ROSALÍA MOROS DE BORREGALES sábado 12 de octubre de 2013
El mundo entero se encuentra en una
búsqueda incansable por la felicidad. A través de todos los tiempos la historia
de la humanidad se ha caracterizado por una gran diversidad de luchas y conquistas cuyo
objetivo ha llevado implícito el anhelo de una vida feliz. Sin importar raza,
credo o condición social todos estamos marcados por ese deseo anhelante de
autorrealización, estabilidad y paz. Sin embargo, mientras más conocimiento
adquirimos pareciera que somos menos sabios en los asuntos cotidianos de la vida;
mientras más estabilidad económica adquirimos nos hacemos cada vez más
conscientes de que no hay dinero que pueda pagar las cosas realmente
importantes de la vida.
Por esta razón, al hablar de felicidad
no nos referimos a todos esos íconos que se han levantado en la sociedad de
nuestro siglo como los proveedores de una vida feliz. Hablamos más de ser
"bendecidos" que de ser "felices" según el concepto efímero
del mundo basado en las riquezas, el conocimiento, la fama y la belleza. Hablamos de ese tipo de felicidad que
trasciende lo material; de esa paz interior que puede librarnos de la ansiedad
capaz de encarcelar nuestras almas. No esa felicidad concebida por el ser
humano como un algo absoluto cuya búsqueda solo ha sido capaz de crear una gran
frustración en nuestras almas insatisfechas. Hablamos de la felicidad que se
produce en el ejercicio diario de una vida de amistad con el Creador.
Enclavada en el Sermón de la Montaña
pronunciado por Jesús de Nazaret hace más de dos mil años se encuentra la llave
para esta vida feliz: ¡Las Bienaventuranzas! El fundamento cristiano de la
felicidad. Una guía paso a paso para lograr la paz. La primera de ellas llama
dichosos, felices o bienaventurados a los pobres en espíritu, una idea
controversial en nuestra concepción de la felicidad. Pero, ¿de qué tipo de
pobreza nos habla Jesús? Ciertamente, no se refiere a la pobreza caracterizada
por la escasez de bienes materiales, se refiere a aquellos que se encuentran en
necesidad espiritual, aquellos que reconocen su escasez para con las cosas del
espíritu. Pues, el pobre en espíritu es el opuesto al soberbio. Es el humilde
de corazón, que viene delante de Dios reconociendo, por una parte, su
insuficiencia y, por otra, la suficiencia de Dios.
Así, aquel que es capaz de reconocer
su pequeñez ante la grandeza de Dios posee un alma sensible para llorar por el
dolor del hermano, bienaventurados los que lloran; los que piden perdón a
aquellos a quienes les han causado dolor; pues, todos irremediablemente, en
algún momento nos convertimos en los responsables del dolor de otro. En
definitiva, las lágrimas son el símbolo de la sensibilidad y del
arrepentimiento. Luego, Jesús exclama bienaventurados los mansos, los que aun
sintiendo ira en sus corazones no le dan lugar a la guerra. Aquellos que
deciden transitar el camino de la restauración y no el de la destrucción.
Contrariamente al concepto del mundo, el manso no es un menso, pues se requiere
de suficiente inteligencia y de autoestima para pasar por alto la ofensa, para
no darle rienda suelta a los más viles sentimientos implícitos en la venganza.
Por esa razón, son bienaventurados los
que tienen hambre y sed de justicia, porque a pesar de su humanidad pueden
encomendar su causa al único juez que justa justamente. Aquellos que han
entendido que por encima de todas las estrategias del ser humano, Dios es
soberano y sus ojos ven a todos los hombres. A continuación, Jesús nos impele a
dar un paso más profundo en el camino de la felicidad cuando dice:
-bienaventurados los misericordiosos, nos insta a la práctica del amor de Dios,
no el amor del sentimiento, sino el de la decisión de la práctica del bien por
encima del mal. El amor que no lanza la piedra porque se sabe tan vulnerable
como el prójimo.
Aquel que en sustitución de la venganza
es capaz de usar la misma misericordia de la que ha sido objeto por parte de
Dios mantiene limpio su corazón de toda amargura, resentimientos y odios; por
eso, Jesús llama bienaventurados a los de limpio corazón. Y solo aquellos que
no se dejan contaminar por las bajezas del alma alejada del bien son capaces de
convertirse en hacedores de paz. ¡Bienaventurados los pacificadores! Los que
caminan la segunda milla, los que enarbolan la bandera blanca. Los que hacen
todas estas cosas son instrumentos de la justicia de Dios, y muchos pueden
llegar a ser perseguidos. -Bienaventurados los que padecen persecución por
causa de la justicia. De tal manera que podemos declarar hoy: Nuestro
cristianismo no es de meras palabras, nuestras vidas están fundamentadas en
Dios. Somos seres humanos falibles, como todos, pero nuestra felicidad depende
de Aquel que todo lo dio en la cruz por nosotros. A El encomendamos nuestra
causa.
¡La felicidad consiste en estar en las
manos de Dios!
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