Por Alonso Moleiro | 1 de Octubre, 2013
Desde hace algunos años tiene lugar en
el mundo desarrollado un hondo proceso de cuestionamiento hacia los cimientos
doctrinarios del denominado fundamentalismo de mercado. Las desregulaciones
financieras indiscriminadas, el comportamiento amoral de ciertos estamentos de
la banca, las imposturas y engañifas del orden económico internacional actual.
Por supuesto que el malestar es la
consecuencia directa de la debacle financiera que tuvo lugar en los Estados
Unidos y muchas naciones europeas a partir del año 2008. Una circunstancia que
ha incubado una fundamentada sensación de estafa en la opinión pública de
muchas de esas naciones, y que se expresa, entre otras muchas variantes, en los
títulos que pueden observarse en las librerías de sus ciudades.
En “El malestar de la Globalización”,
por ejemplo, Joseph Stiligtz elabora un inteligente retrato del perfil cultural
y los hábitos de conducta de ciertos funcionarios económicos globales: perfiles
culturales tallados con plantilla; perfumados y prepotentes, pagados de sí
mismo, necesitados, sobre todo, de una dosis de ignorancia. Absolutamente
desconectados de los contextos sociales y políticos en los cuales se han
desempeñados como asesores. Sujetos con una aproximación insular al
conocimiento, que condicionan los prestamos a las naciones en crisis al
seguimiento dogmático y descontextualizado de unos fundamentos económicos que,
en cualquier caso, no son nada inocentes y no han resultado tan efectivos.
Stligtz hace un énfasis especial en el
caso más bien poco comentado de la Rusia de los años de Boris Yeltsin. El
espacio postsoviético fue invadido en los años 90 por un atajo de mercachifles
vinculados a las finanzas que en todo momento recomendaban voltear la mirada al
gigante transiberiano. Nos lo presentaban como una nación que obtenía 20 en conducta
en materia macroeconómica. Una
“oportunidad para la inversión y los negocios” que desmanteló el aparato
productivo de aquel país, incluyendo a
su sistema financiero, y colocó el grueso de los intereses de la sociedad en
mano de un puño de empresarios mafiosos beneficiados por el antiguo dirigente
comunista. Pórtico perfecto para la posterior asunción del repugnante Vladimir
Putin: dirigente que, con todas sus taras, logro restituir la gobernabilidad en
su país y le devolvió a los rusos el poderío geopolítico perdido. Una historia
similar se merece Domingo Cavallo en Argentina.
Hay, por supuesto, otros autores, muy
citados y comentados en este momento, que claman por el regreso de una
dimensión ética en el comportamiento del capitalismo moderno. Todos parecen
suspirar por el regreso de los tiempos de Bretton Woods: el rescate de la
dimensión mixta de la gestión de gobierno; la restitución del protagonismo del
estado como ente regulador de los intereses parciales y garante de la voluntad
general en las sociedades. Que la política no deje sola a la economía y las
finanzas en la arquitectura de gobierno de los países. El regreso de la mística
a la gestión política.
George Soros, con su “Globalización”,
y Jeffrey Sachs, con “El Precio de la Civilización”, también han aportado
interesantes puntos de vista a este apasionante debate. Este último enjuicia
con severidad la impunidad con la cual calificadoras de riesgo y banqueros
estafaron a la sociedad estadounidense, expresa sin tapujos su decepción con la
timorata gestión de Barack Obama, y se queja con acritud del secuestro de los
intereses colectivos que grandes corporaciones vinculadas a la industria
militar, petrolera y bancaria ejecutan todos los días en ese país. Sachs clama
por el regreso de los tiempos de Paul Samuelson, su maestro, gran economista
estadounidense de los años 60, emblema del keynesianismo en el mundo.
Incluso Mario Vargas Llosa, probablemente uno de los
diez intelectuales más completos del planeta, ha ido atenuando con el paso de los
años su entusiasmo en torno a la conducta civilizadora del capital, el
individualismo acrítico, la pasión por la sabrosura y el dogma de fe, prescrito
en clave de comunión, de la pastilla retórica del “estado mínimo”.
“La Civilización del Espectáculo”, su
polémico y aclamado último ensayo, también da cuenta de una honda inconformidad
con el actual estado de cosas en la cultura de masas y opinión pública mundial.
A Vargas Llosa le irritan parte de las claves cotidianas del mundo moderno,
muchas de ellas de una innegable matriz neoliberal. La decadencia del compromiso civil, la
compostura silenciosa de los intelectuales, la ausencia de contenido del debate
público, la irremediable banalidad de parte de la industria del
entretenimiento. Expresados, a mi parecer, en una frase aparentemente muy
inocente que todos los días tenemos
parada al lado de nuestros oídos: “la importancia de la calidad de vida”. El mantra de la contemporaneidad; el piso
conceptual que necesita aquel que decidió que nadie se debe tomar molestias
adicionales por nada. Vargas Llosa ve con prevención “la idea temeraria de
convertir en bien supremo nuestra natural propensión a divertirnos”: que el
norte sagrado y exclusivo de todo el mundo sea exclusivamente pasársela bien. “La civilización del espectáculo” constituye
una especie de revisión en clave política de su cada vez menos visible fe
neoliberal.
Ninguno de ellos está planteando la
supresión de las economías de mercado, el quebranto del fuero personal, el
derecho a viajar por el mundo ni el fin de la televisión por cable. Son voceros
muy alejados del colectivismo o cualquier acto de espiritismo leninista. Han
sido los primeros en postular que las sociedades abiertas y la cultura de la
libertad son bienes irrenunciables en la fragua de la civilización. Huelga
decir que son cuatro de los autores más importantes de este momento en toda la
industria del pensamiento moderno.
Elementos para la reflexión,
informaciones que produce el entorno, nuevos insumos para revisar los
fundamentos del mundo de hoy. Circunstancias sobre las cuales debe tomar nota
ciertas aproximaciones del liberalismo criollo.
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