Luis Gómez Calcaño 15 de diciembre de 2013
En los últimos días se han presentado
numerosos análisis sobre las elecciones del 8 de diciembre en Venezuela, que
consideran factores importantes como el contexto económico, las condiciones de
la competencia, los niveles de abstención y el impacto de sus ambiguos
resultados en el futuro inmediato. A pesar de la indudable validez de estos
análisis, ellos parecen quedarse en el plano de la racionalidad instrumental de
los sujetos individuales y colectivos, que planean estrategias, se organizan
para ejecutarlas y evalúan los resultados para corregir el rumbo. El gran
ausente es el mundo de las emociones, como si los analistas se hubieran
esforzado por censurar su alegría o decepción por los resultados, para generar
un discurso neutro y "objetivo", ajeno a las turbulencias afectivas
que, sin duda, afectaron a dirigentes, ciudadanos comunes y analistas, tanto
durante la campaña electoral como, sobre todo, en el momento crucial del conteo
de los votos.
En vida de Chávez, la estrategia política era
inseparable de su dimensión emocional, y ambas eran magistralmente conducidas
por el caudillo para reforzarse mutuamente: toda decisión sobre políticas
públicas era acompañada de un relato histórico-afectivo en el cual se señalaban
claramente héroes y villanos, pero sobre todo víctimas y victimarios, estimulando
la compasión por unos y el odio hacia los otros, relato que culminaba
identificando cada política pública con una reivindicación de los primeros y un
castigo a los segundos.
Maduro intentó imitar las palabras del relato,
pero él mismo terminó por darse cuenta de que ellas por sí solas carecían de la
potencia necesaria para reanimar el fervor revolucionario, porque eran
inseparables de la persona misma del difunto presidente; oírlas en la voz de
Maduro hacía más cruel el contraste entre el original y la copia. Es quizás por
ello que, acorralado por la pérdida de popularidad que indicaban los sondeos,
decidió huir hacia adelante, sustituyendo su discurso inefectivo por decisiones
impactantes que removieron emociones ya casi olvidadas.
Son algo simplistas las explicaciones que
atribuyen el aumento de la aprobación del gobierno en las últimas semanas a una
especie de incorregible carácter consumista y rentista de los venezolanos, como
si fueran cobayas de laboratorio que responden a un estímulo con una respuesta
condicionada. En la avalancha de saqueos -legitimados o no por el gobierno-
hubo algo más que deseos adquisitivos: se trató de una revancha contra los
"explotadores", hasta el punto de que muchos de los participantes en
los tumultos se llevaban, o compraban, objetos que no habían creído necesitar
o, cuando se agotaron los más codiciados, terminaban por conformarse con los de
escaso valor, pero no querían perderse el acto mismo de participar en el
castigo que el gobierno había impuesto desde arriba; más allá de la obvia
racionalidad económica de apropiarse sin costo -o a uno muy bajo- de mercancías
que se convierten en reserva de valor ante la inflación, el saqueo legitimado
fue un ritual de reencuentro emocional de las bases decepcionadas con el
discurso redentor de la revolución.
Aunque se formaron largas filas de espera para
acceder a los productos rebajados de precio, el carácter de ellas era
radicalmente distinto de las que se hacen para obtener los productos básicos.
Liberarse aunque sea por pocas horas, como en un cuento de hadas, de las
apremiantes leyes del mercado, alivió la sensación de pérdida de libertad que
acompaña siempre a la escasez: después de meses de incertidumbre sobre la
presencia o no de bienes básicos en el mercado, de centenares de horas
dedicadas a hacer filas para obtenerlos, de impotencia ante los aumentos
cotidianos pero inexplicables de los precios, la invitación a apropiarse de
aquellos objetos no esenciales, dedicados a mejorar la calidad de vida de
quienes han resuelto el problema de la subsistencia, significaba una
reivindicación del derecho de cada uno a escapar, unas pocas horas al día, del
reino de la necesidad para administrar sus pequeñas y privadas parcelas de
libertad. Libertad negada por las horas perdidas en interminables retrasos del
tránsito; por las largas esperas en los hospitales, las oficinas públicas o los
bancos, sin posibilidad alguna de renunciar a ese trabajo, ese servicio, ese
subsidio, esa promesa, y por lo tanto de escapar a las exigencias de la
necesidad.
Esta tentación de liberarse momentáneamente de
las presiones de una economía inflacionaria no fue exclusiva de los sectores
populares; entre los aspirantes al mágico regalo de un precio ajeno al mercado
se contaron muchos de clase media, que no dejan de sentir la misma asfixia ante
el creciente bloqueo de las expectativas que por mucho tiempo formaron parte de
su identidad. Pero, si por algunos días la emoción predominante fue el alivio,
no sólo por las acciones del gobierno sino más aún por sus promesas de extender
el control de precios a todo el universo económico, poco a poco retornaron a la
superficie otras emociones que habían permanecido latentes: la ira, el
resentimiento y el miedo.
Al contrario de lo que algún discurso opositor
radical quisiera, la ira y el resentimiento no son propiedad exclusiva de los
chavistas, ni el miedo lo es de los opositores. En los últimos quince años
estas emociones se han entreverado y circulado como una corriente alterna entre
los polos que hoy constituyen nuestra sociedad. Si bien es cierto que el
discurso de Chávez y sus sucesores se alimenta en gran parte de las dos
primeras emociones, y las ha utilizado para potenciar el impacto de sus
políticas, el chavista de base también teme a los opositores, como han
recordado frecuentemente quienes tratan de excusar las tendencias autoritarias
del régimen; el golpe de abril de 2002 y el impacto de la huelga general de ese
mismo año sobre la población se aducen como prueba de un pretendido carácter
reactivo de la agresividad política oficial, y de la desconfianza que impide a
muchos oficialistas descontentos consumar su ruptura con el régimen.
Y por su parte, la ya larga cadena de
fracasos, así sean relativos, de los intentos opositores por desplazar o al
menos frenar el avance del proyecto totalitario alimenta la ira y el
resentimiento de sus bases. Cuando se cree que la razón, el conocimiento, los
"valores" y el bien están de nuestro lado, se hace más difícil
comprender, y menos aceptar, que ese enemigo al que despreciamos se nos imponga
una y otra vez, y sepa manipular hábilmente las instituciones para aparentar
que obedece a las reglas de un juego limpio.
Y no hay un terreno donde esta paradoja se
exprese con más intensidad que en el electoral. En efecto, el sistema electoral
venezolano es un ejemplo casi perfecto de lo que Andreas Schedler ha llamado la
manipulación de las instituciones democráticas, y especialmente de las
elecciones, por el autoritarismo electoral. Desde el proceso electoral de 2006,
los opositores de base se han visto enfrentados a un doble mensaje proveniente
de sus líderes: sí, es cierto que el Consejo Nacional Electoral está
parcializado a favor del gobierno, y hará todo lo posible por arrancar
cualquier victoria de nuestras manos, pero debemos participar en este proceso
sesgado porque no tenemos alternativa, y además hay una pequeña isla de
neutralidad técnica en la que se detiene la capacidad de manipulación del
régimen.
Se enfrenta así el opositor de base a
algo muy parecido al "doble vínculo" de Bateson, en el que sus mismos
dirigentes están atrapados; debo votar, pero es muy probable que mi voto sea
robado o ignorado; pero, de todas maneras, debo seguir votando. Esta tensión
entre una esperanza tenue y una frustración segura (porque, aunque se obtengan
victorias parciales, ellas siempre estarán teñidas por el ventajismo y la
manipulación) se traduce en unos casos en apatía, en otros en rabia y casi
siempre en resentimiento, no sólo contra el adversario, sino contra el propio
campo y hasta sí mismo.
El opositor que, distanciándose
momentáneamente de sí mismo, se observa como lo haría un espectador, puede
llegar a sentir una profunda indignación por la manera en que una y otra vez se
somete a la intrusión del proyecto totalitario en sus derechos políticos y
cívicos, su libertad y hasta su vida cotidiana, tolerando situaciones que nunca
habría imaginado poder soportar. La conciencia de que es el miedo el que
impulsa esta sumisión agrava la ira y el resentimiento, al enfrentar, en otro
terreno pero con la misma intensidad, a la persona con los límites de su
libertad. Por más humillantes que sean las restricciones impuestas por el
régimen, el principio de realidad obliga a la prudencia, el silencio o la
retirada ante un poder cada vez más arrollador. Y de allí que, de tanto en
tanto, la ira se convierte en acicate para acciones o proyectos que, no por ser
desesperados o poco realistas pierden su intensa atracción, ya que responden a
una necesidad profunda de creerse libres, de soñar que se puede enfrentar la
realidad para cambiarla. La indignación que producen hechos como la
manipulación descarada de las cifras por la presidenta del Consejo Nacional
Electoral, al presentar los recientes resultados electorales, parece indicar
que ellos y otros similares operan como provocaciones para manipular, ya no las
emociones de sus seguidores, sino las de sus adversarios.
Para concluir, no se trata de recomendar que
pongamos nuestras emociones a un lado y nos comportemos como seres
pretendidamente racionales, sino de reconocer el papel que ellas juegan en toda
estrategia política. Desde octubre de 2012 en adelante, el dos veces candidato
de la oposición, Henrique Capriles, parece haber comprendido la importancia de
esta dimensión, tanto en su aspecto constructivo como destructivo, y ha tratado
de canalizarla. Sin embargo, las emociones negativas parecen hoy estar
predominando sobre aquellas que favorecen el diálogo y la convivencia entre los
ciudadanos.
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