Fernando Mires 20 de diciembre de 2013
Si hemos de apelar al significado no
secreto de las palabras, tendríamos que concluir en que hablar de diálogo en
política conduce a una inevitable aporía. Porque diálogo en su sentido
originario, y ese no puede ser otro sino el griego, significaba la unión de dos
personas (dia) que buscan la verdad a través de la palabra (logos).
El dialogo, para que nos entendamos
bien, era para los griegos un momento filosófico y en ningún caso político. La
filosofía, no la política, era para los griegos el lugar de la verdad. Es por
eso que la filosofía requiere de la amistad, de la misma manera que la política
de la enemistad. No es necesario citar a Carl Schmitt para afirmar que sin
enemistad política no hay política.
La política era, también para los
griegos, el lugar del debate sobre asuntos de la ciudad o polis (hoy, de la
nación como polis) dictamen al que no hemos renunciado, pues si alguien
afirmara que el “deber ser” de la política es la búsqueda de la verdad, movería
a risa, si no a compasión. Creo, por lo demás, que eso ya lo he dicho otras
veces: La política no obliga a nadie a buscar la verdad a todo precio. Para eso
están la filosofía, la poesía, la ciencia, y en algunos casos, hasta la
religión.
Si nos volviéramos exigentes,
tendríamos que decir, además, que la política no es ni siquiera para
conversarla. Con-versar, significa, en sentido lato, hacer versos juntos. La
política, por el contrario, es para debatirla, esto es, para polemizarla,
disputarla, discutirla. Ese es el único punto al menos en el cual los tres
grandes filósofos políticos de la modernidad -Hannah Arendt, Max Weber y Carl
Schmitt- están de acuerdo: la política, o
tiene un carácter beligerante o no es política.
No la guerra continúa a la política
como pensaba el barón Von Clausewitz, sino la política continúa a la guerra por
otros medios. De tal modo cuando la política cede su espacio a la guerra,
regresa a su punto histórico originario, el de la guerra sin palabras y con
armas. Luego, la política es guerra con palabras y sin armas. O dicho lo mismo
pero de otro modo: las armas de la guerra política son las palabras.
Por lo tanto, cuando los políticos de
dos bandos antagónicos hablan de diálogo quieren decir, en verdad, otras cosas.
Esas otras cosas dependen de lo que en política (y en la guerra) se denomina
“negociación a partir de una correlación determinada de fuerzas”. Así, si la
correlación de fuerzas es muy favorable a un bando, este bando va a la mesa de
con-versaciones no a hacer versos, sino a negociar la capitulación del otro
bando.
Para poner un ejemplo muy actual, eso
es lo que está intentando el presidente colombiano Juan Manuel Santos en La
Habana a través de sus “con-versaciones”
con las FARC.
No seamos ingenuos. El gobierno Uribe,
con la estrecha colaboración de Santos, destrozó militarmente a las FARC. Lo
que intenta ahora Santos sin Uribe es, bajo el eufemismo del
"diálogo", lograr una capitulación que a las FARC les parezca algo
más honrosa y menos sangrienta que rendirse con las manos arriba. Le guste o no
a las FARC, ellas están "dialogando" con la pistola puesta en el
pecho. Todo lo demás es teatro, puro teatro.
Si la correlación de fuerzas en
cambio, no es favorable a ninguno de los bandos, los puntos a negociar dependen
del marco político en que tienen lugar las negociaciones. Si se trata de dos
bandos antidemocráticos y antipolíticos, la negociación menos que política será
militar (repartición del botín, de territorios, etc.) Si uno de los adversarios
en cambio es democrático y político y el otro no lo es, se trata de limitar las
condiciones del enfrentamiento a determinados puntos, espacios y momentos. Si
se trata, por último, de una conflagración entre fuerzas que se reconocen
mutuamente como democráticas y políticas, el objetivo no puede ser otro sino
preservar el espacio que ambos adversarios co-habitan, o como se dice en
términos más populares: no aserruchar la rama del árbol en la cual los dos
están sentados.
El político que antes de medir sus
fuerzas con el adversario busca bajo el eufemismo "diálogo" un
acuerdo sin luchar es, para decir lo menos, un mal político. Eso significa que
en política las negociaciones deben ser resultado de la lucha, pero nunca la
lucha resultado de las negociaciones. Eso no impide por cierto intentar
discutir con el adversario acerca de las condiciones en que va a ser llevada a
cabo la lucha. Por ejemplo, si un político busca negociar con un enemigo que en
lugar de debatir envía a las calles cuerpos armados, ya ha perdido la
negociación antes de comenzarla. En ese caso, una tarea previa a toda
negociación es exigir que ella tenga lugar bajo condiciones civiles, que esas
son las de la política. En este mismo caso, un político democrático debe tener
muy claro de que no va a negociar el fin de la lucha política sino sólo el
mantenimiento de la política como medio de lucha. Son dos cosas muy diferentes.
Para expresarme mediante un último
ejemplo: Si en Septiembre de 1973 hubiera habido un acuerdo sobre un único
punto, el de la mantención de la lucha política sobre un espacio político,
cuando Salvador Allende y Patricio Aylwin fracasaron en un "diálogo"
auspiciado por el Cardenal Silva Henriquez, Augusto Pinochet habría quizás
terminado su mediocre carrera como militar retirado, en paz consigo y con el
resto del mundo. Y, quien sabe, muchos chilenos
habríamos vivido el resto de nuestras vidas, felices como perdices.
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