MARIO VARGAS LLOSA 16 JUN 2013
PIEDRA DE TOQUE. Adolf
Eichmann, uno de los especialistas del régimen hitleriano en el exterminio de
judíos, fue un pobre diablo mediocre que encontró en la burocracia del nazismo
la oportunidad de ascender
Estuve una semana en París y el
fantasma de Hannah Arendt me salió al encuentro por todas partes. En tres cines
del Barrio Latino exhibían la película que Margarethe von Trotta le ha dedicado
y me gustó mucho verla. No es una gran película pero sí un buen testimonio
sobre la recia personalidad de la autora de Los orígenes del
totalitarismo, su lucidez y su insobornable independencia intelectual y
política.
El film está casi totalmente centrado
en el reportaje que Hannah Arendt escribió, a pedido suyo, para The New
Yorker sobre el juicio al criminal nazi Adolf Eichmann que se celebró
en Jerusalén en 1961, y el escándalo y la controversia que provocó, sobre todo
al aparecer ese texto ampliado en un libro en 1963, donde la pensadora alemana
desarrolla su teoría sobre “la banalidad del mal”. La actriz Barbara Sukowa
hace una sutil interpretación de Arendt; la mayor flaqueza de la película es la
fugaz y caricatural descripción que presenta del vínculo que unió a Hannah
Arendt con Martin Heidegger, de quien fue primero discípula, luego amante
eventual y al que, pese a la cercanía que aquel tuvo con el nazismo, profesó
siempre una admiración sin reservas (al cumplir Heidegger 80 años le dedicó un
largo y generoso ensayo).
Y, justamente, nada más salir del cine
de ver esa película, descubrí que en el pequeño teatro de La Huchette, donde se
siguen dando las dos primeras obras de Ionesco (La cantante calva y La
lección) que vi en 1958, se representaba también la obra de un autor
argentino, Mario Diament, Un informe sobre la banalidad del amor, subtitulada Historia
de una pasión, y dedicada a las relaciones de Hannah
Arendt y Heidegger.
¿Existió realmente una pasión entre la
brillante muchacha judía que padeció persecuciones, pasó por un campo de
concentración y debió exilarse en Estados Unidos para escapar a la muerte y el
gran filósofo del ser, que aceptó ser rector de la Universidad de Friburgo bajo
las leyes nazis y murió sin haber renunciado nunca a su carnet de militante del
Partido Nacional Socialista? En la obra de Diament, sí, tuvieron una pasión compartida,
duradera y traumática, que ni las atrocidades del Holocausto pudieron abolir
del todo. La obra está bien hecha y los dos actores que encarnan a los
protagonistas son magníficos —Maïa Guéritte y André Nerman—, pero en la
realidad, al parecer, la pasión fue bastante asimétrica, más profunda y
constante de parte de la discípula que del filósofo, en quien aparentemente
tuvo un sesgo más superfluo y transitorio (la verdad es que sobre este asunto
hay todavía más conjeturas y chismografías que verdades comprobadas).
En todo caso, estos episodios me
llevaron a leer Eichmann enJerusalén, que había dejado sin
terminar la primera vez que lo tuve en las manos. Leído ahora, medio siglo
después de su publicación, sorprende que ese denso, intenso y admirable ensayo
pudiera provocar al aparecer ataques tan grotescos como los que recibió su
autora (llegó a ser acusada de “pro nazi” y “anti judía” por algunos exaltados
fanáticos que firmaron manifiestos para que fuera expulsada de la universidad
norteamericana donde enseñaba). Pero no debería llamarnos demasiado la atención
pues el siglo XX no fue sólo el de las grandes carnicerías humanas sino también
el del fanatismo y la estupidez ideológica que las incitaron.
La rigurosa autopsia a que somete
Hannah Arendt al teniente coronel SS Adolf Eichmann, hombre de confianza de
Himmler y uno de los más destacados especialistas del régimen hitleriano en “el
problema judío” —mejor dicho, en la exterminación de unos seis millones de
judíos europeos—, a raíz de los documentos y testimonios que se exhibieron en
el juicio, arroja unas conclusiones escalofriantes y válidas no sólo para el
nazismo sino para todas las sociedades envilecidas por el servilismo y la
cobardía que genera en la población un régimen totalitario. El espíritu
romántico, congénito a Occidente, nunca se ha liberado del prejuicio de ver la
fuente de la crueldad humana en personajes diabólicos y de grandeza
terrorífica, movidos por el ideal degenerado de hacer sufrir a los demás y
sembrar su entorno de devastación y de lágrimas. Nada de esto asoma siquiera en
la personalidad de ese mediocre pobre diablo, fracasado en todo lo que
emprende, inculto y tonto, que encuentra de pronto, dentro de la burocracia del
nazismo, la oportunidad de ascender y disfrutar del poder. Es disciplinado más
por negligencia que convicciones, un instinto de supervivencia abole en él la
capacidad de pensar si hay en ello algún riesgo, y sabe obedecer y servir a su
jefe con docilidad perruna cuando hace falta, poniéndose una venda moral que le
permite ignorar las consecuencias de los actos que perpetra cada día (como
despachar trenes cargados de hombres, mujeres, niños y ancianos de todas las
ciudades europeas a los campos de trabajos forzados y las cámaras de gas). Con
énfasis aseguró Eichmann en el juicio que nunca había matado a un judío con sus
manos y seguramente no mintió.
Cualquiera que haya padecido una
dictadura, incluso la más blanda, ha comprobado que el sostén más sólido de
esos regímenes que anulan la libertad, la crítica, la información sin orejeras
y hacen escarnio de los derechos humanos y la soberanía individual, son esos
individuos sin cualidades, burócratas de oficio y de alma, que hacen mover las
palancas de la corrupción y la violencia, de las torturas y los atropellos, de
los robos y las desapariciones, mirando sin mirar, oyendo sin oír, actuando sin
pensar, convertidos en autómatas vivientes que, de este modo, como le ocurrió a
Adolf Eichmann, llegan a escalar las más altas posiciones. Invisibles,
eficaces, desde esos escondites que son sus oficinas, esas mediocridades sin
cara y sin nombre que pululan en todos los rodajes de una dictadura, son los
responsables siempre de los peores sufrimientos y horrores que aquella produce,
los agentes de ese mal que, a menudo, en vez de adornarse de la satánica
munificencia de un Belcebú se oculta bajo la nimiedad de un oscuro funcionario.
Kafka ya lo identificó en esos
invisibles personajes que juzgan y ejecutan a inocentes como K. por crímenes
fantásticos e inexistentes, pero el gran mérito de Hannah Arendt es haber
sacado de la literatura a ese hipócrita y darle el protagonismo que merece como
secuaz indispensable de los verdugos y haberlo tipificado como el agente
predilecto del mal en el universo totalitario.
Eichmann “no era ni un Yago ni un
Macbeth”, dice Hannah Arendt, ni tampoco un estúpido. “Fue la pura ausencia de
pensar —lo que no es poca cosa— lo que le permitió convertirse en uno de los
más grandes criminales de su época. Esto es ‘banal’ y hasta cómico, pues, ni
con la mejor voluntad del mundo se consiguió descubrir en Eichmann la menor
hondura diabólica o demoníaca”. Lo terrible de Eichmann es que no era un hombre
excepcional, sino uno común y corriente. Lo que significa que todo hombre común
y corriente, en ciertas circunstancias (una dictadura hitleriana, por ejemplo),
puede convertirse en un Eichmann.
Algo de esto había dicho años antes
Georges Bataille, comentando el prontuario criminal del valeroso compañero de
batalla de Juana de Arco al que se le descubrió más tarde que asesinaba niños
en serie porque era un pervertido sexual: que, nos guste o no, en el fondo de
todos nosotros, no sólo los “malos”, también los “buenos”, se esconde un
pequeño Gilles de Rais.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico