Por Leonardo Padrón | 30 de Septiembre, 2013
Es martes, nueve de la mañana, mastico
una arepa tibia mientras veo cómo en Al Rojo Vivo, un programa de noticias extravagantes, producido por Telemundo,
dedican cinco minutos a reseñar, con alarma, la agresión a cuchilladas que
recibió un hombre de avanzada edad en el Bronx neoyorquino para quitarle un
celular. La noticia era pródiga en detalles. Entrevistaron a vecinos y
políticos locales que se espantaban por lo ocurrido, aunque la víctima
sobrevivió al ataque. Yo estaba más sorprendido que ellos. Pensé en todo lo que
se estaban perdiendo. Si el programa se produjera en Venezuela tendrían
kilómetros de contenido con la jornada noticiosa de solo un día. ¿Qué tal una
iglesia llena de feligreses atracada en plena misa? ¿Se les antoja una pareja
asesinada de 17 balazos porque la mujer le lanzó un vaso de cerveza en la cara a
un impertinente que quería bailar con ella? ¿No les han contado de la refriega
en Sabaneta con ojos vaciados de sus cuencas, miembros castrados y orejas a lo
Van Gogh por todo el suelo? Ese programa, si fuera realizado en nuestra patria
segura, sería cancelado por exceso de inverosimilitud.
***
Mi corredor de seguros es uno de los
hombres más optimistas que conozco. Cada
vez que le pregunto cómo está, me suelta: “¡Mejor sería un descaro!”. Y no es
un enchufado del régimen. Es un venezolano promedio, que montó un ciber café
para complementar su sueldo, y que utiliza un arma extraordinaria para combatir
el día a día: el humor. Su optimismo es una forma de supervivencia. Pero ese
día llegó con el desánimo en ristre. Apenas dijo: “hoy sí llegué a tiempo para el
desayuno”, recurrente parlamento que expresa para auto-invitarse. Yo siempre lo
despido con una risa en la puerta. Esta vez, en su bigote mexicano, no había la
mínima sospecha de una sonrisa.
***
El país se ha vuelto una larga quejumbre. Hay
un sólido menú de lamentaciones crepitando en el mapa nacional. Sí, sabemos que
no hay azúcar, que la leche en polvo es una quimera, que el aceite abunda en su
ausencia, que el papel tualé es un producto vintage, que los apartamentos en
alquiler son una nostalgia, que el dólar es una bofetada salvaje, que la luz
eléctrica es una extravagancia, que los malandros deciden nuestra vida, que los
hospitales son un monumento a la vergüenza, que las cárceles hacen rehilar de
miedo a Satanás y que la corrupción es el verdadero oxígeno del país. Todos nos
quejamos. Hasta los discípulos de la revolución, entrenados para la alabanza y
el aplauso, se la pasan lamentándose. Se quejan de los embates del imperio, de
la derecha retrógrada, disociada, golpista y oligofrénica, de la aviesa
manipulación de los medios, de la supuesta guerra económica, de las siniestras
intenciones de la otra mitad del mapa. Conclusión: el país entero se ha
convertido —por sus cuatro costados de asfalto, mar, selva, y frailejón— en una
interminable quejumbre.
Hastío. Desasosiego. Titulares que no
caben en el entendimiento. Todo este panorama arroja como saldo una foto
inquietante: se le movió el piso al país. Todo se ve borroso. Estamos fuera de
foco.
***
Oscar Wilde decía que el descontento
era el primer paso en el progreso de una nación. Una frase efectiva,
inspiradora. Y aquí descontento hay para regalar a los aburridos de
Groenlandia. Pero sigue sin pasar nada. Los lunes llegan con sus nuevos
titulares para el desaliento. La negligencia consolida su reino. Los abusos de
poder hacen metástasis. Los presos políticos se apagan en las cárceles. Y la
morgue se traga vorazmente a los venezolanos.
No hay trago de whisky donde no se
campaneen las angustias del país. No hay cola en la parada de autobús donde
alguien no se queje en voz alta, y un coro de asentimientos lo escolte. En las
universidades, en las mesas de dominó, en el mercadito parroquial. A la gente
solo le queda una opción a la que se aferra con vehemencia: los optimistas.
***
¿De qué están hechos los optimistas?
¿Qué saben que no saben los demás? Churchill decía que los optimistas son
aquellos que ven una oportunidad en toda calamidad. Es un rol que, entre otros,
suelen encarnar los políticos de oposición. “¡Falta poco para que todo
cambie!”, así gritan, declaran, insisten. Y es lo que razonablemente deben
hacer. Se exhiben como el punto de luz en tanta noche. Los optimistas dan los buenos días con
firmeza. No redactan nubes en sus frases. Su voz no tolera otra temperatura que
el aplomo. Son las pequeñas huestes de la sensatez. Son fecundos en ideas para
superar cualquier crisis (Guillaume Guizot afirmaba que los optimistas son
quienes transforman al mundo). Contagian temple y serenidad. Nos hablan del
país sin una sola gota de agobio ni desesperación. Como si la lluvia fuera
simplemente el anuncio de otro sol.
***
Pero la semana pasada algo ocurrió.
Tal vez el desastre ya no cabe en ningún galpón del asombro. No sé si lo de
Nicolás Maduro cayéndose de la bicicleta fue demasiado metafórico. Quizás fue
mucho sótano de la historia la imagen de un Pran ondeando en su mano el corazón
sangrante de otro Pran, mientras Iris Varela comentaba en televisión,
contentica, que ya los privados de libertad vestían bragas amarillas. O el
burdo descaro del avión que voló de Maiquetía a Francia con 30 maletas
atestadas de cocaína, mientras en otros terminales a algunos pasajeros les
decomisaban un kilo de queso guayanés o una caja de torontos. O tanta
impunidad. Tanta anarquía. Tanta ley sin ley.
Lo que pasó esta última semana fue una
seguidilla de frases que parecían haber nacido de la misma boca. Pero ocurrió
con gente diversa. Todo lo que decían desembocaba en un denso océano: el
pesimismo. Lo inusual era que ocurría en los optimistas habituales, personas
acostumbradas a la fragua dura, constructores de ánimo, boxeadores de la
voluntad. Por una u otra razón me los había topado en días distintos y allí estaban,
con la sonrisa torcida, y los ojos calados en una opacidad inesperada.
***
Con cierta frecuencia nos reunimos a
almorzar tres escritores y un director de teatro. Solemos conversar el país.
Intercambiamos angustias y criterios. Compartimos datos irritantes sobre la
zigzagueante política nacional. Por sanidad, nos obligamos a apostar por la
complicada luz al final del túnel y el irrecusable triunfo de la cordura. En la
jornada abundan las humoradas, el sarcasmo y la trastienda de algunos episodios
de resonancia. Suelen ser tardes donde la cofradía de la amistad vence, con
holgura, la adversidad de los tiempos que corren. Poco a poco conquistamos
territorios más nobles. Hablamos de libros insoslayables, anécdotas felices,
reímos con impudicia. Sabemos que es una victoria momentánea. Sabemos que una
vez devueltos a nuestra vida ordinaria el país volverá a treparse en nuestras
espaldas como un orangután menesteroso.
El pasado viernes nos detuvimos a
comentar las miserias que bullen en la industria del espectáculo. Diseccionamos
la prepotencia y patanería de cierto personaje que suele irrespetar a sus
colegas —y más si son mujeres— mientras en un monólogo teatral alardea de su
sabiduría para entender el alma femenina. Un personaje que en esos días paseaba
su ofuscación por las redes sociales al ver exhibida públicamente su misoginia
y vocación para el maltrato. Eso nos hizo aterrizar en el estado moral del
territorio donde vivimos. La crisis venezolana, ya lo sabemos, ha generado una
vaguada tronante que arrasó sin piedad el sistema de valores que nos
constituye. Aquí se han terminado por imponer los cínicos, los chulos de la
política, los mediocres, los indolentes, los desnudos de ética, los
intransitables, los regentes de la violencia, los malandros del poder. Cada vez
más, revolución y corrupción riman demasiado.
Esa tarde, debo decirlo, cuando nos
despedimos, no éramos los mismos de siempre. Había un sonido roto en nuestro
abrazo. Era el crujido de los optimistas.
***
Al día siguiente cenaba con un humorista
acostumbrado a dispensarle buenos ratos al público venezolano. Su habilidad es
lograr que la gente, dos horas después, tenga una sonrisa colgada en el rostro,
aderezada, como si fuera un Martini, con una aceituna de reflexión. Cenábamos
en un restaurante con otros amigos. La conversación se fragmentó en grupos.
Quizás esa circunstancia lo indujo a confesarme, casi en tono clandestino:
“Estoy preocupado. Deprimido”. Me hablaba de “la desesperanza aprendida” como
algo ya instalado en el espíritu colectivo. Yo me orillaba a su talante cuando
justo en ese momento dos añosas damas se acercaron a agradecer la tenacidad y
la lucha indeclinable. Cuánto orgullo. Dimos gracias, abochornados. Luego que
se alejaron lo suficiente, volvimos a masticar el vidrio de la depresión.
Según parece, hay gente que no tiene
derecho al desaliento. Se infiere que Henrique Capriles, líder de la oposición,
no se puede permitir un resquicio de pesadumbre, un domingo de hastío, o la
fugaz certeza de que esto se lo llevó el diablo. Se entiende que Ramón
Guillermo Aveledo debe hablar siempre como si fuera un micro de “Venezuela en
Positivo”. Se presume que Julio Borges, y su semblante cejijunto, deben
proclamar a viva voz la inevitable victoria electoral, que Carlos Ocariz no
puede renunciar a la levedad triunfal de su sonrisa. Se conjetura que sí hay
patria, aunque obviamente no sea esta.
Quizás es sano que a los optimistas
les sea otorgado un día a la semana para deprimirse, para caer como un bulto
inerte sobre la cama, para apagar el zumbido extravagante de su esperanza, para
lamerse las heridas de lo improbable, y dejar que el crujido de su desazón se
expanda sin pudor. Los optimistas, cómo dudarlo, merecen su día sabático.
Pero que el resto no se preocupe, pues
esa raza suele estar acompañada por los tercos, los insistentes, los adictos a
la democracia, los obsesivos de la libertad, todos ellos más empecinados y
definitivos que aquellos demoledores de ilusiones que hoy reinan en la
malquerida república de nuestros insomnios. Diría un optimista.
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