Sifrizuela 31 de marzo de 2022
@sifrizuela
En
2020, Elías Aslanian -de Sifrizuela- nos puso frente al espejo de esta
república del bodegón alebrestada por el dólar y el consumo. Regresó por unos
días a sumergirse en el desenfreno, a mirar los contrastes desde el privilegio
y esto es lo que cuenta sobre estos tiempos de pax bodegónica
La piel de Ruperta colgaba como pliegues de su cuerpo desnutrido revelando sus costillas. Por sus orejas caídas, como las de un perro, parecía el elefante más triste del mundo. Quizás lo era: se desmayaba constantemente. Al morir, a mediados del 2018, pesaba menos de la mitad del peso normal de un elefante de su edad. Apenas consumía diez kilos de comida al día, una fracción de los 135 kilos que debía ingerir un ejemplar de su especie. La hambruna azotaba los animales del Zoológico de Caricuao, en Caracas, hogar de Ruperta desde 1977. Además, un caballo negro fue raptado y descuartizado por su carne, un leopardo desapareció y constantemente se robaban animales como ovejas, patos mandarines y jabalíes. El hambre también afectaba a los barrios vecinos del zoológico.
Cuatro
años después, como en un revolcón existencial, el coordinador del Zoológico de
Caricuao anunció la llegada de cuatro walabíes –una variedad de canguros
pequeños– provenientes de un zoológico de Toledo, España: en sintonía con el
espíritu estrafalario que ahora sacude a la ciudad, dos de ellos son albinos.
Algo
extraño sacude a Caracas, rascándose ante un sarpullido de torres nuevas de
vidrio y luces de colores que se alzan en Las Mercedes, autopistas decoradas
con palmas datileras quizás para imitar a algún emirato árabe y bodegones más
grandes que un Publix con estanterías rebosadas de setecientas variedades de
Colgate, cualquier sabor imaginable de hard seltzer, trescientos
tipos de chicle, langostas revolcándose vivas en carritos de mercado y una
legión de escoltas rodeando camionetas Porsche de las que se bajan
boliburgueses con camisas Hugo Boss a comprar 12 mil botellas de vino italiano,
español, californiano, chileno y hasta libanés.
Algo
extraño sacude a Caracas: desde el aeropuerto, que ahora tiene peceras repletas
de tormentas de peces de color neón, y los Cruz Diez falsos de plástico que
parecen cubrir el panorama desolador de cerros de ranchos, superbloques
destartalados, ruinas adecas que aspiraron a ser escuelas y hospitales y muros
que perdieron su colorinche caribeño que definen a La Guaira. Los motores de
aquella perestroika clandestina que presencié en mi primera visita a Bodegonzuela rugen
ferozmente sin pudor alguno. La autopista hacia Caracas revela un abanico de
vallas publicitarias: doce marcas nuevas de jamón, tusis y explotadas que
parecen promocionar sus cuerpos sintéticos y no los jeans o sandalias que
pagaron la valla, un calvo musculoso a lo Richard Linares rodeado de bendecidas
y afortunadas en un rooftop de Altamira, una “artista”
conocida por sus constantes plagios junto a esculturas horrorosas de gorilas de
colores y vírgenes de plástico y una marca de repuestos que brincando sobre
todo copyright usa a Superman como su imagen.
El
panorama de publicidades de tusis y pasta y jamón y criptomonedas está
salpicado por una llovizna de vallas propagandísticas que celebran los logros
de los atletas olímpicos con eslóganes bolivarianos. Y bajo el ajetreo
publicitario y entre las nuevas líneas de palmeras datileras ultrajadas de
Margarita, se asoman murales de colores pasteles con petroglifos y rostros
yanomamis. Entre todo ello, en plena autopista, una nueva escultura colosal y
horrorosa de un cacique dorado rodeado de palmeras artificiales del mismo
color.
Caracas,
oasis entre la más cruenta miseria, es ahora una república pos-soviética
tropicalizada: con el mismo kitsch patriotero-plástico, el
mismo exceso nuevo rico y la misma desigualdad desaforada.
Bananastroika
“Qué
emoción, el edificio está en buenas condiciones, hemos recibido formalmente la
estructura y nos preparamos para trabajar de la mano de comerciantes, aliados y
contratistas, para muy pronto tener este centro comercial abierto y generar
alrededor de 3.500 empleos”, dijo Alfredo Cohen, desde el Sambil de La
Candelaria, en un video que circuló por redes sociales, “No tenemos mucho
trabajo ni muchas cosas que se hayan dañado, vamos pa´lante y pronto el Sambil
La Candelaria será una realidad”. Pocas horas antes, se había anunciado la
devolución del mall a sus dueños originales luego de que en 2008 Hugo Chávez
ordenara su expropiación.
“Me
tendrán que sacar de Miraflores para que haya un Sambil en La Candelaria. Eso
es un crimen”, dijo el padre del socialismo bolivariano en ese entonces: “¿Cómo
vamos a hacer el socialismo entregándole los espacios vitales del pueblo a ese
comercio desmesurado, consumista?”. Catorce años después, el heredero designado
de Chávez lo retorna a sus dueños ‘oligarcas’. Cientos de industrias, empresas
y hasta haciendas están saliendo de las manos rojas del Estado en toda suerte
de esquemas extraños de ‘reprivatización’ o ‘alianzas estratégicas’ con el
sector privado.
Sin
embargo, pocos dueños de bienes expropiados han corrido la suerte de los Cohen:
muchas de las propiedades, de la forma más neo-patrimonial posible, han sido
repartidas a nuevos grupos empresariales ligados a la corrupción del Estado.
Pregúntenle a Fama de América o a Lácteos Los Andes. El Hilton de Caracas,
transformado por años en un mugriento Hotel Alba manejado por el Estado, ahora
fue entregado a empresarios de Turquía para su tercera venida. Los esquemas de
‘reprivatización’, herméticos y con marcos legales dudosos, no están generando
mucha confianza.
“No
existen cambios fundamentales que garanticen la propiedad privada”, tuiteó el
economista Gustavo Rojas Matute: “No existe un sistema de justicia
independiente que garantice los derechos de propiedad”.
Sin
embargo, Bodegonzuela parece dispuesta a disfrutar el sueño de fiebre dolarizada
como si supiese que puede terminar en cualquier momento: se anunció la apertura
de vuelos internacionales en Barquisimeto, la línea aérea portuguesa TAP
informó sobre su retorno al país y marcas como Modelo, Corona, Hendrick’s y los
productos de Cheesecake Factory hacen incursiones formales al mercado. Corona,
incluso, puso llamativas vallas de su cerveza junto al Salto Ángel alzándose en
la autopista, cerca de nuevas vallas lumínicas de Toyota: que ha dejado de
producir automóviles en el país, pero importándolos de Brasil introdujo por
primera vez en años un modelo -promocionado por Viviana Gibelli– al mercado
criollo. Una cadena de tiendas al estilo Target, que misteriosamente alza
nuevas sedes en los pueblos más desolados como por obra y gracia de su cercanía
al poder rojo, parece anunciar una nueva sucursal en diferentes áreas de
Caracas todos los días: incluso se dice que compró, a precio de gallina flaca,
uno de los hoteles más grandes de la ciudad.
Chacao
y Las Mercedes, zonas rosas de un país ahora libre de aranceles de importación
y controles cambiarios, apenas son la punta de un iceberg de anarquía y hambre.
Es una economía de la aduana a tu mesa: se benefician los sectores de bienes y
servicios, con sus restaurantes y posadas de lujo y súper-híper-bodegones, así
como también ciertos sectores tecnológicos o de construcción. Pero –más allá de
la lluvia de dólares que esta burbuja de pescado fresco y champaña produce para
consultorías profesionales, consumidores y proveedores de servicio– el resto de
la población se mantiene excluida por la poca cantidad de trabajos que genera
Bodegonzuela: la industria, la manufactura y la agricultura aun no alzan su
cabeza lo suficiente. Ni hablar de los beneficiados del Estado –sean policías,
bomberos, enfermeras, guardabosques, empleados de gobiernos regionales,
doctores de hospitales públicos, docentes o pensionados– que han quedado
abandonados en el mundo del bolívar.
Según
la más reciente encuesta Encovi, Venezuela es ahora la nación más desigual del
continente americano: con un coeficiente Gini de 56,7, nos codeamos con países
como la República Centroafricana y Zambia. De hecho, calcula el estudio que
94,5% de la población está bajo la línea de pobreza y un desaforado 51% ha sido
“obligado a la inactividad” (ocho millones de personas) por la falta de
opciones laborales, revelando el vientre de la economía “de la aduana a tu
mesa”.
Aunque
los hogares en pobreza no extrema han aumentado su consumo de proteína animal,
leguminosas y tubérculos, la población que no sufre de inseguridad alimenticia
se redujo un millón de personas menos que en la última Encovi (2019-2020):
pasando de una minoría de 6,6 millones a una minoría de 5,8 millones. Más allá
del destello de los bodegones, en Venezuela –aunque en diferentes grados–
todavía abunda el rugido de los estómagos hambrientos.
¿Es
una herida temporal? No parece serlo: según el más reciente Diagnóstico
Educativo de Venezuela de la UCAB, la población estudiantil en primaria y
bachillerato se redujo 15,6% desde 2018. De estos, solo 40% abandonó las aulas
por emigración: el resto permanece en el país sin asistir a las aulas. Según
cálculos de Caritas en 2019 la desnutrición crónica había afectado a alrededor
de 35% de los niños venezolanos. Queda entonces preguntarse: ¿se arregló un
país donde casi 500.000 niños simplemente no asisten a las aulas,
principalmente por falta de comida en el hogar, y donde un tercio probablemente
verá su desarrollo cognitivo afectado?
Sin
buscar demonizar a quienes tuvieron (tuvimos) la suerte de quedar de este lado
de la burbuja después de la debacle, el país se está convirtiendo en Panem, la
nación pos-apocalíptica de “The Hunger Games”, donde los ricos juguetonamente
beben cócteles coloridos y ríen con sus vestimentas estrambóticas en edificios especulares,
mientras los pobres de las más desoladas provincias, literalmente, se matan
entre ellos con las uñas y los dientes.
La
sociedad Sambil
Una
vez que cae la noche, el CCCT se transforma en una suerte de Times Square: su
fachada brutalista, alguna vez ocupada en los diciembre tan solo por un Santa
Claus gigante, ahora presume los logos y nombres de marcas que con sus luces de
colores compiten por la atención de quienes pasan por la autopista.
Adentro,
en diciembre los adornos de su altísimo árbol de navidad también sirven como
publicidad: en este caso de Yummy, el servicio de deliveries y
transporte cuyo nombre acompaña todas las decoraciones verdes y púrpuras (los
colores de la marca) en el centro comercial. Por toda Caracas, los motorizados
de oficina y los malandros que surcaban entre los carros ahora han sido
reemplazados por motorizados con voluminosos morrales de Yummy y PedidosYa, su
competencia de origen uruguayo. Ambas empresas han invertido cantidades
descomunales de dinero –proveniente de inversores del exterior– en toda suerte
de vallas, paquetes promocionales, equipos de marketing e influencers. Caracas,
desligándose finalmente de su socialismo ortodoxo, se ha entregado al consumo.
En el
mundo que empieza con el verdor del Jardín Botánico y cierra con las
urbanizaciones que colindan con los arboles centenarios de Los Chorros, el
respiro capitalista ha funcionado como anestesia. Afortunadamente, en aquel
oasis se revela un mundo donde el dólar es balsa de rescate en el naufragio
nacional. Pululan emprendedores que decidieron transformar sus ahorros en el
exterior en nuevos comercios y marcas, caras burguesas del mundo
pre-revolucionario y sectores profesionales emergentes de una clase media que
comienza a esculpir espacios por medio del poder adquisitivo que la
dolarización le ha permitido: emigrar ya no es la única alternativa para los
graduandos de la Universidad Católica. También, en abundancia, -quizás siendo
una pluralidad de la población bodegonzolana– pululan toda suerte de
boliburgueses revestidos en logos de marcas que se bajan de Teslas y Ferraris
junto a mil prepagos sintéticas y hordas de escoltas vestidos de Tommy Hilfiger.
Es un panorama que vacila entre la esperanza y el más dantesco horror.
Allí,
en aquella población híbrida –la clase tusi tan rojo rojito, los
pelo-lindo que preguntan “¿de qué colegio eres?” y la clase media
universitaria-profesional en proceso de resucitación de San Luis y
Manzanares–se codean, enemistan y coquetean en diferentes grados y variantes:
en restaurantes nuevos con sillas multicolores de mimbre plástico y pisos de
cerámicas geométricas, en parques con foodtrucks de smash
burgers, en tiendas con ropa deportiva cool o en eventos estrambóticos para
promover alguna nueva marca de licor que son diseñados para la transmisión
constante del influencer industrial complex (el nuevo motor
económico de la ciudad) donde destellan cantantes rodeados de muros de velas u
orquestas sinfónicas en rooftops con el Ávila como fondo.
Algunos locales, como un arca de Noé del ancien régime, estarán en
el extremo sifrino de la balanza. Otros, como espacios donde se expone el
estrafalario gusto, estarán en el extremo boliburgués.
Hasta
los conciertos se han activado, apelando al retorno del poder adquisitivo de
parte de la clase media: la Concha Acústica de Colinas de Bello Monte, tras
varios años sin un performance, recibió en su tarima a Los Mesoneros y a Lasso.
Atrás quedaron las colas para acceder a los supermercados, postal de nuestra
crisis ante el mundo: ahora en el Tolón se hacen filas enormes para tomar el
transporte que lleve a la audiencia a Colinas de Bello Monte.
Por
diez horas, fans bulliciosas esperan en el CCCT para comprar entradas para el
concierto de Morat: el primer gran show de un grupo extranjero desde aquel de
Beyoncé, en 2014. Se hacen colas para entrar al bazar caritativo de
Fundaprocura en el Country Club. Incluso, como en aquel primer McDonald’s de la
Unión Soviética, se hacen colas para entrar al primer Starbucks del país: local
que, desatando semanas de conversación mediática, luego resultó ser un fraude:
el contrato solo permitía a los dueños operar en el concepto de We Proudly
Serve pero en Florida. El argumento del este de Caracas como una extensión de
Miami no funcionó.
Tamanaco
Horror Funhouse
MoDo,
una suerte de colosal Walmart transformado en restaurante de lujo en el corazón
de Chacao, es quizás el gran zigurat de esta Babilonia
plástica: reemplazando a los antiguos galpones de Don Regalón, este jardín de
las delicias terrenales ofrece un popurrí delirante para la vista donde se
solapan un restaurante japonés con chefs peruanos, un bowling multicolor, bares
de Santa Teresa, una heladería que incluso cuenta sabores amazónicos en sus
opciones, hornos de pizza, una pista de baile, pantallas coordinadas con
efectos visuales, baños laberínticos, tienda de souvenirs y cuestiones hip,
luces de neón y hasta un restaurante francés que pretende recrear a París con
su mobiliario y sus pantallas que transmiten áreas de la capital francesa.
Allí,
como presencié, en una noche puedes encontrar mesas de sifrinos clásicos con
mandíbulas dislocadas sin necesidad de cocaína, universitarios de clase media
que disfrutan un buen rato con sus amigos de Derecho o Comunicación Social o
Ingeniería Civil, viejos prehistóricos con chaquetas Ferrari coqueteando con
tusis vestidas en lentejuelas como si se dirigieran a un matrimonio civil,
niñas bien que han renunciado a las pretensiones morales de sus colegios y
ahora trepan sobre bolichicos, prepagos con caras de gato creadas por obra y
gracia del bisturí y hasta un carismático gobernador-vampiro que atrae a una
multitud de fans boliburgueses –con hoodies Balmain, cortes de pelo de las
juventudes hitlerianas y zapatos McQueen– que le piden selfies. En otra época,
los comensales lo hubiesen caceroleado, pero eso ya pasó.
En el
más reciente Halloween, el Tamanaco se transformó en una convención de Star
Trek: saliendo de un gigantesco rave con DJs internacionales y una matriz de
luces y pantallas, vagando por los pasillos del hotel con sus mentes devoradas
por el tusi y el molly que consumieron desvergonzadamente en sus mesas de
botellas jumbo de Grey Goose, surgen cincuenta sifrinos ravers, cien
lumpen-influencers, quinientos proxenetas, mil prepagos, doce mil boliburgueses
y un entourage de quince millones de jalabolas: todos con
prótesis, tentáculos, pelucas largas, lentes de contacto, orejas puntiagudas
artificiales, cirugías plásticas que se solapan con los disfraces, túnicas de
caballero jedi o princesa de Westeros y un sinfín de capas de maquillaje
profesional.
Recurriendo
a aquella manía boliburguesa de organizar constantes festejos temáticos o con
disfraces, un circo all year long, las prepagos y los bolichicos
transformados en la versión stripper de elfos, duendes y hadas
producen una imborrable postal del absurdo estrambótico que rige la existencia
de los nuevos amos del valle. “Aquí a veces vienen los rusos a buscar tusis”,
me dice un empleado de uno de los locales del hotel: “Qué te puedo decir, yo
hasta he visto gente tirando en los sofás del bar en plena rumba”.
En
este mundo extraño de las zonas rosas de Caracas, en este monstruo de
Frankenstein social donde empresarios y emprendedores que trabajan honestamente
deben compartir la cúspide de la ciudad con piratas que dirigen esquemas de
lavado de dinero colosales, no es extraño que surjan todo tipo de visiones
retorcidas: desde acusar a toda persona privilegiada de enchufado y lavadora,
pasando por quienes consideran que debemos iniciar un borrón y cuenta nueva con
los atropellos y abusos de las últimas dos décadas, hasta quienes pretenden que
una utopía se ha instalado en el país.
“Venezuela
se está arreglando”, me dice –en una fiesta en un local del Las Mercedes– un
empresario beneficiado por el trickle-down-enchufe de sus
allegados: “Como aquí no hay, afuera se pela bola ¿No ves como se está
devolviendo la gente? El que no lo hace es porque no tiene cómo”.
Afuera
del local, con las torres en construcción de Las Mercedes encendidas toda la
noche, unos niños me piden limosna.
La
burbuja caraqueña
Y, sin
embargo, las mordidas de Caracas se han vuelto placenteras: ahora es una
libélula, con alas de colores fosforescentes, que mordisquea la carne de una
víctima embobada que ni siente la picadura. La pax bodegónica me
seduce, me susurra que me reinstale en la ciudad donde una sensación de
bonanza, de súbita prosperidad, parece presionar el panorama de luces led en
Chacao y palmeras datileras en la autopista. En Caracas, extática por la lluvia
de dólares, se olvida por momentos la desigualdad obscena, el horror moral y el
terrorismo estético.
Como
sacado del fondo de los años noventa, el espíritu navideño retornó ferozmente:
atrás quedaron esas festividades tristes y silenciosas, desprovistas de toda
luz, que titilaban en los diciembres del 2015 y el 2016 y el 2017. En la
Caracas dolarizada, las multitudes que buscan regalos entran y salen de las
nuevas tiendas que abrieron sus puertas en el San Ignacio y el Tolón: aunque
los pinos, importados de Canadá, ahora cuesten el equivalente del salario de un
profesional en una transnacional. Las Mercedes, con sus nuevas torres con
fachadas de pantalla que muestran videos o cambian de colores, estuvo salpicada
de grandísimos árboles de navidad, renos gigantes de luz y cortinas eléctricas
recubriendo los jabillos. Las luces navideñas incluso volvieron a los balcones
de edificios, aunque Caracas tenga su ración de apagones.
Aquel
cadáver de ciudad parece haber vuelto a la vida: las autopistas entre Chacao y
Baruta son una vez más un panorama infinito de autos inmóviles al atardecer. El
tráfico, evaporado por la crisis, ha retornado ante el influjo masivo de
personas de otras ciudades del país –escapando de una Maracaibo tragada por las
penumbras o de gasolineras sin gasolina– como también la vuelta a casa de
muchos emigrados de origen acomodado que decidieron regresar.
Mientras
tanto, cargando sus pertenencias en bolsos, los habitantes de los caseríos de
la tierra roja y la selva palúdica cruzan trochas hacia Colombia o se lanzan en
peñeros hacia Trinidad. Pero en el este de Caracas, llegando en vuelos de Laser
y Turkish Airlines, decenas de personas con títulos universitarios o dólares
para invertir en nuevos proyectos comerciales vuelven a asentarse en las
quintas que dejaron hace unos años.
La
bonanza caraqueña, desligada del horror en el Apure profundo o en las minas de
Bolívar, se derrama más allá del mundo opíparo de Los Palos Grandes y Las
Mercedes: un domingo en el Sambil revela multitudes, cual pesadilla
malthusiana, comprando, consumiendo, apoderándose de todo. “Para que tengan
otra perspectiva de lo que está pasando en Venezuela, vayan a los centros
comerciales populares, Sambil, El Recreo, El Cementerio”, tuiteó el historiador
Rafael Arraiz Lucca: “y vean la dinámica que hay allí”. “Es así”, respondió la
arquitecta Ana María Lara: “Incluso más populares como Metrocenter y Propatria,
mucha gente”.
“No
entendí lo de centro comerciales populares”, le comentó otro usuario: “Si vas
al San Ignacio, CCCT, Plaza Las Américas, Los Naranjos, El Tolón, es la misma
vaina”. Parece que es 2005 de nuevo, tiempos de la pax cadivera:
aunque sin pulseras amarillas Livestrong, vuelvo a vivir las colas largas en
Cinex para comprar entradas para “Spiderman”, vuelvo a vivir las colas largas
para comprar cotufas y vuelvo a vivir las colas largas para pagar el ticket del
estacionamiento del San Ignacio.
Mustangs
en Irenelandia
Hasta
los alcaldes, que ahora parecen fungir de servidores de empresas recogedoras de
basura con tarifas que llegan hasta la estratosfera o de voceros de la nueva
clase empresarial y su abanico de escándalos y atropellos constantes, también
se han entregado a este paraíso frívolo de anarcocapitalismo, esculturas
plagiadas de gorilas multicolores y prepagos sintéticas que ahora es Caracas.
El alcalde de Chacao –que instaló luces LED en plazas y avenidas, ahora
repletas de gente por las noches– se entregó al performance constante que es el
nuevo país: cerró su campaña electoral cantando con un micrófono en una plaza,
compartió un extraño video donde decenas de influencers y celebridades de la
vieja televisión venezolana respaldaban su candidatura y hasta produjo un film
–al estilo “Rápido y Furioso”– donde los policías del municipio hacen una
operación hollywoodesca para capturar a un ladrón. La policía de Chacao,
buscando transformarse en James Bonds del Tercer Mundo, ahora tiene Mustangs.
Las
fronteras entre el espectáculo y el comercio se disuelven por completo en
Bodegonzuela: gigantesco estudio televisivo para la evolución mutante de
Portada’s o de la gala de los premios Pepsi Music.
Tres
meses después de las elecciones, mientras Twitterzuela se escandalizaba por un
cumpleaños con esmoquin y vestidos de gala celebrado en la cúspide de un tepuy,
el país profundo pegó un grito –o el sonido de una balacera– para recordarle a
Bodegonzuela su existencia. La tragedia inició en los puertos selváticos de
Delta Amacuro, de donde sigilosamente salió una barca. Atrás, como hacen todos
los días de seis a diez embarcaciones de migrantes que salen de aquel remoto
estado, quedaba un mundo oscuro y húmedo donde intenta sobrevivir el pueblo
warao: azotado por una de las tasas más altas de sida a nivel mundial y
desprovisto de cualquier atención médica.
Los
tripulantes eran migrantes desesperados: parte de aquellas multitudes de
desplazados que escapan del hambre, los ríos contaminados por derrames
petroleros y los conflictos con mafias en Monagas y narcotraficantes en las
costas de Sucre. Entonces, navegando sobre las aguas procelosas del Golfo de
Paria, la barca se encontró con la Guardia Costera de Trinidad y Tobago.
Siguieron los disparos de los trinitarios, ferozmente indispuestos a sumar más
migrantes a la diáspora venezolana que se hincha en la isla.
Una
madre resultó herida. Su bebé murió.
Tomado
de: https://elestimulo.com/retorno-a-bodegonzuela-electric-boogaloo-sifrizuela/
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