.
Que la votación no haya alcanzado ni siquiera 10% del
padrón electoral –padrón electoral menoscabado, tramposo y sin nuevos
electores– obliga a preguntarse qué porcentaje de esas personas ejerció el voto
plenamente convencida de su acción, y qué porcentaje lo hizo bajo alguna forma
de coerción: presionada por las bandas paramilitares del régimen, amenazada por
el hambre –en el expediente de Diosdado Cabello, el capítulo dedicado a la
frase “el que no vota, no come” ocupará un lugar destacado en su excepcional
trayectoria de infamias–, obligadas por sus superiores en las fuerzas armadas,
en los cuerpos policiales o en la administración pública. Si, atendiendo a una
estimación conservadora, aproximadamente la mitad de los votantes fue obligado
a participar –es altamente probable que el porcentaje haya sido todavía
superior–, entonces tenemos que el apoyo político real del régimen no supera el
5% y está constituido, de forma mayoritaria, por funcionarios civiles y
militares, paramilitares y enchufados.
¿Qué se acabó el 6 de diciembre de 2020? Se fundió la
supuesta maquinaria electoral del PSUV –que no es sino un conglomerado de
obedientes funcionarios del Estado, civiles y militares, puestos a realizar
tareas que la ley prohíbe y castiga–. Se debilitó, de forma considerable, el
recurso de coacción que suponen los CLAP, así como otras listas de supuestos
bonos y beneficios. Y, lo más importante, los numerosos intentos, las múltiples
estrategias que se pusieron en juego para interesar al electorado se
estrellaron contra un grueso muro, cada vez más infranqueable, de rechazo,
desprecio y hartazgo hacia el régimen. Lo que tantos han dicho en estos días es
una realidad: Maduro está cada vez más solo, el régimen está cada vez más
desprovisto de apoyo, la corrupta maquinaria del PSUV es cada día un armatoste
más oxidado, disfuncional, elefantiásico y burocratizado, cada vez más ajeno a
las realidades y las necesidades de la población venezolana, que no tiene nada
que ofrecer a la sociedad venezolana, y que a duras penas logra sostenerse a sí
misma.
Pero este estado de cosas no debe tranquilizarnos. Sin
vínculos ni compromisos con ningún sector de la sociedad, su peligrosidad es
ahora todavía mayor. El chavismo-madurismo es, cada día que pasa, un
conglomerado de negociantes, delincuentes, bandas armadas, contrabandistas,
torturadores y funcionarios uniformados o civiles. No más que eso. Y, a medida
que el régimen reduce su tamaño, pierde su carácter social y se vuelve pura
burocracia y una creciente sumatoria de mafias, su poder se hace más oscuro y
letal, sus métodos empeoran, su descaro no reconoce límites ni escrúpulo
alguno.
Y
es que a medida que el rechazo de los ciudadanos y las comunidades va en
aumento; a medida que los problemas del país arrecian y se expanden hacia cada
rincón del territorio; a medida que todo colapsa y, como consecuencia de ello,
se desata el malestar y las protestas se intensifican; en esa medida, el poder,
desprovisto de herramientas políticas para dialogar y de recursos para aliviar
los padecimientos de la sociedad, no sabe hacer uso de algo distinto a la
represión y la tortura. Porque ese es, a fin de cuentas, el saldo del fraude
del 6D: la paradoja de un poder empequeñecido y, al mismo tiempo, más
canallesco y más dispuesto a la violencia con tal de mantener el control de
Venezuela.
Miguel Henrique Otero
@miguelhotero
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