ALBERTO BARRERA TYSZKA 15 DE DICIEMBRE 2013
e cuento un relato de boxeo. Es la
historia de un peleador cuyos combates se deciden más en la sombras que sobre
el rin. Tiene más negociaciones que jabs. Mueve más las reglas que la cintura.
Maneja mejor a la mafia que a sus puños. Lo tiene todo controlado. Cambia los
estatutos, obliga a su contrincante a boxear con uno de sus brazos amarrado en
la espalda. Logra que se designe como árbitro a uno de los integrantes de su
propio equipo. Tiene comprados a la mayoría de los jueces. Llena las butacas
del estadio con puros hinchas suyos. Contrata a un periodista francés y a un
director de cine gringo para que hagan entusiastas declaraciones después de la
pelea… Y encima el público general no se da cuenta de nada porque tiene
sometida la televisión. En la transmisión del combate, jamás se ve al
contrincante. La noticia es que el otro no existe. Se pelea contra su ausencia.
Pero aun así, aun con toda esta
ventaja, el boxeador nunca consigue ganar de manera convincente. Jamás da un
nocaut. Llega jadeando al décimo asalto, obtiene victorias estrechas y por
puntos. Siempre queda demasiado cerca. Siempre es casi empate. De igual manera,
al final, el boxeador sale ante las cámaras lanzando gritos, como si fuera Alí,
diciendo yo se los dije, hablando como si hubiera ganado por paliza, como si
hubiera liquidado a su adversario de manera fulminante y en el primer asalto.
Sostiene Joyce Carol Oates, escritora norteamericana que reinventó la metáfora
del boxeo, que todo lo que sucede sobre el rin es también una imagen de la
“continua demencia histórica” de la humanidad.
Esa es también parte de nuestra
locura. La verdadera noción de estafa que gravita sobre nuestras jornadas
electorales no sucede el día de las elecciones. Ocurre antes. Quien ensució,
desde el principio, este proceso fue la propia institucionalidad. El CNE
representa una falla de origen, que permite los abusos del poder y legitima
eventos que están viciados antes de suceder. Jamás la historia del país había
asistido a una batalla electoral tan vulgarmente desigual. Son fariseos de
acero inoxidable. Van veloces a ver cómo pueden aprovecharse de la muerte de
Mandela, mientras consolidan en Venezuela su propio apartheid bolivariano.
Y, sin embargo, aun con todo esto, no
logran reducir a los ciudadanos. No consiguen invisibilizar la diversidad. Por
el contrario. La oposición se les cuela y conquista el paraíso simbólico del
poder. Barinas demostró que la lealtad no es un asunto de billete y de
marketing.
Pero como el boxeador del cuento,
inmediatamente después de la pelea, salen a repartir insultos. Son unos
ganadores raros. Ganan pero terminan obsesionados, hablando todo el tiempo de
los supuestos derrotados. Ganan pero su tema principal sigue siendo Capriles.
Ganan y amenazan. Como si todavía no entendieran la democracia. Como si no
supieran qué hacer con ella. Cómo vivirla. No deja de ser asombroso que un
proceso electoral termine con un acto autoritario del poder, con un desprecio a
la decisión de los votantes.
Sin duda alguna, resulta
incomprensible que la primera medida oficial que toma Nicolás Maduro, después
de los resultados del domingo pasado, sea nombrar a Ernesto Villegas en un
cargo público semejante o similar al que estaba aspirando. Resulta
incomprensible, además, que el propio Villegas lo haya aceptado. Es una extraña
forma de escupir sobre los ciudadanos. Es una peculiar manera de comunicar,
veraz y oportunamente, que la democracia y la voluntad del pueblo les importa un
soberano carajo.
El país lleva años ofreciendo signos
de su diversidad, de su pluralidad. Cada vez más necesitamos saber leer esas
señales. No existe un solo lenguaje, no hay un único idioma que nos nombra y
nos enlaza. Empeñarse en no reconocer al otro, en no aceptarlo, es una forma de
violencia, un camino hacia el desastre colectivo. Quizás sea ese un buen deseo
para el duro 2014 que nos espera a la vuelta de la esquina. Un deseo
desesperado. Que aprendamos a leernos. Felices fiestas y nos vemos en enero.
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