Por Moises
Naim, 22/06/2013
Primero fue Túnez, luego Chile y Turquía. Y ahora Brasil. ¿Qué tienen en
común las protestas callejeras en países tan diferentes? Varias cosas… y todas
sorprendentes.
1. Pequeños incidentes que se hacen grandes. En
todos los casos, las protestas comenzaron con acontecimientos localizados que,
inesperadamente, se convierten en un movimiento nacional. En Túnez, todo empezó
cuando un joven vendedor ambulante de frutas no pudo soportar más el abuso de
las autoridades y se inmoló prendiéndose fuego. En Chile fueron los costes de
las universidades. En Turquía, un parque y en Brasil, la tarifa de los
autobuses. Para sorpresa de los propios manifestantes —y de los Gobiernos— esas
quejas específicas encontraron eco en la población y se transformaron en
protestas generalizadas sobre cuestiones como la corrupción, la desigualdad, el
alto costo de la vida o la arbitrariedad de las autoridades que actúan sin
tomar en cuenta el sentir ciudadano.
2. Los Gobiernos reaccionan mal. Ninguno de los
Gobiernos de los países donde han estallado estas protestas fue capaz de
anticiparlas. Al principio tampoco entendieron su naturaleza ni estaban
preparados para afrontarlas eficazmente. La reacción común ha sido mandar a los
agentes antidisturbios a disolver las manifestaciones. Algunos Gobiernos van
más allá y optan por sacar al Ejército a la calle. Los excesos de la policía o
los militares agravan aún más la situación.
3. Las
protestas no tienen líderes ni cadena de mando. Las
movilizaciones rara vez tienen una estructura organizativa o líderes claramente
definidos.
Eventualmente destacan algunos de quienes protestan, y son designados
por los demás —o identificados por los periodistas— como los portavoces. Pero
estos movimientos —organizados espontáneamente a través de redes sociales y
mensajes de texto— ni tienen jefes formales ni una jerarquía de mando
tradicional.
4. No hay con quién negociar ni a quién encarcelar. La naturaleza informal, espontánea, colectiva y caótica de las protestas
confunde a los Gobiernos. ¿Con quién negociar? ¿A quién hacerle concesiones
para aplacar la ira en las calles? ¿Cómo saber si quienes aparecen como líderes
realmente tienen la capacidad de representar y comprometer al resto?
5. Es imposible pronosticar las consecuencias de las protestas. Ningún
experto previó la primavera árabe. Hasta poco antes de su súbita
defenestración, Ben Ali, Gadafi o Mubarak eran tratados por analistas,
servicios de inteligencia y medios de comunicación como líderes intocables,
cuya permanencia en el poder daban por segura. Al día siguiente, esos mismos
expertos explicaban por qué la caída de esos dictadores era inevitable. De la
misma manera que no se supo por qué ni cuándo comienzan las protestas, tampoco
se sabrá cómo y cuándo terminan, y cuáles serán sus efectos. En algunos países
no han tenido mayores consecuencias o solo han resultado en reformas menores.
En otros, las movilizaciones han derrocado Gobiernos. Este último no será el caso
en Brasil, Chile o Turquía. Pero no hay duda de que el clima político países ya
no es el mismo.
6. La prosperidad no compra estabilidad. La
principal sorpresa de estas protestas callejeras es que ocurren en países
económicamente exitosos. La economía de Túnez ha sido la mejor de África del
Norte. Chile se pone como ejemplo mundial de que el desarrollo es posible. En
los últimos años se ha vuelto un lugar común calificar a Turquía de “milagro
económico”. Y Brasil no solo ha sacado a millones de personas de la pobreza,
sino que incluso ha logrado la hazaña de disminuir su desigualdad. Todos ellos
tienen hoy una clase media más numerosa que nunca. ¿Y entonces? ¿Por qué tomar
la calle para protestar en vez de celebrar? La respuesta está en un libro que
el politólogo estadounidense Samuel Huntington publicó en 1968: El orden
político en las sociedades en cambio. Su tesis es que en las sociedades que
experimentan transformaciones rápidas, la demanda de servicios públicos crece a
mayor velocidad que la capacidad de los Gobiernos para satisfacerla. Esta es la
brecha que saca a la gente a la calle a protestar contra el Gobierno. Y que
alienta otras muy justificadas protestas: el costo prohibitivo de la educación
superior en Chile, el autoritarismo de Erdogan en Turquía o la impunidad de los
corruptos en Brasil. Seguramente, en estos países las protestas van a amainar.
Pero eso no quiere decir que sus causas vayan a desaparecer. La brecha de
Huntington es insalvable.
Y esa brecha, que produce turbulencias políticas, también puede ser
transformada en una positiva fuerza que impulsa el progreso.
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