En una elocuente señal
sobre el funcionamiento de su sistema económico, Venezuela instaura las
tarjetas de racionamiento
El Gobierno Venezolano ha anunciado
oficialmente la llegada de las cartillas de racionamiento al país. El anuncio
supone un éxito definitivo para al menos una de las metas que se planteó
explícitamente Hugo Chávez por los albores de su revolución: seguir
el camino de Cuba. O, para el caso, el de casi cualquiera de los regímenes que
en la historia han buscado hacer imperar la planificación central sobre la
economía. Desde la Unión Soviética, que también tenía cartillas, hasta el Chile
de Salvador Allende, que tenía que recibir donaciones de papel higiénico desde
el exterior.
La noticia también es buena en la
medida en que supone sincerar la situación y dejar atrás las otras maneras de
combatir la escasez que venía ensayando el régimen chavista. Por ejemplo,
declarar que aquello que falta no se necesita. Una socorrida técnica usada esta
misma semana por el gobierno de Nicolás
Maduro, que, ante la ausencia de vacunas contra la gripe AH1N1, ha
aconsejado a la población extremar la higiene en las manos y el uso del jabón
antibacterial (si es que, claro, pueden encontrarlo en los supermercados).
Ahora bien, no obstante esta aceptación
implícita de su gobierno de que la escasez es algo que ha llegado a Venezuela
para quedarse, el señor Maduro continúa aferrándose a la negación en lo que
toca a las causas de esta. O, mejor dicho, a las teorías conspirativas. Así, la
escasez sería parte de un complot por el que la oposición estaría comprando y
escondiendo todos los productos que faltan en los supermercados venezolanos y
por el que las empresas opositoras habrían cortado su producción. Es verdad que
esta explicación supondría que el método escogido por las empresas
boicoteadoras para cumplir su función habría sido el del suicidio, pues dejar
de producir supone dejar de vender, pero no son estas sutilezas en las que vaya
a enredarse el Gobierno Venezolano.
La realidad, por supuesto, está lejos
de la expuesta por el gobierno del señor Maduro –sin prueba alguna, por lo
demás (¿o alguien ha encontrado ya esos depósitos donde la oposición estaría
llevando todos los pollos y desodorantes de Venezuela?)–. Otra es la verdadera
causa por la que los gobiernos que son socialistas a la antigua usanza
comienzan en un contexto de desbordado entusiasmo por la redistribución y la
justicia social y terminan en medio de (también desbordados) reclamos por papel
higiénico.
¿Cuál es esta causa? Una muy sencilla:
para que haya producción debe haber inversión. Y, desde luego, es poca la gente
que quiere invertir ahí donde no hay manera razonable de predecir lo que
resultará de esa inversión (porque, por ejemplo, el Gobierno puede cambiar a su
solo arbitrio y en cualquier momento los precios a los que se podrá vender
mañana lo que se produce hoy, o porque la descontrolada inflación puede volver
en nominal cualquier futuro retorno). Para no hablar, desde luego, de lo que
implica que las personas tampoco puedan saber, siquiera, si sus inversiones
seguirán siendo reconocidas como suyas por mucho tiempo más (desde 1998 el
Gobierno Venezolano ha realizado 1.170 expropiaciones).
Es cierto que los gobiernos como el
bolivariano tratan de suplir el problema de la falta de inversión privada con
inversión estatal. Es decir, buscando que el Estado sea quien produzca lo que
necesita la gente (para eso fueron, después de todo, las 1.170 expropiaciones).
Pero luego resulta que el Estado no es un buen productor. De lo contrario, que
explique el señor Maduro cómo funciona lo del complot en, por ejemplo, el caso
del papel higiénico, cuando el 50% de la producción del mismo en Venezuela
proviene de una empresa estatal.
La debacle económica venezolana
tendría que servir como una vacuna definitiva contra el populismo para todos
los gobiernos de la región. Para enseñar, sobre todo, que riqueza es lo que hay
cuando un país tiene un sistema de incentivos que mueve a la gente a invertir
todo su trabajo, su creatividad, su empuje y sus ahorros, en producir cada vez
más y mejor. Y que lo demás se llama solo desperdicio. Para prueba, en fin, los
US$400.000 millones que, según la Cepal, Hugo Chávez gastó solamente en
“inversión social” en la última década para una población a la que todo ese
dinero no parece haber dejado con más bienestar que el que puedan permitirle
sus flamantes tarjetas de racionamiento.
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